16 de junio de 2020

La ciencia se hace entre muchos: el descubrimiento del neutrón

El año 1932 fue un año interesante, en lo que el conocimiento de la materia subatómica se refiere. Desde un par de décadas antes, se pensaba que los dos constituyentes básicos de la materia eran el protón y el electrón, ambos con cargas opuestas, si bien el electrón de una masa mucho menor que el protón. El átomo más ligero de nuestra naturaleza, el del hidrógeno, está efectivamente formado por ellos: un protón situado en el centro de la órbita que describía un electrón girando a su alrededor. Y se pensaba que, los átomos de los elementos más pesados, estaban formados por un conglomerado de protones y electrones en el centro, en el núcleo, más los electrones que orbitaban a su alrededor. Como nos dice De Broglie, «este esquema poseía una bella sencillez que parecía muy satisfactoria para el espíritu». Esta idea ―ser muy satisfactorio para el espíritu― presenta un doble filo pues, este hallazgo satisfactorio muy bien puede deberse a la realidad de las cosas, aunque también muy bien puede ser muestra de cierto acomodo de nuestro espíritu, dándose por contento antes de lo recomendable. A la postre resultó lo segundo, porque pronto se vio que este modelo presentaba ciertas dificultades, que el descubrimiento del neutrón contribuyó a resolver.

Si bien la idea de que la materia estaba compuesta por elementos pequeños a modo de ‘ladrillos’ estuvo en la mente de los hombres desde antiguo (pensemos en los filósofos presocráticos) no fue hasta relativamente hace muy poco tiempo que podemos poseer evidencia experimental la cual, como suele ocurrir en este tipo de cosas, comenzó por un accidente, por una sorpresa. Ello ocurrió cuando, en 1896, Becquerel descubrió por azar la radiactividad del uranio; suceso a partir del cual la historia de los descubrimientos se desplegó cual hilo de Ariadna. Es difícil imaginar qué pasaría por la cabeza de Becquerel en este momento, un suceso ciertamente inusitado, gracias al cual la materia se transformaba, pasaba a ser otra cosa, auténtico sueño de la alquimia medieval. Dos años más tarde, el matrimonio Curie descubrió el radio, más radiactivo que el uranio. Fueron necesarios muchos trabajos, como los de Rutherford, para que Bohr expresara su teoría atómica en el año 1913, apoyándose en los experimentos de aquél, y gracias a la cual sabemos que es el núcleo el responsable de las transformaciones radiactivas.

Como suele ocurrir, en el olimpo de la historia sólo quedan algunos nombres, cuando sus protagonistas son bastantes más, muchas veces desconocidos. Éste es el caso (con permiso de los alemanes Bothe y Becker) de Frédéric Joliot, casado con la hija de los Curie, Irène, en 1926, quienes trabajaron silenciosamente en la dirección oportuna para que se pudieran seguir dando los sucesivos descubrimientos, en concreto el que nos ocupa: el del neutrón. Curiosamente, ya Rutherford anunció la posibilidad de su existencia, aunque todavía no se pudo conseguir ninguna evidencia experimental. Si Chadwick pudo confirmar la existencia del neutrón, fue gracias a todos ellos.

¿Cómo ocurrió la cosa? En el año 1930 hubo dos físicos, Bothe y Becker, que hicieron una experiencia misteriosa, a la que no pudieron darle explicación. Se dieron cuenta de que, en la radiación del polonio, junto con partículas α (que entonces se asociaban a núcleos de elementos ligeros; hoy en día se asocian a núcleos de helio formados por dos protones y dos neutrones), se daba otra radiación muy penetrante, y que no supieron identificar. Pensaron identificarla como rayos γ (de carácter electromagnético), pero el caso es que era mucho más penetrante que cualquier radiación γ hasta entonces conocida. Ciertamente, ni ellos ni el entorno científico de la época era capaz de identificarla. Unos de los científicos interesados fueron los integrantes del matrimonio francés. El caso es que el joven matrimonio poseía, gracias al laboratorio de los Curie, una cantidad generosa de polonio para poder trabajar, así como mucha experiencia en el manejo de las cámaras Wilson, empleadas para identificar el desplazamiento de partículas por la estela que dejan en un medio gaseoso. Fue precisamente el uso de las cámaras Wilson lo que permitió obtener ciertas conclusiones, ya que los dos alemanes empleaban otra metodología (contadores de puntas). El reto estaba, pues, en identificar qué era esa radiación tan penetrante.

Pues bien, Frédéric e Irène repitieron la experiencia de los científicos alemanes teniendo en mente la siguiente idea: que esta radiación que habían descubierto Bothe y Becker tan penetrante, muy bien podía provocar la emisión de radiaciones menos penetrantes; es decir, que la radiación desconocida podía provocar radiaciones ya conocidas. Y en este sentido emplearon las cámaras Wilson, observando cómo, efectivamente, esta radiación misteriosa era capaz de proyectar a grandes velocidades los núcleos de los átomos de los cuerpos que atravesaba. «Consiguieron así fotografiar las trayectorias neblinosas que marcan el paso de los núcleos de los átomos proyectados e identificarlos con los núcleos de hidrógeno, de helio y de nitrógeno». Sin embargo, esto, lejos de solucionar nada, amplió el misterio. ¿Por qué? Como decía, esta radiación se pensaba que era de tipo γ, es decir, de carácter electromagnético; y el caso es que, hasta la fecha, ninguna radiación de este tipo había sido capaz de provocar la proyección de los núcleos identificados, relativamente muy pesados.

