2 de enero de 2019

La consistencia de un sistema axiomático

En el este post de esta serie decía que los cuatro grandes elementos de que consta un sistema formal son vocabulario, reglas de formación, reglas de transformación y axiomas. El conjunto axiomático sería el marco desde el cual puede ejercerse el cálculo estrictamente dicho; es decir, contando con el vocabulario y las reglas de formación de las expresiones, se pueden aplicar las reglas operativas, que es en lo que me quiero centrar hoy, desde una perspectiva que constituye a la vez un problema fundamental en los sistemas formales.

Surge aquí una pregunta interesante: siempre que una proposición del sistema sea un teorema, ¿lo podemos saber? Dicho de otro modo: «¿Siempre existe la demostración de un teorema? Y si es que sí, ¿siempre es posible identificarla?», dice Raguní. Ciertamente, lo que se pretende es que las proposiciones sean teoremas, lo cual va de suyo que sea demostrable; si un teorema no es demostrable no es propiamente un teorema. Lo que se pretende es que toda proposición sea el resultado de la aplicación de las reglas de transformación, es decir, que sea demostrable. El asunto pasa por si podemos saberlo en todos los casos. La experiencia nos dice que, en base a los cálculos operativos usuales en el sistema, esto no es así, y hay muchos teoremas que son difícilmente demostrables desde la práctica común; pero ello no es óbice para que se puedan demostrar, por ejemplo, gracias a la intuición del matemático que encuentra una vía no convencional, en ocasiones a causa también de la casualidad, dando con una demostración que se sale de los cánones, pero que es válida. Es razonable pensar que haya teoremas cuya demostración se escape también a esta posibilidad, lo que nos lleva a la afirmación de que es difícil contestar afirmativamente a la pregunta inicial, siendo un problema abierto.

Sin embargo, eso es lo que se pretende: que cada teorema sea demostrable, y que dicha demostración se pueda representar según el vocabulario y las reglas propias del sistema. Si tenemos un conjunto de proposiciones de este tipo, se le denomina distinguible, es decir, «un conjunto en el que, fijado cualquier objeto en la representación convenida, es posible concluir metamatemáticamente si esto pertenece al conjunto o bien no». Para ello (aunque esto es un asunto debatido) es razonable exigir que se emplee un número finito de elementos del vocabulario, así como un número finito de pasos en la demostración, pues si no fuera así, difícilmente podríamos alcanzar el objetivo. A todos los conjuntos que cumplan estas características se les conoce como bien definidos porque, en definitiva, son los mínimos rasgos que el sentido común nos impone para definir formalmente un sistema matemático. La distinguibilidad de los teoremas y, en particular, de los axiomas, es suficiente para concluir la buena definición del sistema; en esta situación, cualquier demostración de un teorema se puede retrotraer hasta que al final se llegue a los axiomas como punto de partida. Si se piensa bien, de no ser así, entonces los teoremas no se derivarían estrictamente de los axiomas (siempre en el seno de las reglas definidas en el sistema), como debe ocurrir por definición en un sistema axiomático. Sin embargo, de un sistema cuyos axiomas son distinguibles, no se sigue siempre su buena definición, no se puede garantizar, porque muy bien puede ocurrir que las reglas propias del sistema posean cierto grado de ambigüedad que lo impida. Y, por el otro lado, de un sistema bien definido no siempre es fácil concluir su distinguibilidad; aunque quizá nos lo pongan más fácil a la hora de identificar a los no-teoremas, algo que a la postre será muy útil. 

Cuando damos origen a un sistema formal, el asunto es que hay que escoger un conjunto de axiomas a partir de los cuales se ‘empiece a trabajar’. Estos axiomas fundamentales deben cumplir dos requisitos principales: a) que no deriven de una proposición anterior, porque en este caso esa proposición anterior debería ser la considerada fundamental, y no el axioma en cuestión; y b) que estos axiomas sean consistentes, es decir, que todos los teoremas y proposiciones obtenidos a partir de ellos mediante las correspondientes reglas de transformación no den lugar a proposiciones que se contradigan entre sí. Es decir, que, si en un sistema axiomático se afirma una proposición, no se puede afirmar su negación.

Esta cuestión no ha sido planteada hasta el siglo XIX, momento en el que comenzaron a darse las matemáticas más formales. Hasta la época, como comentamos, los sistemas axiomáticos de partida versaban sobre algo que cualquiera podía experimentar: el sistema euclidiano, y las cosas que ocurrían tal cual en la naturaleza. No tenía sentido plantearse la consistencia del sistema axiomático euclidiano pues siempre podía ser contrastado y corroborado por la experiencia común. A ello hay que unir que los mismos axiomas eran considerados verdaderos por sí mismos. Todo ello es el motivo por el que ningún matemático hasta esta época se planteó nunca el problema de la consistencia de un sistema axiomático, en concreto del euclidiano. Claro, para el axiomatismo material (como el de Euclides) no tenía sentido plantearse este asunto en toda su claridad, dado que se apoyaba en la existencia previa de lo que axiomatizaba. Sin embargo, desde el formalismo, el problema de la consistencia cobraría todo su valor, sobre todo tras la aparición de diferentes paradojas.

