22 de octubre de 2019

Para leer 'Sobre la libertad', de John Stuart Mill

Cuando Mill aborda en esta obra el problema de la libertad, no lo quiere plantear en tanto que concepto, o en tanto que problema metafísico, tal y como ha sido planteado por la tradición clásica cuando reflexionaba sobre el problema del libre albedrío, etc. Él se la plantea desde una perspectiva —digamos— más fáctica, relacionada con cómo se gestiona la libertad en las sociedades democráticas, atendiendo no a cómo debería ser o cómo nos gustaría que fuera la libertad social, sino a cómo de hecho se da ese difícil equilibrio entre el poder del Estado y la vida de los individuos en el seno de una democracia liberal, como es la suya (Inglaterra, durante la primera mitad del siglo XIX).

¿Hasta qué punto podemos establecer la originalidad de Mill en esta obra? En el siglo XVII había grandes figuras en la tradición inglesa, como Bacon, Hobbes o Locke; pero en su pasado inmediato parece que, exceptuando a Jeremy Bentham (quien, por cierto, influyó notablemente en su educación, y en el que se apoyó fuertemente para su propio pensamiento), parece que no hubo nadie más. Y, a sabiendas de que Mill modificó bastante los planteamientos de Bentham, pues sí que se puede afirmar que, efectivamente, le da cierta pátina de originalidad a su pensamiento.

Un argumento a favor de este carácter de originalidad de sus escritos puede hallarse en una circunstancia particular: la propia dinámica de la historia. Me explico. Cuando John Stuart Mill reflexiona sobre la sociedad inglesa, la democracia liberal ya lleva cierto camino andado. Frente a otros regímenes políticos anteriores, la democracia fue recibida con mucha ilusión y con muchas expectativas: por fin el pueblo iba a ser gobernado por el pueblo. Sin embargo, como él mismo dice muy agudamente en su introducción, el éxito saca a la luz errores y defectos que el fracaso no permite observar (máxima que puede ser extendida a cualquier ámbito de la vida, tanto social como también individual). Pues bien: el caso es que cuando escribe en 1859 Sobre la libertad, la democracia ya lleva bastantes años en marcha, y es entonces cuando comienzan a aflorar defectos que antes no podían haber sido tenidos en cuenta.

Por este motivo podemos decir que, consecuentemente, el modo que tiene Mill de tratar el problema de la libertad en las sociedades democráticas sí que es original porque, independientemente de la agudeza y del tino de este autor, los autores anteriores no gozaban de la información que él ya poseía, en referencia a los difíciles equilibrios que surgen en el seno de las incipientes democracias liberales.

A mi modo de ver, creo que es importante situarse en el punto de vista anglosajón para poder extraer el máximo provecho de la lectura de sus autores. Algo que para un espíritu continental no es fácil, porque poseemos una cosmovisión diferente (por lo menos un servidor). Esto posee un aspecto bueno y otro menos bueno, diría yo. Éste último lo relacionaría con el hecho de que no podemos encontrar en ellos las respuestas que nosotros estamos buscando. Creo que no me equivoco al afirmar que tenemos cierta tendencia a buscar los fundamentos de las cosas y de las acciones de los hombres, no tanto con la idea de querer desprender de ahí ningún tipo de normatividad universal sino, sencillamente, por la convicción de que las cosas no se deben únicamente a sí mismas, y anhelamos saber ese ‘por qué’ que va más allá de una descripción fáctica, y su consecuente explicación fáctica también. Y creo que, precisamente en este aspecto, la filosofía anglosajona en general y la de Mill en particular, posee una debilidad, porque a menudo presupone algunos principios, digamos, indiscutibles, cuando esa indiscutibilidad no es para nada evidente en su sistema filosófico. Muestras hay de ello en el texto. No basta con afirmar —tal y como yo lo veo— que tal cosa funciona, sino que habría que intentar argumentar por qué efectivamente tal cosa funciona. Si funciona —se podría preguntar—, ¿por qué quieres ir más allá de ello? Pues yo diría porque la filosofía siempre va en búsqueda de la verdad, y dicha búsqueda nos impulsa más allá de lo fáctico, por muy bien que funcione.

Pero esta diferencia de cosmovisiones —como decía— también tiene un lado bueno y que, sin duda, se erige en un atractivo indiscutible, como es el enriquecimiento que supone el esfuerzo mental de abrirse y de intentar comprender una cosmovisión diferente a la de uno. Nunca seremos conscientes de lo dirigidos o condicionados que estamos por nuestra cosmovisión de las cosas, en todos los niveles; y cuanto más sea así, más difícil nos será situarnos en otros cuadros de coordenadas, hasta llegar al punto de sencillamente ignorarlos, cuando no de estigmatizarlos. De ahí al dogmatismo sólo hay un paso. Porque, efectivamente, salir de nuestros esquemas es complicado; con ello no quiero decir que necesariamente otras cosmovisiones sean mejores que la nuestra, sino que, precisamente para dirimir esta cuestión, es preciso poder valorarlas en su justa medida, y eso no es fácil. No es fácil, y en esta dirección hemos de trabajarnos, pues lo fácil es ignorar y estigmatizar porque lo nuestro es mejor cuando, las más de las veces, supone un enriquecimiento en tanto que nos ofrecen modos complementarios de percibir las cosas.

Pues bien, en este sentido, si no buscamos respuestas fundamentales en Mill, creo que nos sorprenderá su agudeza a la hora de explicar los resortes y los procesos que se dan en el seno de la sociedad democrática de modo que, aunque sus reflexiones se enmarquen en el ámbito de ‘su’ sociedad democrática, creo que son en gran medida aplicables a ‘nuestra’ sociedad ¿democrática? del siglo XXI. Lo cual nos puede ayudar a conocernos mejor y a resolver nuestros problemas también mejor.

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