Aquí entra en escena Chadwick, el cual supo interpretar adecuadamente estos resultados confusos, gracias también a una tecnología más desarrollada que la que se tenía en el Instituto del Radio. En las experiencias comentadas, se habían visto también desplazarse a velocidades muy elevadas electrones, pero se pensaba, acertadamente, que no eran capaces de movilizar estos núcleos tan pesados; para hacerlo, se necesitaban partículas mucho más pesadas que los electrones, del orden de magnitud del protón. Chadwick tuvo el acierto de unir esta deducción, con aquella intuición que ya en su día tuvo Rutherford, en relación a la existencia de partículas no cargadas electrónicamente, hipótesis que no conocían los otros físicos. La teoría de Chadwick es, ya, evidente: estas partículas, pesadas como los protones, capaces de desplazar núcleos pesados al ser bombardeados por ellas, no eran sino los neutrones de Rutherford. Acto seguido, se multiplicaron los experimentos para analizar las propiedades de estas nuevas partículas, también por parte del joven matrimonio francés. Una de sus hipótesis ―y que ellos no pudieron demostrar― fue la conocida como captura electrónica, según la cual los núcleos atómicos son susceptibles de capturar electrones que orbitan a su alrededor, dando así nacimiento a un nuevo elemento. También obtuvieron la primera medición exacta de la masa del neutrón, ligeramente superior a la del protón (desdiciendo a la propuesta del mismo Chadwick). Dicha medición se anunció en el Consejo Solvay de 1933, y fue muy aproximada a las cifras que se barajan hoy en día.

Este descubrimiento fue un hito importante de un camino que continúa hasta hoy en día, momento en el que se conocen ya más de veinte partículas fundamentales. Fue en un trabajo posterior de Heisenberg donde se confirmó que el núcleo atómico no estaba compuesto por protones y electrones, sino por protones y neutrones, de masa prácticamente igual, uno cargado positivamente y el otro sin carga. Incluso los consideró como dos estados diferentes de una misma partícula, el nucleón, uno cargado positivamente y el otro neutro.

9 de junio de 2020

La reflexividad nacional

Comentaba en este post una primera idea de Ortega y Gasset, extraída de su ensayo “Sobre los Estados Unidos”. Voy a comentar otra que, igual que la anterior, creo que su actualidad es manifiesta. En su opinión, es muy estrecha la vinculación que hay entre la idea de Estado que una determinada nación pueda tener, y el Estado real en el que vive; como dice él mismo, «lo que el Estado sea en una nación, simboliza la idea que esa nación tiene de sí misma». Se puede decir que el Estado es el reflejo de lo que la nación piensa de sí misma: es lo que denomina reflexividad nacional. Esta reflexividad nacional puede ser más consistente o menos, más pensada o menos, más fundamentada o menos, más epidérmica o menos, más inopinada o menos. ¿De qué depende?

El filósofo madrileño piensa que, para que la reflexividad nacional posea mayor calado, es necesario conocer su historia, algo que en sus años ya echaba de menos (¿qué diría si levantara hoy la cabeza?). Quizá fuera la falta mayor de su tiempo; dice: «nunca, desde el siglo XVI, el hombre medio ha sabido menos del pasado. Ahora bien, adjunta a sus desventajas, la superioridad de una civilización vieja es la experiencia histórica acumulada que le permitiría evitar las fatales e ingenuas caídas de otros tiempos y otros pueblos. Conforme un ciclo histórico avanza, los problemas de convivencia humana son más complejos y delicados: sólo una refinada conciencia histórica permite solventarlos. Pero si se encuentra con problemas muy difíciles y su mente, por haber perdido la memoria, vuelve a la niñez, no hay verosimilitud de buen éxito. Los errores mortales de otras épocas volverán indefectiblemente a cometerse».

Esta ignorancia, es uno de los grandes errores en que cae la sociedad, abriendo la puerta a cualquier tipo de abusos autoritarios por parte del Estado. El hombre que no tiene curiosidad por su pasado, por su historia, dedica su vida a actividades más o menos superficiales, todo lo cual lo convierte, quiérase o no, en un ser manipulable. Pensando que su vida es libre, el caso es que sólo elige realizar actividades triviales, totalmente inocuas para aquellos que, de verdad, están manejando los hilos de la sociedad.

La espontaneidad del hombre trivial es una espontaneidad liviana, pero no una espontaneidad honda, vital, preocupada por su devenir y el de su sociedad. Esta despreocupación ignorante, le pone a merced de la autoridad del Estado, en quien confía ciegamente, hasta que quizá sea demasiado tarde. «Se ha olvidado, o no se ha querido aprender, que no hay nada más peligroso para una nación o conjunto de ellas, que pasar la raya en la intervención y autoritarismo del Estado. Cualesquiera sean las últimas causas de la ruina del Imperio romano y de la civilización grecorromana, es indubitable que la más inmediata consistió en el aplastamiento de la espontaneidad social por un Estado desproporcionadamente perfecto. El Estado romano aniquiló, secó hasta la raíz la vida de aquel mundo espléndido». Esto es algo que ―en su opinión― ocurría en la Europa de 1929, fecha de este escrito. Por lo general, la solución a los grandes problemas se delegaba en el Estado, lo cual lleva irrevocablemente a una salida; esta renuncia a la propia responsabilidad de todos y de cada uno en beneficio del Estado, significa que éste acabe absorbiendo ‘todo el aire respirable y aplaste individuos y grupos’. Riesgo que ya fue puesto de manifiesto por John Stuart Mill quien, en Sobre la libertad, destacaba la tendencia por parte de los poderes estatales a alcanzar cotas de poder cada vez más elevadas, en ese difícil equilibro entre las libertades individuales y las obligaciones sociales.

