13 de agosto de 2019

El tránsito al conocimiento filosófico

Tuve recientemente una conversación con unos amigos, en la que tuve que romper una lanza en favor de la filosofía, acorralado como estaba frente a una crítica furibunda contra ella. La verdad es que me es difícil hacer comprender a personas no familiarizadas con ella qué aporta estrictamente la filosofía, tanto a las personas en general como a otras disciplinas (ciencias naturales, psicología, economía…).

Un tópico de la filosofía es la reflexión sobre el modo en que el ser humano se relaciona con su entorno, tanto con la realidad como con los demás. No solemos hacernos cuestión de este problema hasta ya cierta edad, momento hasta el cual hemos podido vivir sin mayores problemas, más allá de los propios de cualquier vida. En un determinado momento, cada uno posee en dicho presente un bagaje de conceptos, interpretaciones, creencias, prejuicios, predisposiciones, inquietudes… la mayoría de los cuales no sabrá muy bien por qué los posee: los tiene y ya está. Ciertamente, la mayoría de toda esta mochila nos ha sido dada, e incluso aquella parte que ha dependido de alguna manera de nuestras propias decisiones, las cuales han solido darse sin ser demasiado consciente de ellas en el sentido que estamos comentando. Desde que éramos pequeños, y conforme hemos ido creciendo, ese bagaje ha ido creciendo y se ha ido especializando en distintas direcciones, aquellas que tienen que ver con la vida de cada cual (tanto a nivel personal como profesional). Ya digo, somos como somos, sin saber muy bien por qué hemos llegado a ser como somos: sencillamente, lo somos.

Esta es la actitud que, por lo general, compartimos todos, desde la cual estamos situados en el mundo desde una actitud —digamos— cotidiana, natural se suele decir. Y, desde esta actitud, no solemos hacernos eco de la complejidad de dicho proceso, ni de lo difícil que es el fenómeno del conocimiento. Seguramente, tampoco nos es necesario: la actitud natural del ser humano suele ser una actitud confiada en cuanto a la posibilidad de relacionarse con la realidad, y de conocerla; y así debe ser. La vida natural no pone en cuestión la validez de su conocimiento, la da por buena y ya está; y si hubiera algún error, la propia realidad de las cosas ya se ocupará de hacérnoslo saber.

A lo largo de la historia humana, esta actitud ha sido la normal en todas las disciplinas de conocimiento, no sólo en la vida cotidiana. Independientemente de la complejidad asociada a cada disciplina para conocer su ‘parcela’ de realidad, qué duda cabe, siempre ha solido haber cierta confianza en la posibilidad de, efectivamente, poder ir avanzando en su tarea, en su empresa de progresar cada vez un poco más en el conocimiento de la realidad tanto material como viva (y humana). Todas ellas, en su ejercicio propio, han supuesto de alguna manera la validez del conocimiento como un dato de partida, como un presupuesto sin el cual difícilmente podrían alcanzar sus respectivos objetivos.

Con el paso del tiempo comenzaron a surgir interrogantes sobre las posibilidades del propio conocimiento, sobre su valor y sus límites. Es decir, hasta qué punto nuestro conocimiento nos ofrece una versión más o menos fidedigna de la realidad y, si es así, hasta dónde se puede llegar en nuestro progresar: ¿a toda la realidad?, ¿a una parte sólo?, ¿a cuál? Si nos fijamos, aquí no se trata de conocer parcelas de la realidad, sino de conocer nuestro modo de conocer, de analizar el ejercicio de nuestras facultades cognoscitivas. Se trata de un conocimiento de otra índole: es un conocimiento crítico, y este conocimiento es específicamente filosófico.

No se trata de una crítica dirigida hacia el conocimiento aplicado a un campo del saber, que de eso ya se encarga su respectiva disciplina, sino que es el conocimiento en general el que es puesto en tela de juicio.

Que hay conocimiento es un hecho. Nadie puede negar su valía en orden, sencillamente, a mantener en vida a un ser vivo, sea humano o animal; no se puede negar su utilidad para desenvolvernos en la vida. Por lo general, las facultades de cualquier ser vivo son suficientes para relacionarse adecuadamente con su entorno, para poder conocerlo; y algo así nos ocurre a nosotros también. ¿Dónde está el problema, pues? Pues en que, y de modo específico en el caso humano, no todo conocimiento es de esta índole; y este salto de un tipo de conocimiento a otro es fundamental.

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