6 de abril de 2021

Los fluidos imponderables

A partir del Renacimiento, comenzó a surgir en el espíritu europeo una inquietud importante por dar respuesta a distintas cuestiones relacionadas con el mundo y con la vida, en la línea de superación de la cosmovisión clásica, deudora todavía en gran medida del planteamiento aristotélico, el cual a la sazón se mostraba insuficiente para darles explicación. Distintos fenómenos pertenecientes a ámbitos tan dispares como el de la naturaleza o el del organismo vivo comenzaron a estudiarse desde una actitud más ‘científica’, independientemente de que dicho carácter científico estuviese muy lejano de lo que hoy en día entendemos por tal, aunque no cabe duda de que nuestra ciencia actual pende de estos primeros esbozos. Muestra de ello fueron los primeros esbozos de explicación científica que se trató de dar tanto a fenómenos como los de carácter eléctrico o magnético, o los derivados del proceso de combustión, como los procesos fisiológicos que subyacían a nuestros movimientos, conductas, experiencias, etc.; primeros esbozos que giraban en torno a un concepto general, a saber: el concepto de fluido imponderable, concepto socorrido y extraño mediante el cual se daba razón de los fenómenos observables, en una época en la que todavía no había ningún tipo de posibilidad de plantearse o conocer la naturaleza de los procesos internos.

En el entorno del comportamiento de las cosas naturales se hablaba así del calórico, del magnético, del eléctrico, del flogisto, del lumínico… tal y como nos explica Antonio Moreno, fluidos de diversa naturaleza que no pueden sino recordarnos al famoso éter que llenaba el espacio, incluso llegando a considerar que todos aquellos fluidos no eran sino dimensiones o distintos modos de darse este éter fundamental; de hecho, así se explicaba en la universidad española a mitad del siglo XIX. Poco a poco se fue observando que estos fluidos naturales compartían algunas propiedades, de modo que se fueron agrupando, hasta quedar como fundamentales los siguientes: el calor, la luz, el magnetismo y la electricidad. Pero incluso los dos primeros se llegaron a considerar como dos efectos de un mismo fluido, y los dos segundos también; al final, parecía sostenible «la idea de no admitir más que un solo fluido, cuyas modificaciones dan lugar a los diversos fenómenos», tal y como se explicaba en el Programa de un curso elemental de física y nociones de química de la Universidad Central en el año 1851.

Todos los fluidos imponderables que daban razón de los fenómenos naturales no eran sino modificaciones de un único fluido; podría denominarse a este sistema de fluidos imponderables como el ‘modelo estándar’ de la época, en claro paralelismo con nuestro actual modelo estándar vinculado a las partículas subatómicas.

Estos primeros científicos modernos intentaban dar así explicación a una serie de fenómenos observados, con un marco teórico y unas herramientas conceptuales todavía pobres desde este punto de vista, pero situándose ya en el marco newtoniano de marcado carácter mecánico. No sé sabía muy bien lo que eran estos fluidos ―de ahí lo de ‘imponderables’― pero se suponían inseparables de los cuerpos (cuyos fenómenos sí eran ponderables), atribuyéndole las causas de las modificaciones de estos, tanto en su modo de ser como en su modo de estar. Por lo general, se pensaba que estos fluidos estaban formados por moléculas de su carácter respectivo (eléctricas, calóricas…), que se encontraban en movimiento en el interior de los cuerpos, y podían desplazarse de unos a otros, dando así origen a los fenómenos.

Esta tendencia no estuvo ausente tampoco para dar explicación a los procesos fisiológicos humanos, en los que seguramente jugó un papel importante el dualismo cartesiano, distinguiendo netamente entre la dimensión espiritual y la corporal del ser humano. Recordemos que, en su esquema, nuestro organismo (cualquier organismo) se comportaba como un mecanismo, el cual era dirigido por nuestra dimensión anímica a través de la glándula pineal. La glándula pineal era bidireccional: remitía la información recogida por los sentidos al alma, y devolvía las intenciones de ésta al cuerpo. ¿Cómo se manejaba esta información? Pues a través de unos fluidos que circulaban bien a través de los nervios, bien a través de los músculos. Descartes recogía así una tradición heredada de Galeno quien, en el siglo II d. C., asumía la teoría ‘pneumática’ de los estoicos (heredada a su vez de Aristóteles), que fue transmitida a la Edad Media, época en la que el pneuma fue vertido al latín spiritus, no tanto en el sentido de algo trascendente, sino más bien como una sustancia fluida que permitía la comunicación de las partes más importantes del cuerpo (corazón, cerebro) con las restantes. Los ‘espíritus animales’ eran algo así como unos ‘humores’ que se erigían en la causa de los movimientos de los animales, y también de nuestro cuerpo animado en su caso por el alma mediante la glándula pineal.

Este planteamiento fue sin duda un primer paso para buscar las causas de los fenómenos ya no en términos clásicos, sino modernos. Poco a poco, los cuatro elementos aristotélicos de la naturaleza (agua, tierra, aire y fuego) necesitaron ir actualizándose conforme el nuevo marco de conocimiento (el moderno) lo fue posibilitando, también en el fisiológico. Y, qué duda cabe, de la importancia de este nuevo giro para el desarrollo científico que se dio a partir de entonces, posibilitado fundamentalmente gracias al progreso de la tecnología, sin el cual no hubiera sido posible.

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