10 de diciembre de 2019

‘Ser es ser percibido’, pero no me malinterpretéis

Algo así es lo que dice Georges Berkeley en su Prefacio a lo que seguramente es su obra más importante, Principios del conocimiento humano, escrita a los veinticinco años de edad. El obispo de Cloyne era perfectamente consciente de la novedad de su pensamiento, sobre todo en referencia al Ensayo sobre el entendimiento humano, de John Locke; tanto como para pedirle al lector, sea quien sea, que,

«(…) suspenda su juicio hasta que haya leído por lo menos una vez toda la obra, con la atención y reflexión que la materia requiere. Pues se encontrarán pasajes que, tomados aisladamente, se prestarán con toda seguridad a falsas interpretaciones y a deducir consecuencias erróneas, lo que no ocurrirá ciertamente después de una lectura cabal de la obra».

Aunque Locke sea un interlocutor importante en su pensamiento, no se puede olvidar que la reflexión de Berkeley sigue los pasos de la filosofía cartesiana, en el sentido de que trata de levantar una firme teoría del conocimiento para asegurar la verdad de lo que se pueda afirmar sobre la realidad, si bien con una diferencia fundamental: si Descartes inicia su andadura con la duda, Berkeley la inicia desde la confianza de la existencia segura del saber humano: lo que se plantea Berkeley es la determinación de los principios de dicho saber, sin dudar nunca de la posibilidad de dar con dichos principios.

En el primer parágrafo de la obra, en la Introducción, dedica especial énfasis a quiénes son los que pueden realizar esa ‘lectura cabal de la obra’. Y lo hace reivindicando el papel que poseen los filósofos en tanto que buscadores de la verdad; si bien es consciente de la disparidad de opiniones de los mismos a lo largo de la historia (algo a lo que él pretende dar solución precisamente con esta obra), también lo es de que, si han dedicado y dedican tanto tiempo a la reflexión y al análisis de la verdad, probablemente poseerán «un espíritu más apto despierto en orden a la elucubración con un conocimiento más claro y evidente, por hallarse más desembarazados que los profanos de las dificultades y dudas que en alguna manera puede oscurecer la verdad». En su opinión, por lo general solemos gozar de ‘una seguridad y fijeza imperturbables en lo que a nuestros conocimientos se refiere’, de modo que ‘todo lo que nos es familiar’ es poco menos que evidente, y fácil de comprender; nos suele faltar lo que podemos denominar un espíritu crítico. Un espíritu crítico que, en cuanto es ejercido sobrevolando la actitud cotidiana, natural, propicia que nos asalten ‘innumerables dificultades, precisamente sobre cosas que antes creíamos haber comprendido perfectamente’. Creo que todo aquel que se haya aproximado a la filosofía, sabrá por experiencia a qué se refería Berkeley.

Aun así, y tal y como afirma Luis Rodríguez Aranda, prologuista de mi edición, los esfuerzos de Berkeley para prevenir ese posible malentendido de su obra no han sido suficientes. En su opinión, ha sido un autor tozudamente malinterpretado, y sus ideas han sido erróneamente expuestas de modo insistente. «La opinión más vulgarizada que circula es que Berkeley negó la existencia de los cuerpos», cuando ello para nada es la esencia de su pensamiento, tal y como el mismo Berkeley afirmó: «Ya hemos hecho ver anteriormente que está muy de acuerdo con nuestros principios el sostener que las cosas existen, que hay cuerpos o sustancias corpóreas, tomando estos términos en su sentido corriente y no en el filosófico» (§82).

¿Por qué, entonces, se suele afirmar que, para este autor, las cosas no existen? A mi modo de ver, se pueden dar dos razones a este hecho. La primera tendría que ver con que, efectivamente, con él se lleva el idealismo hasta sus últimas consecuencias, lo que propicia un pensamiento con una carga de novedad muy importante, sin un mapa conceptual ni clara ni rigurosamente establecido. Ésta es precisamente una de las tareas que él se propone. La segunda es porque, a causa de esto, su pensamiento no ha sido comprendido debidamente. Quizá haya, además, una tercera, a la que apunta Rodríguez: que fácilmente nos contentamos con manuales o historias de filosofía, que se escriben en no pocas ocasiones a partir de otras obras generalistas, sin haber ido directamente a las fuentes; nunca insistiremos lo suficiente en la necesidad de acudir a las fuentes, a los textos originales de los autores.

El paso que dio Berkeley respecto a Locke fue importante, tanto como para dar inicio a lo que se define cómo idealismo ontológico. Pero ya hemos visto que él no negaba la realidad de las cosas. ¿Cuál era el problema, entonces? Pues su fundamento. Él fue fiel hasta el final a su principio: ser es ser percibido; pero, era consciente de que la realidad de las cosas no debía depender de su percepción por parte del ser humano. Pero ello no quiere decir que no fueran percibidas o pensadas por alguien otro, a saber, Dios. Apelar a Dios le permitió salvar una de sus tesis fundamentales, como es el carácter espiritual de la realidad última de las cosas. El hecho de que este carácter último fuera espiritual, no implicaba negar la existencia de la materia, sino buscarle un fundamento de naturaleza espiritual, a saber: la percepción divina. El carácter espiritual de las cosas tiene que ver con ser percibido por alguien, con pertenecer a la mente de alguien; condición de su existencia es ser percibido por alguien. ¿Quién las percibe cuando no hay ningún hombre que lo haga? Dios. Su filosofía se desplomaría si no tuviera a Dios como garante; ciertamente, sería absurdo pensar que las cosas se volatilizarían cuando no fueran percibidas por ninguna persona. El fundamento de que las cosas no se volatilizasen es precisamente su presencia en la mente de Dios.

Esta aportación tuvo consecuencias muy importantes en la historia de la filosofía. Con su concepto de ‘idea’ (muy cercano al del contemporáneo ‘fenómeno’) abre dos vías de aproximación a la realidad: la gnoseológica, el tener noticia de algo; y la metafísica, lo que ese algo sea más allá de nuestra noticia. Este desdoblamiento también estaba presente en el espíritu clásico, pero desde la perspectiva de que ello no suponía mayor problema que el de perfeccionar nuestro conocimiento para, finalmente, llegar al conocimiento de la realidad. Esta posibilidad fue la que nuestro autor cuestionó abiertamente, abriendo una línea de reflexión de la que hasta hoy se perciben ecos. Si la aportación idealista al conocimiento, aunque matizada o perfilada, es hoy en día asumida, sigue siendo un reto en la actualidad la dimensión metafísica, en el sentido de conceptuar filosóficamente qué sea la realidad.

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