28 de septiembre de 2021

Imaginación e intuición: el solitario juego creador

Sabido es que Louis de Broglie fue uno de los grandes protagonistas del giro que sufrió la física durante las primeras décadas del siglo XX. Su década dorada fue la década de los años veinte, concretamente de 1919 a 1928, cuando dio a conocer su teoría del carácter ondulatorio de las partículas subatómicas. En uno de los tantos discursos que realizó (en concreto el pronunciado a causa de la entrega que se le hizo de la medalla de oro de la investigación científica en su país, en 1956), explicaba su modo de trabajar, de investigar, de hacer ciencia, y confesaba que difícilmente hubiera podido realizar su aportación sin momentos de soledad; no sólo gracias a los equipos con los que trabajó ―que también¬― sino sobre todo a la soledad, pudieron ir fraguando sus ‘meditaciones científicas’ y cristalizando en su teoría sobre el comportamiento ondulatorio de las partículas.

Dicha soledad tenía una doble vertiente: una buscada, y otra impuesta. La primera, más de carácter personal, en el sentido de que buscaba esos espacios para poder ir contrastando, pensando, analizando sus teorías. La segunda, más de carácter público, tenía que ver con el hecho de que, en realidad, pocos colegas podían seguir entonces el ritmo de sus elucubraciones, por lo que poco podía ir compartiendo con ellos, pocas ideas podían ser intercambiadas con los demás, además de que, ciertamente, no había excesivo interés en la todavía desconocida teoría de los quanta.

Un dato significativo de ello es el inicio de un pequeño seminario de investigación en el comienzo de su etapa en la educación superior, al que sólo asistían tres estudiantes (estudiantes que, con el tiempo, por cierto, se convirtieron en científicos de prestigio). Un seminario que, por otro lado, ha ido creciendo progresivamente y que, a la altura de la fecha de este discurso, a mediados de los cincuenta, contaba ya con medio centenar de colaboradores. Por suerte o por desgracia, y como suele ocurrir en la vida académica, su creciente reconocimiento en el panorama científico nacional e internacional se fue traduciendo en nombramientos y cargos de prestigio, y con una buena carga añadida de gestión, lo que le impidió seguir con sus reflexiones y meditaciones científicas.

Pero a lo que iba. En su opinión, fue gracias a esos espacios de soledad que pudieron ser fructíferas otras facultades humanas ‘poco científicas’, a saber: la imaginación y la intuición; facultades que él articula sorprendentemente ―por lo menos para mí― en torno al juego, a la actitud lúdica de la que tanto hablaron Schiller, Huizinga, d’Ors o Gadamer. De Broglie se hacía eco del horizonte que abre cada nuevo descubrimiento, cada nuevo paso en la investigación, excitando el asombro y suscitando nuevas curiosidades, a la vez que avisaba de cómo la especialización y la rutina contribuían a reducir esos horizontes, haciendo más difíciles ‘las comparaciones y las analogías fecundas’, convirtiéndose en una losa para los espíritus difícil de gestionar. El juego, la actitud lúdica, por el contrario, esponjaba a la mente permitiéndole establecer conexiones donde el pensamiento discursivo no alcanzaba.

Curiosamente, sitúa en ello la clave para distinguir la inteligencia humana de otro tipo de inteligencias… llamémosles artificiales. Él hablaba de ‘cerebros electrónicos’, ‘máquinas que piensan’, toda una serie de dispositivos mecánico-electrónicos capaces de sobrepasar, en algunos casos, las posibilidades del cerebro humano. Pero, por muy potentes que sean estas máquinas, en su opinión no podrá nunca, no superar, sino siquiera aproximarse a ciertas funciones del cerebro humano; sí que lo podrán hacer, ciertamente, en todas aquellas que tengan que ver con el cálculo mecánico o con los silogismos lógicos, pero no en todas aquellas que escapen a este ámbito, y que nos introduzcan al ámbito de la sagacidad, de la curiosidad, de la imaginación… un ámbito de nuestra inteligencia difícil de darle una definición precisa, pero que, en su opinión, responde a «una realidad profunda que se oculta bajo estas denominaciones imprecisas». Como muy plásticamente dice, es más que dudoso que las máquinas amen a la ciencia.

La imaginación nos permite representarnos de un solo golpe una porción de la naturaleza poniendo en evidencia algunas de sus veladas articulaciones; la intuición nos hace adivinar repentinamente, mediante un proceso que nada tiene que ver con el silogismo, un aspecto profundo de la realidad. Estos fenómenos, junto con la fascinación que despiertan, son frecuentes en el ámbito de la investigación científica, por no mencionar su fecundidad. No por ello hay que abandonarse ciegamente en ellas, pues muy bien se correría el riesgo de extraviarse si se les diese una cabida demasiado grande; pero no menos cierto es que, sin ellas, no pocos descubrimientos científicos, quizá la gran mayoría, no se hubieran podido dar; como dice el gran físico francés, «la imaginación y la intuición contenidas dentro de justos límites subsisten como indispensables auxiliares del sabio en su marcha progresiva».

Y esto, ¿por qué es así? Si suponemos que el universo es racionalmente cognoscible, presupuesto implícito de la misma ciencia, ¿por qué no pensar que, tras hechos bien observados, descritos de un modo exacto y completo, no basta la secuencia de silogismos racionales para avanzar en el conocimiento? Su respuesta pasa por reconocer que, es tan complejo el mundo, desafía tanto a nuestro entendimiento, además de que no conocemos sino una pequeña porción suya, que precisamos las más de las veces pasar de un razonamiento a otro mediante tránsitos discontinuos, mediante saltos más allá de la razón que son precisamente los que nos proporcionan la intuición y la imaginación. «Rompiendo por saltos irracionales, (…) el círculo rígido en que nos encierra el racionamiento deductivo, la inducción fundada en la imaginación y en la intuición permite por sí sola las grandes conquistas del pensamiento: es el origen de todos los verdaderos progresos de la Ciencia». Aunque no es menos cierto ―como digo― que, por su aspecto eminentemente creativo, lleven aparejado el riesgo de que no se sabe a ciencia cierta hacia dónde van, en tanto que estas facultades están liberadas de la deducción rigurosa, pudiendo extraviar la investigación. Por eso la investigación científica no puede olvidarse de su metodología racional.

Si lo pensamos, es algo paradójico. Una disciplina humana, la científica, eminentemente racional, observa que según sus principios esenciales no puede justificar sus grandes conquistas, sino que precisa echar mano de otras facultades que entran en juego y que propician saltos bruscos que no se pueden enmarcar en la sucesión de los silogismos rigurosos. La ciencia no es sólo razón, sino también juego. Ciertamente, lo que intentará el científico es volver a andar, paso a paso, aquello que se le presentó de golpe, camino que seguirá hasta que pueda volver a jugar y encontrarse con su objeto de estudio estéticamente. «Y es por eso por lo que la investigación científica, si bien casi constantemente guiada por el razonamiento, constituye no obstante una aventura».

2 comentarios:

  1. El científico se rige por los Principios fundamentales d la Naturaleza ,..pero debe encontrar sus propios Métodos para dar luz a la realidad.Lo ciclico ...lo dual..lo inmutable...campos inagotables.Muy interesante!

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  2. Pues sí, ladoctorak. Supongo que todo conocimiento (científico o no) debe aspirar a esa mensura que sólo puede ofrecer la realidad, por mucho que pongamos nosotros en la actividad de conocer. Y como dices, una tarea inagotable. Un saludo.

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