Partiendo de aquí, la pendiente que conduce hacia la condición del estado totalitario ―tal y como lo entiende Hannah Arendt― es suave y resbaladiza. Un modo de organización en todo se presenta como una dimensión de lo político: las distintas dimensiones de la sociedad (jurídica, económica, educativa, sanitaria, etc.) no son sino problemas políticos; el camino hacia el totalitarismo es el camino en el que todas las cosas y aspectos sociales se van tornando políticas, convirtiéndose la política en la única clave desde la que leer todas las cuestiones sociales y personales. Para ello es precisa una maniobra de desarraigo, para que todo individuo se sienta radicalmente sólo, sienta rota cualquier relación con los otros. A lo que tiende el totalitarismo es a la destrucción de la vida privada, de las relaciones personales de confianza, fruto de las cuales se crean vínculos sociales y de pertenencia a la realidad. Una sociedad atomizada, en la que todos están juntos, pero que se erigen en perfectos desconocidos, cuando no en sospechosos de cualquier amenaza. La sociedad ya no es sociedad, es masa, una mera agregación de individuos incapaz de solidarizarse por algo así como el bien común, y ya no porque no sea preciso, sino porque una sociedad en la que prima la soledad y el desarraigo ya no puede hacer nada. El gran reto del totalitarismo no es gobernar despóticamente a una sociedad, sino que los hombres sean superfluos, banales: hombres masa. Y el hombre masa no se consigue tanto por un poder opresor, como por un convencimiento fruto de una comunicación debidamente orientada, patrimonio del discurso común. El gran éxito del estado totalitario es que el ciudadano, con plena convicción, abandone su vida personal en beneficio de la vida pública, sintiéndose en legítimo ejercicio de su libertad. Se busca la división, el enfrentamiento entre los ciudadanos, romper relaciones, romper lazos. Con Hannah Arendt lo totalitario deja de referirse únicamente a los tristes totalitarismos del siglo XX (entre otros) para erigirse en una categoría filosófica.

Pero claro, esto es un arma de doble filo, porque, en definitiva, supone el mayor error en que puede caer un Estado. «Si esta tendencia no es vencida pronto ―continúa Ortega―, el Estado notará que no puede vivir de sí, que no es él mismo vida, sino máquina creada por la vitalidad colectiva; por ello, menesterosa de ésta para conservarse, lubrificarse y funcionar. Bolchevismo y fascismo son dos ejemplos de esta solución elemental y anacrónica —dos ejemplos de primitivismo político que irrumpe en una civilización donde los problemas son de madurez y de alta matemática».

Y ello, ¿por qué? Pues básicamente porque el saber hacer no se aprende así porque sí, sino que necesita el continuo roce y contraste con la realidad de las cosas, único modo que uno aprenda a adquirir esa sensibilidad gracias a la cual podrá dirigirse bien en la vida y, por ende, dirigir a los demás. Recuerdo una idea que Bertrand Russell dijo en su Elogio de la ociosidad que creo que puede ser de aplicación aquí. Dice Russell: «Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la disposición de la materia en, o cerca de, la superficie de la tierra, en relación con otra materia dada; la segunda: mandar a otros que lo hagan. La primera clase de trabajo es desagradable y está mal pagada; la segunda es agradable y muy bien pagada. La segunda clase es susceptible de extenderse indefinidamente: no solamente están los que dan órdenes, sino también los que dan consejos acerca de qué órdenes deben darse. Por lo general, dos grupos organizados de hombres dan simultáneamente dos clases opuestas de consejos; esto se llama política. Para esta clase de trabajo no se requiere el conocimiento de los temas acerca de los cuales ha de darse consejo, sino el conocimiento del arte de hablar y escribir persuasivamente, es decir, del arte de la propaganda». Ojalá políticos de talla no dejasen la política a tan baja altura.

2 de junio de 2020

Posibilidades de la metafísica: de Kant a Driesch

Quizá sea esta frase que da nombre al título, una de las preguntas más famosas de la historia de la filosofía, realizada por Immanuel Kant en su Crítica de la Razón Pura. Su modo de explicarla creo que es sugerente. Ciertamente, nuestra razón tiene un destino singular, ya que se siente acosada por cuestiones que, si bien no puede rechazar, difícilmente puede darles respuesta. Las cuestiones a las que se refiere el filósofo de Königsberg son cuestiones tales como el problema de Dios, o el del fundamento de la realidad, o el de la vida y su sentido… Y es una situación paradójica porque, si se las puede plantear, es porque de alguna manera pertenecen a la misma naturaleza de la razón, pero, si no puede responderlas, es porque supera sus propias posibilidades.

Pero, ¿las supera siempre? A mi modo de ver la respuesta kantiana es negativa porque, en su discurso, si bien cierra la puerta al afrontamiento del problema de la metafísica desde una razón especulativa, teórica, no hace lo propio desde otro uso de la razón: el práctico. Hacia algo así apunta también Agustín Andreu, un sacerdote valenciano con el que María Zambrano mantuvo una relación epistolar más que interesante, recogida en el famoso epistolario de La Pièce; afirmaba Andreu que, si bien, el estado ‘ilustración’ es un estadio normal en la vida con inteligencia, las cuestiones metafísicas, muchas de las cuales se han articulado en la historia alrededor de la ‘religión’, son la expresión de datos inevitables de esa misma inteligencia de la vida, concretamente del sentimiento de trascendencia que acusa la inteligencia humana de mil formas. Pero volvamos a Kant.

Para Kant, no es que tengamos muchas razones, sólo tenemos una; pero esta razón puede ser ejercida según distintos usos, cada uno de los cuales trata en sus dos primeras grandes críticas: el teórico y el práctico. A mi modo de ver no es sencillo distinguir ambos usos. El primero ―el teórico― es más sencillo, pues es al que estamos más acostumbrados: pensar, razonar, reflexionar… trabajar con ideas, podríamos decir. El segundo ya es más complejo, porque cuando Kant habla de razón práctica no se refiera a ‘pensar la ética’, en reflexionar sobre ella, igual que podríamos reflexionar sobre cualquier otra cosa, sino a ejercerla para obtener una noticia de las cosas alternativa a lo especulativo, que podríamos encuadrar dentro de lo experiencial. No todo conocimiento es especulativo; hay también un conocimiento de carácter experiencial, mediante el cual, si bien no podemos alcanzar una certeza lógica, científica, sí que se puede alcanzar evidencia, una evidencia práctica.

