19 de febrero de 2019

Sobre por qué los átomos son tan pequeños… o no

Es de todos conocido el reducido tamaño de los átomos. Cuando hablamos de la cantidad que hay en minúsculas porciones de materia, salen cifras astronómicas cuyo orden de magnitud se nos escapa. Como se suele decir, hay más estrellas en el universo que granos de arena en un desierto; pero no somos tan conscientes de que en cada grano de arena hay unos dos trillones de átomos; o de que en un glóbulo rojo hay unos 10 billones de átomos. También se puede enfocar intercambiando la perspectiva: si los átomos de nuestro organismo fueran como naranjas, seríamos tan grandes que podríamos coger el sistema solar con nuestras manos. En fin, como digo, todas estas comparaciones van más allá de nuestra imaginación.

Podríamos preguntarnos por qué los átomos son tan pequeños dado que, cualquier porción de materia, por muy pequeña que sea, los contiene en cantidades desorbitadas. Pero no podemos olvidar una cosa, aunque sea de Perogrullo: y es que cuando nos preguntamos por qué los átomos son tan pequeños, no lo hacemos sino en referencia a nuestro orden de magnitud. Evidentemente, el tamaño de un átomo es pequeño cuando lo comparamos respecto a nuestras medidas de longitud, pero no lo sería si los comparásemos, por ejemplo, respecto a las partículas subatómicas. Por tanto, más que hablar de si son grandes o pequeños, deberíamos plantear la cuestión en otros términos, a saber: por qué hay tanta diferencia entre las dimensiones de los átomos y las nuestras.

Cuando Erwin Schrödinger se plantea esta cuestión en ¿Qué es la vida? (obra de la cual ya dijimos algo aquí), le da un giro que a mi parecer es genial. Tenemos la tendencia de plantearnos las cosas en referencia a nosotros, lo cual por otra parte es lógico, pues nos planteamos las cosas en tanto que nos afectan, en tanto que afectan a nuestras vidas. Pero, dado que, desde los orígenes del universo, el átomo existió como tal mucho antes que cualquier organismo y, evidentemente, que nosotros, deberíamos preguntarnos: «¿Por qué nuestros cuerpos tienen que ser tan grandes en comparación con el átomo?».

A pesar de estar compuestos por átomos, no podemos percibirlos, nuestros sentidos fisiológicos no son aptos para tener noticia de ellos lo cual, si lo pensamos un poco, no deja de ser sorprendente. ¿Por qué es esto así?, ¿por qué no podemos ver, o escuchar, o tocar átomos aislados, cuando nuestros dedos, nuestros ojos, etc., están compuestos por átomos?

La respuesta que propone Schrödinger es sugerente. Es razonable pensar que, si pudiéramos percibir los átomos, deberíamos ser de un orden de magnitud cercano a ellos, mucho más pequeños de lo que somos ahora y, por ende, deberíamos sujetarnos a las leyes del comportamiento que los rigen a ellos. Sin embargo, las leyes que rigen nuestros procesos fisiológicos (biológicos, cognitivos, etc.) así como los procesos físicos que rigen las cosas entre las que estamos, precisan gozar de cierta estabilidad, de cierto orden, de cierta armonía, pues, en caso contrario, ¿cómo sería posible vivir subsumidos en los estados estocásticos característicos de las partículas atómicas? Por aquí hay que situar el argumento de Schrödinger.

Efectivamente, llama la atención que, nuestro cerebro, por ejemplo, necesite estar constituido por un sinnúmero de átomos para que pueda funcionar correctamente y que, en cambio, no pueda percibir los ‘ladrillos’ a partir de los cuales está ‘construido’. Llama la atención que, para poder ser funcional, no le baste con ser del orden de magnitud de dichos ladrillos, sino que precise ser exageradamente más grande. Y llama la atención también que, en el seno de dicha funcionalidad, no pueda percibir —como digo— a partículas similares a sus propios ladrillos.

Gracias a que es como es, las funciones que realiza el cerebro son de alguna manera regulares, estables. El cerebro piensa, siente, percibe… funciones que no puede realizar aleatoriamente, sino desde cierta regularidad. Y, por este mismo motivo, aquello con lo que se relacione debe tener características afines, es decir, contenidos que posean un orden de regularidad similar. Para que el ojo funcione —por ejemplo— debe estar sujeto a procesos fisiológicos bien definidos, ya que en caso contrario no podría sencillamente funcionar; es razonable pensar que, aquello que perciba, sea afín a su propia estructura (a la del ojo) y a su funcionamiento; es decir, que, de alguna manera, sea ‘visualizable’ podríamos decir.

Esas son las dos importantes consecuencias que obtiene Schrödinger de aquí. La primera es que todo sistema físico que adquiera cierta independencia y autonomía en su funcionamiento, debe estar lo suficientemente ordenado para que las leyes que se den en su seno obedezcan a un grado de estabilidad y fiabilidad elevado. Y, la segunda, que aquella información que afecte a dicho sistema físico, debe ser de características similares a él, es decir, de un orden de magnitud similar y también de cierta regularidad y orden, de modo que dicha información debe proceder de cuerpos físicos que obedezcan a leyes físicas también rigurosas.

Y lo que se plantea este autor es lo siguiente: ¿se podría alcanzar ese mínimo de estabilidad, regularidad y exactitud en estructuras físicas compuestas por un número reducido de átomos? Es sabido que los átomos describen movimientos desordenados, lo cual impide describir leyes estables de comportamiento considerando únicamente un número reducido de los mismos. Sólo cuando alcanzan ya cierto número empiezan a ser aplicables las leyes estadísticas para controlar el movimiento, ya no de cada uno de ellos, sino del comportamiento del conjunto. Control o definición del movimiento que va ganando en exactitud conforme aumenta el número de átomos incluidos en el conjunto, hasta que, los procesos adquieran ‘un aspecto verdaderamente ordenado’. Es por esto que los cuerpos, para que puedan existir, necesitan el número mínimo de átomos cuyo comportamiento sea estable. Y esto no se consigue con unos pocos. Así lo explicó Gamow en su famoso libro Biografía de la física, haciéndose eco de este planteamiento de Schrödinger, comentando el famoso ‘demonio de Maxwell’: «“¿Por qué los átomos son tan pequeños?” A primera vista esta pregunta parece en absoluto sin sentido, pero lo tiene y se puede responder si se invierte y preguntamos: ¿Por qué somos tan grandes (comparados con los átomos)? La respuesta es sencillamente que un organismo tan complejo como un ser humano, con su cerebro, sus músculos, etc., no puede ser construido con unas cuantas docenas de átomos del mismo modo que no se puede construir una catedral gótica con unas cuantas piedras. (…). Cuanto más pequeño el número de partículas,  tanto mayores las fluctuaciones estadísticas en su comportamiento, y un automóvil en el cual una de las cuatro ruedas saltara espontáneamente para convertirse en el volante mientras el radiador se convertía en el depósito de gasolina y viceversa, no sería un vehículo que se pudiera conducir. Del mismo modo, un demonio de Maxwell, real o mecánico, haría tantos errores al manejar las moléculas que todo el intento fracasaría por completo».

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