14 de diciembre de 2021

Un protagonista desafortunado de la historia de la ciencia

Sabido es que Jean Baptiste Lamarck (1744-1829) fue el principal interlocutor de Darwin en su época. Creo que a todos nos es familiar su nombre, sobre todo por ir asociado a una teoría que, al recordarla hoy, nos hace esbozar una sonrisa, aunque no por ello hay que obviar su importancia, que la tuvo, y mucha. Efectivamente, fue el primer autor que trató de dar una explicación científica a las diferencias entre las distintas especies desde una perspectiva evolucionista. Él secundaba la idea de progreso desde organismos menos avanzados hasta los más avanzados. Un carácter progresivo que seguía presente en todo momento; es decir: del mismo modo que, por ejemplo, los caballos actuales provenían de gusanos pasados, los gusanos actuales, con el tiempo, darán lugar a nuevos caballos. La vida, en sus formas sencillas, siempre aparecía por generación espontánea y, siguiendo distintos ritmos, las especies iban surgiendo. Se trataba de una tendencia natural afectada o determinada por las necesidades particulares de los organismos concretos al tratar de adaptarse a las condiciones de su entorno. Pertenecía al modo de ser orgánico esta tendencia hacia el progreso, hacia el cambio en su organización, cambio que vendría definido por su adaptación.

Así postuló esta teoría evolucionista en su obra Filosofía zoológica (1809), según la cual «un ser vivo podría pasar a su descendencia las características que obtuviera por su propio esfuerzo durante su vida». Es decir, que las reacciones de un organismo al medio ambiente, pasarían a las generaciones subsiguientes. Las reacciones que Lamarck ponía de manifiesto eran fundamentalmente las adaptativas. Según un ejemplo clásico, las jirafas consiguieron su cuello largo debido al esfuerzo de sucesivas generaciones por alcanzar las ramas más altas (ejemplo que él apenas mencionó, por cierto, salvo en un pasaje de su Filosofía zoológica y en otro de sus Investigaciones sobre la organización de los cuerpos vivos). Entendía que en los animales sus órganos se fortalecían o debilitaban en función de su uso; y el resultado en la vida del animal era transmitido a la generación siguiente. Él se adhirió a la teoría de los fluidos imponderables que, en el caso del cuerpo, se convertían en fluidos corporales; cuanto más se usaba una parte del cuerpo, más actividad había de estos fluidos, propiciando proporcionalmente el desarrollo de las partes afectadas del organismo. Debido a la actividad de los individuos, los fluidos internos creaban nuevos canales haciendo al organismo más complejo, algo que, a la postre, acababa transmitiéndose a las generaciones posteriores. En virtud de este esfuerzo adaptativo, las especies podían vivir en las circunstancias siempre cambiantes del ambiente; su supervivencia pasaba por esta capacidad de esfuerzo, esfuerzo que iría cristalizando en la modificación de sus estructuras biológicas, modificación que se iría transmitiendo hereditariamente. Es la teoría conocida como lamarckismo.

Pronto se vieron las deficiencias de esta teoría. Por ejemplo, se observó que mutilaciones efectuadas a través de varias generaciones, no dejaban huella en los caracteres hereditarios de la especie. Para dar explicación a ello, los lamarckianos recurrieron a una hipótesis de circunstancia: sólo son hereditarias las modificaciones adaptativas. Pero el caso es que nunca se dio razón alguna que permitiera explicar la diferencia entre ambos mecanismos: el de mutilación y el cambio somático adaptativo, y por qué los primeros no eran hereditarios y los segundos sí.

No nos debe parecer extraña la persistencia en la fe en la teoría lamarckiana: basta saber que la embriología es la rama más reciente de la biología. Con el erróneo concepto de evolución que había en la época, «no es de extrañar que la idea de la herencia de los caracteres adquiridos pareciese perfectamente razonable», dice Hogben. Con los nuevos descubrimientos sobre la fecundación, etc., fue ya definitivamente desestimada.

Pero no ha sido justa la historia con él. La verdad es que este autor, a diferencia de otros muchos, es más recordado por sus errores (o por su gran error) que por sus aciertos: todo el mundo conoce que su teoría evolutiva fue desplazada por la darwiniana (aunque los más recientes estudios epigenéticos la están recuperando desde una perspectiva inimaginable entre el siglo XVIII y el XIX), pero pocos conocen todo lo bueno que aportó, y que no fue poco.

Por ejemplo, fue el primer gran sistematizador de los cada vez más numerosos conocimientos que se iban adquiriendo sobre Historia Natural, situándose próximo a Linneo o Cuvier. Las clasificaciones de los animales que elaboró fueron muy importantes, sobre todo en el ámbito de los invertebrados. Pero no sólo eso. Según parece, fue él quien acuñó el término de biología para denominar a la ciencia natural dedicada al estudio de la vida. En su opinión, el origen de los seres vivos había que atribuirlo al conocido proceso de la ‘generación espontánea’, teoría que era la generalizadamente aceptada. No se adhirió a las concepciones vitalistas de la naturaleza, intentando comprender el mundo de la vida desde un enfoque científico, enfrentándose a no pocos colegas. También contribuyó al estudio y a la comprensión del sistema nervioso: a) asoció la conciencia a la actividad cortical; b) no aceptó la frenología de Gall; c) enlazó la actividad nerviosa con el movimiento del organismo, actividad que ¬—conocedor de los avances de Galvani— articuló en torno a una especie de fluido eléctrico; d) insistió en la distinción entre la conducta consciente y la refleja. En fin, como vemos, fue un gran investigador.  Quizá ―como decía― la epigenética actual pueda contribuir a un reconocimiento que su propio tiempo no le proporcionó; de hecho, la biología molecular ha demostrado que la herencia de caracteres adquiridos existe en distintas especies.

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