Si digo esto es para introducir el hecho de que, efectivamente, para Kant no es legítimo encarar las cuestiones metafísicas desde una perspectiva teórica; desde este uso de la razón, lo más que podemos hacer es constatar la existencia de estas cuestiones, pero no darles respuestas, salvo que caigamos en algún tipo de dogmatismo, pues permanecen ajenas a lo que se puede conocer según la metodología propia de este uso de la razón. De ahí su crítica a la metafísica clásica. Pero no así desde su uso práctico, lo que implica un planteamiento diverso, con unas categorías de conocimiento (práctico) diversas a las del uso teórico de la razón. De esta manera, abrió Kant un camino en la modernidad que ha sido seguido en la contemporaneidad, un camino de investigación filosófica el cual, de modo más o menos explícito, va a tener sus seguidores, precisamente porque va a permitir plantearse las grandes cuestiones de la vida desde otro cuadro de coordenadas.

Insisto en que cuando Kant habla de una razón práctica, no habla tanto de ‘pensar la ética’, de pensarla desde una razón teórica, de ‘pensar la vida’, sino más bien de vivirla; se trata una razón experiencial, vivida, sentida… experienciada, que son dos cosas radicalmente diversas; tanto que es ciertamente complejo hacernos eco de ello. La razón práctica y la teórica son diversas, pero no independientes ya que, en definitiva, se tratan de dos usos de una misma y única razón.

Para afrontar los problemas metafísicos, la solución que plantea Kant es, pues, una razón experiencial, práctica, desde la cual se abre un camino para poder dar respuesta ‘racional’ a los problemas metafísicos. Porque, el hecho de que este carácter racional se deba al uso práctico no implica que sea menos racional que el que se le suele otorgar a la racionalidad teórica, especulativa, reflexiva, científica si se quiere. Porque, como digo, se trata de la misma y única razón, según dos usos distintos. Este planteamiento ha tenido sus detractores y sus seguidores. Para algunos ese uso práctico o experiencial de la razón no era sino un irracionalismo, precisamente por no encajar en el marco de la razón especulativa. Creo que aquí viene al caso una frase que parece que dijo Einstein en su día, a saber: “Los enemigos más encarnizados de nuestras ideas son aquellos que no las entienden”. ¡Con qué frecuencia fue tildado Bergson de irracional, por poner un ejemplo! Claro, desde un marco especulativo, este planteamiento es irracional, porque escapa a sus posibilidades. Otra opción es, si bien este modo de conocer no cabe en el uso teórico de la razón, si no pudiera ensancharse el uso de la razón para que englobara, y pudiera encarar, todo el ámbito de reflexión que se abre prácticamente. De hecho, cuestionar el aspecto teórico de la razón para afrontar las cuestiones metafísicas no es para Kant algo negativo, todo lo contrario. Él mismo lo digo en su famoso Prólogo a la segunda edición: «De ahí que una crítica que restrinja la razón especulativa sea, en tal sentido, negativa, pero, a la vez, en la medida en que elimina un obstáculo que reduce su uso práctico o amenaza incluso con suprimirlo, sea realmente de tan positiva e importante utilidad». En su sentir, reducir la razón a su uso teórico es eso, un reduccionismo; porque, si sólo se usa la razón teóricamente, no se considera su uso práctico. Y, si se consideran sus limitaciones, ello revierte en un reconocimiento de esta dimensión práctica. Seguramente sea pueda rastrear hasta aquí el origen del raciovitalismo orteguiano.

Sin embargo, cabe plantearse si las cuestiones metafísicas están necesariamente vedadas a la razón especulativa. Hans Driesch escribió un librito, Metafísica, en el cual se planteaba esta cuestión, en el que explica las posibilidades y las dificultades de poder hablar sobre este asunto filosófico tan complejo, pero no tanto desde este planteamiento práctico o experiencial, sino desde el teórico o especulativo que Kant desestimó. Driesch era consciente de la complejidad de esta empresa, sobre todo tras el pensamiento moderno: conocía perfectamente lo complejo que es hablar del ser ‘en sí’ frente al ser ‘para mí’; lo complejo que es plantearse el concepto de ser ‘tras’ la experiencia, ‘allende’ que diría Zubiri. Sin embargo, su planteamiento, autocrítico en todo momento para no dar dogmáticamente pasos en falso, me ha parecido muy interesante; e incluso creo que puede servir para comprender el pensamiento metafísico de Xavier Zubiri, pues he visto en él ciertas similitudes con el del filósofo vasco, que creo nos puede aportar algunas claves para poder acercarnos a él con pasos (tímidamente) más firmes, pensamiento en el cual parece que actualiza esa razón experiencial kantiana.

26 de mayo de 2020

Aritmetización de enunciados meta-matemáticos

Con la aritmetización del sistema del cálculo formal (que vimos en este post) no hemos hecho sino seguir el primer paso de Gödel. El segundo paso tiene que ver con lo que reza el título de este post. Sabemos que, de cada sistema de cálculo, se pueden realizar enunciados meta-matemáticos (tal y como hacía Richard, aunque él no lo hiciera de modo adecuado). Pues bien, algo así fue lo que Gödel trató de hacer: un mapeo de enunciados meta-matemáticos, en definitiva. Su idea de partida fue que «todos los enunciados meta-matemáticos acerca de las propiedades estructurales de expresiones dentro del cálculo pueden reflejarse adecuadamente dentro del cálculo mismo». Es decir: probar el conjunto de todos los enunciados meta-matemáticos puede definirse empleando únicamente las propiedades del sistema aritmético definido.