Sin embargo, los sistemas no euclidianos pertenecen a un ámbito totalmente distinto dado que en ellos no cabe ese correlato primario con la realidad de las cosas; todo lo contrario: mediante la experiencia común no hay modo de comprobar la verdad de cualquier postulado. El modo tradicional ya no servía. Y la cuestión es esa: si la experiencia ordinaria ya no sirve, ¿de qué modo se podía comprobar la consistencia del sistema, su coherencia lógica interna?, ¿cómo podría demostrarse que, el sistema de Riemann, por ejemplo, no conducirá a teoremas contradictorios? Hay que tener presente que el problema no se resuelve apelando a que los teoremas existentes no son contradictorios entre sí; el asunto pasa por la demostración de que ningún teorema que se pueda derivar de ese sistema axiomático (aunque todavía no sepamos cuáles van a ser) entre en contradicción con los restantes. Si nos fijamos, este problema es crucial para poder dar por buena cualquier geometría no euclidiana. Y la complejidad es suma, teniendo en cuenta que el número de proposiciones que se pueden derivar de un conjunto axiomático es infinito; ¿cómo podemos afirmar, entonces, que ninguna de ellas va a entrar en contradicción?

La cuestión es, pues, cómo se puede probar que esos axiomas fundamentales o primitivos son consistentes; es decir, cómo, a partir de ellos, todos aquellos teoremas obtenidos mediante las reglas de transformación no son contradictorios entre sí, esto es, que no es posible derivar de ellos una proposición y también su contradictoria. El razonamiento viene a apoyarse en el hecho de que si un teorema es deducible de los axiomas, y también lo es su contradictorio, entonces tal sistema no es consistente; porque entonces uno de los dos teoremas es verdadero (no puede serlo uno y su opuesto), y si de los axiomas se pueden deducir teoremas falsos (pues hemos deducido uno y su opuesto) entonces los axiomas no son consistentes ya que de ellos no se deducen sólo teoremas verdaderos sino que también se deducen teoremas falsos, ya que un teorema no puede ser verdadero o falso a la vez. De hecho, así es como el mismo Gödel define 'consistencia': un sistema es consistente cuando no es contradictorio, es decir, «cuando no es el caso que una de sus fórmulas y su negación sean demostrables en él». Y el caso es que, cuando esto es así, cuando en un sistema axiomático tanto una fórmula como su contradictoria pueden ser deducibles de los axiomas, todo se podría deducir de ellos. ¿En qué nos basamos para poder afirmarlo? Vamos a verlo.

Una de las mayores riquezas de los sistemas axiomáticos es que, con un pequeño número de elementos y de reglas, se pueden generar infinitos teoremas derivados de ellos de los cuales, si bien los más sencillos nos pueden parecer evidentes, conforme se profundiza en el cálculo aparecen teoremas muy complejos y absolutamente anti-intuitivos. Pero ciertos. Un caso claro de ello es la lógica proposicional. Pues bien, uno de ellos y que no es precisamente complejo, es el siguiente:

si p, entonces si no-p entonces q

Este es un teorema que surge de las reglas de transformación de la lógica de enunciados, que no vamos a derivar: démoslo por bueno. Cojamos ahora un teorema S que, junto con su opuesto ~S, fueran ambos deducibles del sistema, tal y como estamos viendo, y verdaderos. Podemos sustituir p y no-p por S y ~S, obtenemos la misma expresión ahora de este modo:

si S, entonces si ~S entonces q

Hasta aquí todo bien. Vamos a aplicarle ahora dos veces el modus ponens a esta expresión. Recordemos que, el modus ponens, es un sencillo silogismo que viene a decir que,

P -> Q
P
Q

es decir, “si P, entonces Q; y si P es verdad, Q también es verdad”. Como S es verdad, si aplicamos una vez el modus ponens en la expresión de arriba obtenemos lo siguiente:

si ~S entonces q

Y, como ~S también es verdad, aplicando otra vez el modus ponens nos queda:

q

¿Qué implicaciones tiene todo esto? Pues que, si nos fijamos, sustituyendo cualquier fórmula por q, siempre podría ser demostrada. Es decir, partiendo de un par de teoremas contradictorios entre sí, que se supone que ambos son verdaderos porque han sido deducidos correctamente de los axiomas iniciales, mediante las reglas lógicas se puede demostrar cualquier q, o sea, se puede demostrar cualquier otro teorema, da igual qué pongamos en lugar de q.

Resumiendo: para que un sistema sea consistente, no debe existir un enunciado S, tal que S y ~S fueran demostrables partiendo de los axiomas. O, lo que es lo mismo, dado cualquier enunciado S, sólo él o sólo su opuesto deben poder demostrarse en el sistema; los dos no. Y, en el pensamiento de Hilbert, también estaba presente la idea de que todo ello debía ser demostrado formalmente en dicho sistema en una cantidad finita de pasos.

Y esto, ¿para qué nos sirve? Ciertamente, esta forma de pensar es sugerente. Hemos visto cómo matemáticamente se puede demostrar que «si tanto una fórmula S como su contradictoria ~S fueran deducibles de los axiomas, cualquier fórmula sería deducible»; o sea, que todo teorema sería posible, todo se podría deducir de los axiomas, con lo cual dichos axiomas no tendrían sentido, no serían consistentes. Ahora vamos a decir lo mismo pero al revés, y este giro es relevante. Decimos que si un sistema axiomático no es consistente, todo teorema podría ser deducido de los axiomas; pues bien, si se demostrara que hay por lo menos un teorema que no puede ser deducido de esos axiomas, ya no podrían ser todos los teoremas deducidos de ellos, con lo que dicho sistema axiomático sería consistente. De este modo, para demostrar que un sistema de axiomas es consistente, basta mostrar que existe por lo menos un teorema que no puede derivarse de ellos.

O sea, que para demostrar que un sistema de axiomas es consistente, basta encontrar un teorema que no sea derivable de ellos. Otro asunto es ver cómo se resuelve esto, para lo cual será importante tener presente la diferencia que ya hemos visto entre las matemáticas y las metamatemáticas. Pero esto lo dejamos para más adelante.

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