2 de noviembre de 2021

Más allá del conformismo

Uno de los textos más enjundiosos de la historia de la filosofía es, a mi modo de ver, la pequeña carta que Kant escribió en 1784, apenas comenzada la que se conoce como su etapa crítica; me refiero a su “(Respuesta a la pregunta) ¿Qué es la Ilustración?”. Aparecen en ella muchos temas, de los cuales quisiera destacar hoy uno, que tiene que ver con el equilibrio que tiene que mantener cada ciudadano entre el ejercicio de su libertad y el hecho de deberse de alguna manera a la sociedad en la que vive, a la que se tiene que adaptar respetando sus normas; texto publicado ―no lo olvidemos― en un ambiente internacional bastante alterado, a causa de los sucesos que se estaban dando en Francia y que cristalizarían pocos años después en la revolución.

Kant conceptúa estos dos modos de nuestro comportamiento distinguiendo entre el uso público y el uso privado de la razón, respectivamente. La razón según el uso privado debe esforzarse por mantenerse dentro de los cánones establecidos por el sistema social, sobre todo para que dicho sistema pueda ser funcional; uno tiene que comportarse conforme se espera de él, no puede salirse del guión establecido, en el mejor de los sentidos. Por ejemplo, un funcionario no puede estar cuestionando continuamente su tarea, sino que se debe adaptar a lo que hay, y ejercer su función del mejor modo posible, para contribuir a la buena marcha de la sociedad. Este uso público es necesario, y no va en contra del progreso ilustrado, en estos términos que comentamos. Pero eso no quita que tal ciudadano pueda pensar por sí mismo: es lo que tiene que ver con el uso público de la razón, el cual puede ejercitar siempre que no suponga un padecimiento en lo que tiene que ver con sus ocupaciones anteriores. Un uso que es estrictamente libre, expresado o manifestado abiertamente, sin ánimos violentos, sino desde la reflexión crítica con las costumbres asumidas. Todo ciudadano, hasta el más vinculado con la administración del Estado, está solicitado a realizar cualquier observación que estime oportuno para someterla al juicio público: debe pagar sus impuestos, pero muy bien puede hacer un juicio crítico del sistema fiscal, por ejemplo.

A juicio de Kant, y con los vientos revolucionarios de la vecina Francia soplando muy próximos, este espíritu crítico —que daba por supuesto, aunque no ingenuamente— debía ser atemperado para no generar violencia en la consecución de sus éxitos: él entendía que una revolución suponía cambiar un naipe por otro, unos dirigentes por otros, manteniéndose en el fondo todo igual, y que el verdadero cambio (ilustrado) suponía la modificación de la sociedad pero con espíritu crítico, con serenidad y con seguridad.

¡Qué lejos queda en nuestra sociedad ese compromiso crítico y constructivo por su mejora y progreso, lejos de enfrentamientos polarizados! Aunque quizá lo más frecuente, independientemente de esos focos polarizados y extremistas, sea ―como ya denunciaba Rof Carballo hace unas décadas― un cómodo conformismo. Ciertamente, para poder vivir en sociedad un cierto grado de conformismo es necesario (lo que equivale al kantiano uso privado de la razón), pero seguramente en nuestros tiempos este conformismo, con todos los accidentados movimientos tanto políticos, como sociales y económicos, esté ciertamente acentuado. ¿Por qué? Pues porque es muy difícil hoy salirse de lo comúnmente establecido; se está cómodo dentro del pensamiento generalizado, y todo lo que se salga de ahí supone un heroísmo que no se está en condiciones de asumir.

La explicación que da Rof es interesante, y lo enlaza, en línea con lo que en su día hiciera Ortega, con el alivio que un individuo alcanza cuando se siente en el seno del grupo, de la masa. Dentro del grupo uno se siente seguro, y encuentra las seguridades que no encuentra… ¿dónde?, pues en sí mismo, en su propia persona. Es común que las situaciones novedosas generen cierta incomodidad, cuando no cierta angustia que sólo se puede superar cuando uno sabe lo que quiere y se siente capaz de conseguirlo.

Y el caso es que este tipo de seguridad no es la que propicia la sociedad, una sociedad que suele ofrecer, no la educación que uno necesita, sino la que necesita él (el Estado), entendiendo educación en sentido amplio. No es casualidad que cada vez se viva con más celeridad, con un exceso progresivo de información que impide el pensamiento crítico, con relaciones fugaces que dificultan establecer lazos de confianza, con inacabables ofertas de distracción y evasión… Como dice Rof, no hay así oportunidad de que la personalidad de uno vaya creciendo con sosiego, orgánicamente. Todo lo cual repercute en que somos mucho más manipulables: nuestro pensamiento es fácilmente dirigido por los refinados recursos de la propaganda y publicidad, tanto comerciales como políticos. Curiosamente, Hegel ya se quejaba de que la sociedad moderna (la de su tiempo) era una sociedad acelerada, burocratizada… todo lo cual le impedía poseer la serenidad suficiente para poder apreciar las cosas importantes del espíritu, con el subsecuente prejuicio para nuestras vidas. ¡Qué diría si levantara hoy la cabeza!

4 comentarios:

  1. ...el pensamiento crítico se debe fomentar,ya desde la escuela como en cualquier ámbito social.

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    1. Pues sí, a ver si nuestros dirigentes toman nota. Yo no creo que el pensamiento crítico dé la felicidad, pero creo que puede ayudar a encontrarla, así como a mejorar la convivencia social, respetando de verdad las diferencias.

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  2. El comportamiento de modo personal dependerá de la inquietud y curiosidad que desarrolle cada individuo libremente , en su afán por dirigir su propia existencia

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    1. Efectivamente. ¡Quién puede decir a nadie cómo ha de vivir su vida! Yo creo que la cosa va por lo que te decía en la anterior respuesta: aunque no debe ser preceptivo, el analizar las cosas y a uno mismo críticamente, puede contribuir para bien; aunque, como dices, dependerá de cada uno. Me alegro de verte por aquí. Un saludo.

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