¿Cuál fue su modo de razonar, para no caer en el mismo error que Richard? Básicamente se puede explicar así. Si se ha conseguido asociar un determinado número a cualquier expresión en el seno de un sistema de cálculo, análogamente se podrá asociar también un determinado número a todo enunciado meta-matemático asociado a la expresión de dichas relaciones; es decir, cualquier expresión meta-matemática acerca de las relaciones entre los elementos del sistema, puede construirse como una expresión acerca de los números de Gödel correspondientes, así como de sus relaciones, mediante elementos del propio sistema. ¿Cuál sería la diferencia con Richard? Pues que estos enunciados meta-matemáticos estarían íntimamente vinculados a la ‘naturaleza’ (podemos decir) del mismo sistema formal (cosa que no ocurrió en el planteamiento de aquél, cuyos enunciados eran extra-matemáticos, o ajenos a la ‘naturaleza’ del sistema formal al que hacían referencia).

Según esto, los enunciados meta-matemáticos quedarían también aritmetizados. Si lo he entendido bien, lo que quiere hacer Gödel es lo siguiente. Decimos una expresión meta-matemática sobre las relaciones formales. Dicha expresión, se refiere, efectivamente, a elementos del sistema formal y sus relaciones, a cada uno de los cuales le corresponde un número de Gödel. Pues bien, dicho enunciado meta-matemático se puede expresar también mediante números de Gödel, de modo que a cada enunciado le corresponderá su número de Gödel. Así, todo enunciado meta-matemático tendrá su correspondiente número de Gödel y, lo que es más interesante, entrará a formar parte del sistema formal que se había definido. Al formalizar los enunciados meta-matemáticos, éstos pasan a formar parte del propio sistema formal. Es un mapeo de los enunciados meta-matemáticos sobre un sistema formal, en el propio sistema formal.

Un ejemplo de mapeo que nos puede servir para comprender esto, y toda la información meta-matemática que implica, y que nos explican Nagel y Newman, es el de los números que nos son asignados cuando estamos a la espera de que nos atiendan en el supermercado . Si yo tengo el número 42, y otra persona el 35, no hace falta que el dependiente nos diga nada: sabemos que, en principio, por lo menos han ido a comprar 42 personas, y que la otra persona va antes que yo, etc. Mi situación en la cola, y todo lo que ello conlleva, queda expresado en un simple número. Del mismo modo, cada enunciado meta-matemático sobre el sistema formal, queda ‘resumido’ en una cifra; y esa cifra, siguiendo el camino inverso, nos lleva a ese, y sólo a ese, enunciado meta-matemático. De este modo, las relaciones de dependencia lógica que podamos establecer entre dichos enunciados, quedarán perfectamente reflejados en las relaciones de dependencia entre sus expresiones meta-matemáticas correspondientes.

Supongamos una expresión ‘a’, la que sea, que tendrá un número de Gödel. Supongamos otra ‘b’, que está contenida en aquella; es decir, que es una parte de aquélla, y que tendrá por su parte otro número de Gödel. La relación que hay entre ambas expresiones es que ‘una está contenida en la otra’, es decir, que la fórmula menor está contenida en la fórmula mayor. Si esto es así, se observa fácilmente que el número de Gödel de la pequeña será un factor del número de Gödel de la grande. Pues bien, siguiendo este esquema, la relación entre ambas también se podría axiomatizar, y calcular su número de Gödel correspondiente; si el enunciado meta-matemático es que la expresión pequeña está contenida en la grande, o que es un factor de la grande, se podría aritmetizar la expresión ‘ser factor de’, de modo que el enunciado meta-matemático expresado más arriba quedaría como ‘b es un factor de a’. Un caso real podría ser el siguiente. Supongamos un axioma (a), que diría (pVp)⸧p’; consideremos la expresión (b) (pVp), la cual se comprueba que es una parte del primer axioma. Pues bien, el enunciado meta-matemático quedaría así: (pVp) es una parte de (pVp)⸧p’. Tendríamos así como una función de dos variables, como lo que tradicionalmente conocemos como f(x,y) que, en este caso, quedaría expresada en el caso de las expresiones a y b. A la función general ‘y está dentro de x’, le aplicamos los valores concretos a y b, y quedaría f(a,b), es decir: ‘b está dentro de a’.

Con esto se consigue algo interesante, a saber: que, una vez mapeados los enunciados meta-matemáticos, gracias a las relaciones de dependencia entre los elementos del sistema formal, podemos, a su vez, investigar sobre las relaciones de dependencia que se puedan establecer entre los enunciados meta-matemáticos. La estructura del sistema formal, nos ayuda a investigar la estructura de las relaciones meta-matemáticas. Y digo ayuda, porque entiendo que esto no es sino un enfoque más determinado por la perspectiva lógico-formal; pero no será el único, atendiendo a otras ‘lógicas’.

Y, todo esto, ¿para qué? A mi modesto entender, lo que pretende Gödel es realizar una afirmación meta-matemática que, una vez ‘mapeada’, es decir, una vez aritmetizada o transformada al lenguaje aritmético en cuestión, demostrar que no puede ser obtenida por la derivación lógica inherente a dicho sistema aritmético. Recordemos que ya vimos que, cuando en un sistema todas sus verdades pueden ser deducidas de los axiomas, dicho sistema no es consistente. Entonces, si queda de manifiesto que existe una afirmación que no es demostrable lógicamente, queda de manifiesto también que el sistema axiomático en cuestión es consistente, ya que no pueden derivarse en él todas las verdades pertenecientes a su ámbito.

19 de mayo de 2020

El principio de la historia efectual

Como continuación de la problemática asociada a la distancia en el tiempo (que veíamos en este post), llegamos a una de las categorías clave de la hermenéutica gadameriana: la historia efectual. ¿Qué significa esta categoría? Lo que nos quiere poner de manifiesto Gadamer es que el ‘efecto’ que tiene la historia en nosotros no sólo se da en el nivel lingüístico o literario, sino también en el pre-lingüístico; a ello apunta, como veremos, cuando hable por ejemplo del peso de la tradición, el cual se ve no tanto en aquello de lo que somos conscientes como en aquello de lo que a menudo no lo somos y nos cuesta traer a la consciencia. En el proceso comunicativo, tan importante es lo que se dice como lo que no se dice; y esto es válido tanto a nivel individual como social o histórico; consecuencia de lo cual es, por otra parte, el tránsito contemporáneo del mero discurso a la ‘acción comunicativa’ más amplia, a los actos del habla en lo que se consideran elementos más allá de los lingüísticos. Es, en definitiva, el diálogo entre razón pura y facticidad, y todo lo que ello conlleva.

Cuando uno posee un interés histórico por algo, ese interés no se apoya únicamente en el deseo de conocerlo, sino también en sus posibles efectos en la historia (en nuestra historia). Esta es una idea que nos puede ser más o menos común. Lo que ya no es tan común es la consideración hermenéutica de este planteamiento. La historia efectual es algo en lo que necesariamente nos encontramos, no podemos evadirnos de ella, emprendamos o no una tarea hermenéutica; y si la emprendemos, debemos hacerlo desde la consciencia de que nos encontramos en el ámbito de la historia efectual: «Ella es la que determina por adelantado lo que nos va a parecer cuestionable y objeto de investigación, y normalmente olvidamos la mitad de lo que es real, más aún, olvidamos toda la verdad de este fenómeno cada vez que tomamos el fenómeno inmediato como toda la verdad». Este es el error del objetivismo histórico, el cual rehúye por desconocimiento dicha situación de partida; pero el caso es que no por desconocimiento deja de ejercer su poder.

La implicación directa de la historia efectual  no es tanto que se cree una disciplina nueva que realice mejor la tarea hermenéutica como el hecho de ser una herramienta a cuya luz se realice y se comprenda mejor la tarea hermenéutica. Ya que su influencia se ejerce siempre, se sea consciente de ella o no; y no únicamente en la disciplina histórica, sino también en otros ámbitos del conocimiento humano, como la investigación científica por ejemplo (tal y como se ha puesto de manifiesto desde la filosofía de la ciencia). También en la propia vida. Se puede tener un saber objetivo y científico del pasado, pero poco nos diría si no tuviésemos con él una comunicación gracias a la intermediación de nuestra sociedad, de nuestro mundo cultural. Lo social está ya ahí cuando lo conocemos y lo valoramos, mucho antes de que lo hagamos conscientemente: antes que como toma de consciencia, lo social existe ‘sordamente y como solicitación’; lo social no surge primariamente como algo explícito que podamos objetivar y analizar (Merleau-Ponty).

Es una utopía pensar que desde nuestra situación lo vemos todo claro. Todo lo contrario. El contexto histórico es precisamente condición de posibilidad de la existencia de una situación desde la que se puede ver, situación necesariamente contextualizada, contextualización que necesariamente se convierte en un horizonte. Cada situación proporciona un determinado horizonte de visión (de comprensión), un horizonte que si bien nos contextualiza (en él) a la vez nos permite ir más allá de nosotros mismos en tanto que nos ofrece un abanico de posibilidades ajenas a las que nosotros nos podamos dar a nosotros mismos.

«El que no tiene horizontes es un hombre que no ve suficiente y que en consecuencia supervalora lo que le cae más cerca. En cambio, tener horizontes significa no estar limitado a lo más cercano sino poder ver por encima de ello».

Es tarea de la hermenéutica, entonces, hacerse con el horizonte adecuado para poder realizar la tarea comprensiva del legado histórico. Un horizonte que históricamente se encuentra ligado al legado de la tradición, y que presenta una conexión con el horizonte de ésta. No se trata desde ‘mi’ horizonte conocer ‘aquel’ horizonte, sino de ‘saber’ que mi horizonte no es sino la continuidad de aquél. Ahora bien, podríamos preguntarnos si nuestro horizonte es ciertamente ‘otro’ respecto a aquel en que quiere situarse. «¿Existen realmente dos horizontes distintos, aquél en el que vive el que comprende y el horizonte histórico al que éste pretende desplazarse?». Igual que una persona no es únicamente una persona aislada, sino que siempre está en comunicación con otros, hablar de un horizonte propio desligado de cualquier otro horizonte es una abstracción: no hay horizontes totalmente cerrados. Nos movemos en nuestro horizonte, y a la vez nuestro horizonte se mueve con nosotros: el horizonte se desplaza como si estuviera encabalgado sobre las crestas de las olas.

En este sentido se puede afirmar la existencia de un gran horizonte que envuelve todos los horizontes localizados y concretos, más allá del nuestro actual. Si esto es así, desplazarnos de nuestro horizonte al del texto no supone sino ser capaz de tomar distancia de nuestro propio horizonte, de elevarnos hasta ese gran horizonte que se da históricamente encabalgándose en las distintas culturas y sociedades, y que nos posibilita esa panorámica más amplia que, sin desatender lo propio, nos permite atender lo lejano y distante porque nos movemos en un mismo horizonte de comprensión. «Ganar un horizonte quiere decir siempre aprender a ver más allá de lo cercano y de lo muy cercano, no desatenderlo, sino precisamente verlo mejor integrándolo en un todo más grande y en patrones más correctos». Ello sin desatender nuestro contexto inmediato, pues es esa atención adecuada a nuestro entorno inmediato lo que nos permite poder elevarnos al horizonte amplio de comprensión, al cual se pertenece.

Un esfuerzo dialógico intenso pero fecundo, que posee dos importantes consecuencias. La primera y la más evidente, que gracias al trabajo de alteridad podemos leer el pasado no desde nuestras expectativas de sentido, sino desde sí mismo (siempre en la medida de nuestras posibilidades). Y la segunda y menos evidente, que a causa de este diálogo vamos autocorrigiendo continuamente nuestros prejuicios hermenéuticos, modificando a su vez nuestro propio horizonte de comprensión, acercándonos al horizonte comprensivo histórico general: «En realidad el horizonte del presente está en un proceso de constante formación en la medida en que estamos obligados a poner a prueba constantemente todos nuestros prejuicios». Más que hablar de distintos horizontes, quizá habría que hablar de un único horizonte que posee ciertas agudizaciones modales según las connotaciones culturales y sociales de cada época. De este modo, la tensión entre el presente y la época del texto se aliviaría y encontraría cauces más fluidos, sin pretender con ello ni mucho menos caer en una homogeneidad anquilosada. La tensión existe, y no puede no existir; pero la consciencia de la existencia de dicha tensión contribuye a la superación de los propios prejuicios (que nos distancia ilegítimamente de ella). «En la realización de la comprensión tiene lugar una verdadera fusión horizóntica que con el proyecto del horizonte histórico lleva a cabo simultáneamente su superación». Para hacer auténticamente dicha fusión es preciso hacerlo desde la conciencia histórico-efectual. Una tarea que a su vez debe realizarse de modo crítico: si bien la hermenéutica es una crítica al conocimiento, la propia tarea hermenéutica debe realizarse a su vez críticamente para no desviarse del objetivo pretendido; la misma hermenéutica ha de ser crítica, empresa que han acometido no pocos autores contemporáneos (Apel y Habermas, Taylor,  Ricoeur…).

12 de mayo de 2020

Sentir: una experiencia activa

Una de las principales conclusiones que uno puede extraer cuando se enfrenta al denso y extenso libro de Maurice Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción, es el acierto en su crítica tanto al empirismo como al racionalismo, en lo que se refiere a sus respectivos fundamentos de los procesos según los cuales adquirimos noticia de nuestro entorno. Su análisis riguroso a veces es sofocante; uno necesita tomar un poco de aire tras leer algunos de sus párrafos. Pero, cuando uno empieza a sentirse más o menos cómodo en sus páginas, observa con deleite ideas más que sugerentes sobre el modo en que el ser humano se relaciona con el mundo, en esta primera toma de contacto que englobamos bajo el nombre de percepción.

Básicamente se sitúa a caballo entre ambos polos, el empirismo y el racionalismo. Porque, no ponemos todo nosotros a la hora de percibir, pero tampoco es que no pongamos nada, y nos limitemos a ‘acusar recibo’ de la información que nos pueda llegar del exterior, para luego elaborarla. En su opinión, lo que ocurre es un proceso circular según el que, para poder percibir, necesitamos un marco previo desde el cual hacerlo; pero, a la vez, ese marco previo sólo surge de una infinidad de pequeñas experiencias que hemos ido elaborando durante nuestra vida en el seno de una cosmovisión compartida.

El sentir no es algo dominado por el sujeto, ni tampoco es algo que le domine; es un proceso activo, no muerto. Es ésta una crítica que realiza sobre todo al empirismo, que ha vaciado el sentir de todo misterio, pues lo ha reducido a la mera posesión de una cualidad; las personas seríamos meros registradores de las cualidades de las cosas que percibimos al ser estimulados. El filósofo francés, entiende que sentir es mucho más que establecer cualidades, o conceptos; y, en esto, se une a la corriente romántica: sentir «designa una experiencia en la que no se nos dan unas cualidades ‘muertas’, sino unas propiedades activas» (FP, 73). Las cualidades puras sólo podrían ser percibidas si el mundo fuese un espectáculo neutro, y nuestros propios procesos fisiológicos, los mecanismos de una máquina que se presentaría al modo de una mente imparcial ante las cosas. Pero no es éste el modo en que el ser humano está situado en la vida, sino que la visión, toda percepción, ya está habitada por un sentido, que es precisamente el que le da una función [a la percepción] en el devenir de la naturaleza, y de nuestra existencia.

El sentir no es algo mecánico, neutro, robótico, sino que reviste a lo percibido de un valor vital, de un halo de significatividad existencial, algo que tampoco es ajeno a otras especies animales, según las posibilidades de cada una.

Nuestro sentir entreteje las partes del paisaje, y éstas con la trama existencial e intencional de cada sujeto que lo percibe. «El sentir es esta comunicación vital con el mundo que nos lo hace presente como lugar familiar de nuestra vida. A él deben objeto percibido y sujeto perceptor su espesor. Es el tejido intencional que el esfuerzo del conocimiento intentará descomponer».

Si esto es así, la comprensión que podamos tener de cómo funcionan el entendimiento y la razón necesita ser revisada, pues se pone de manifiesto cómo ya no pertenecen únicamente a la esfera de la racionalidad lógica-científica, sino todo lo contrario: la racionalidad lógico-científica necesita ser subsumida en un modo más amplio de ejercer la razón, ya que la razón (y el entendimiento) no pueden ejercerse al margen de todo ese marco de sentido que posibilita, sencillamente, poder relacionarse con él. No hay un entendimiento y una razón meramente lógico-científicos, por mucho peso que pueda tener esa modalidad en determinados modos de ejercerla; todo uso lógico-científico presupone una lectura y una comprensión del mundo, a partir de la cual se puede efectivamente ejercer. «Procuraremos poner de manifiesto en la percepción así la infraestructura instintiva como las superestructuras que, mediante el ejercicio de la inteligencia, se establecen sobre aquella». Es gracias a ello, dirá d’Ors con una expresión que me parece fascinante, que podemos pensar en relieve.

A mi modo de ver, una inquietud similar es la que recorre la noología zubiriana, aunque creo que el filósofo español es más radical que el francés. ¿Por qué lo digo? Nos podemos plantear si, aun concediendo que Merleau Ponty está en lo cierto en su planteamiento (que yo así lo creo), es lo suficientemente radical. ¿Es ese modo que él nos explica el modo primario según el cual nosotros estamos situados en la realidad? Para Zubiri no, en el sentido de que hay un momento el cual, para poder ser considerado, es necesario retrotraerse un paso previo. No sé hasta qué punto este paso previo es cronológico; seguramente sea sólo lógico. A lo que se refiere el filósofo vasco es a lo que él denomina ‘aprehensión primordial de realidad’; es éste el momento primario de la inteligencia, a partir del cual, y ulteriormente, dicha inteligencia se modalizará en logos (entendimiento) y razón. La aprehensión primordial consiste en algo tan sencillo y tan rico, y tan novedoso evolutivamente hablando, como en aprehender las cosas como ‘de suyo’, previamente al marco de sentido desde el cual ejerzamos el entendimiento y la razón. Esta es la gran crítica que realiza Zubiri a la fenomenología en general: que no es lo suficientemente radical. Pero esto es otra historia.

5 de mayo de 2020

La evolución es ruidosa

Desde un punto de vista científico, el ruido es un fenómeno que podemos decir intrínseco al funcionamiento de todos los procesos de la naturaleza. No hay fenómeno en ella que no esté aderezado con un ruido, por mínimo que éste sea. ¿Qué es ruido, desde este punto de vista? Se puede definir como pequeñas alteraciones u oscilaciones que se dan de modo aleatorio entre los elementos que componen un sistema, y que no contienen información por sí mismas, es decir, que ‘no dicen’ nada del funcionamiento de dicho sistema, cuanto menos hasta donde nosotros somos capaces de alcanzar.

Todo lo que hay en la realidad puede ser entendido sistémicamente; todo lo que existe son sistemas formados constructamente por distintas partes, generando estructuras cíclicas cerradas; no cerradas absolutamente, pero sí lo suficiente para alcanzar cierta consistencia en sí mismas, independientemente de que estén abiertas a conformar estructuras de orden superior, y a su vez estén formadas por estructuras de orden inferior. Estas estructuras nunca, nunca, son de orden estático, sino que siempre poseen un carácter dinámico. Pues bien, el ruido afecta —como decía— a todo sistema real y dinámico, y es un (incómodo) invitado de todas las teorías científicas que tratan de describir los procesos que siguen las transformaciones de los sistemas.

Ello plantea un reto interesante, a saber: que los sistemas funcionan efectivamente contando con él. Fácticamente, en todo sistema que funciona hay ruido, y no sabemos cómo funcionaría sin él. ¿Podría funcionar un universo según procesos perfectamente establecidos y definidos? Pues seguramente sí, pero el caso es que no es el nuestro.

Por otra parte, el ruido posee una consecuencia inesperada, y es que, gracias a él, se producen ciertas ‘sorpresas’ en el universo que dan lugar a nuevas realidades, a nuevos procesos, a cosas nuevas… El ruido genera alteraciones en los procesos fruto de las cuales surgen nuevos entes, y sin el cual difícilmente podrían darse. Es razonable pensar que gracias a él se generó la vida, y a la vez que se diera la evolución en su seno, mediante el fenómeno conocido como mutación.

Este es un concepto que hoy en día tenemos perfectamente asumido, pero no hace tanto la cosa estaba más complicada, incluso para el mismo Darwin. Unamuno dio un discurso en la Universidad de Valencia en el año 1909, en el que explicó que, aunque el famoso biólogo postuló este fenómeno como núcleo de su selección natural, desconocía los fenómenos según los cuales se daba. Transcribo una cita del filósofo español: «¿Cómo se produce esta diferencia radical y primaria, esta peculiaridad que distingue a un individuo de los demás? Darwin, con su profundo sentido científico, con su genial parsimonia, confesó ignorarlo. La tendencia a la variación espontánea la estimó siempre un enigma, pues no era de esos aturdidos, o más bien sectarios, que se imaginan haber la ciencia disipado los enigmas del universo. Ignoramos ―escribía― todo lo que se refiere a las causas de la variabilidad”; y en su obra sobre la Variación de los animales y las plantas: “La selección natural depende de que los individuos mejor dotados subsisten en circunstancias complejas y difíciles, pero no tiene nada que ver con la causa original de una manifestación cualquiera de estructura”. Es decir, que la selección no crea diferencias: no hace sino conservar y propagar por herencia luego aquellas diferencias individuales producidas no sabemos cómo en un ciclo embrionario. El principio de individuación es un enigma».

Efectivamente, esto es algo que hoy en día ya conocemos, pero en tiempos de Darwin (y aun de Unamuno) no dejaba de ser una teoría sin posibilidad todavía de ser contrastada. Desde los trabajos de Mendel, y los nuevos conocimientos de genética, fue siendo posible encontrar la explicación a cómo se producían las variaciones entre los distintos individuos de una misma especie, a saber: gracias a variaciones genéticas que son transmisibles hereditariamente mediante la reproducción. Curiosamente, los procesos que propician la evolución mediante la selección natural, no deja de ser un ruido en los procesos biológicos.