14 de abril de 2020

Cuando el traje queda grande

Tiene Ortega y Gasset un escrito menor, no muy conocido, cuyo motivo principal es una reflexión sobre el modo de vida argentino, a causa de una estancia en aquel país. Como suele ocurrir en él, dicho motivo principal en ocasiones parece una excusa para hablar de otros asuntos, a la postre más interesantes (en mi opinión). Y estos asuntos ‘secundarios’, aunque los exponga en torno a la sociedad argentina (en este caso), no sé hasta qué punto no tiene en su cabeza a su querida España.

Ortega hace mención a un perfil de persona, ante el que uno no acaba de sentirse cómodo porque, a pesar de estar tan presente ante nosotros como nosotros ante él, ocurre como si en el fondo no estuviera presente, como si hubiese dejado a la vista la periferia de su alma, su persona exterior, aquello que da al contorno social, pero sin trasparecer su esencia íntima, esencialmente ausente. Vemos, en el más estricto de los sentidos, una máscara, y uno ante él siente el ‘aforamiento acostumbrado al hablar con una careta’. No se trata de una persona en su viva espontaneidad, sino que, en su puerilidad o en su miramiento, no presenciamos sino una falta de sinceridad, una carencia de autenticidad. Dice Ortega: «La palabra, el gesto no se producen como naciendo directamente de un fondo vital íntimo, sino como fabricados expresamente para el uso externo. Por la palabra que oímos y el gesto que vemos no conseguimos desligarnos hasta el fondo personal, sino que nos quedamos en ellos como ante algo que fuese sólo fachada. Sin tiempo para prevenirnos topamos con que aquel hombre acaba allí, con que sus manifestaciones no lo son en rigor, ni emanan de su intimidad, ni recíprocamente la abren al prójimo, sino que, por el contrario, son una coraza y una defensa a toda penetración. Detrás del gesto y la palabra no hay —parece— una realidad congruente y en continuidad con ello».

Se hable del asunto que se hable, parece que la cosa no vaya con él, resbala por encima, lo cual tiene su lógica, ya que sus esfuerzos no están sino en salvaguardar su propia imagen. Vive con temor a ser descubierto. Este hombre pequeño está más pendiente de mantener su fachada en pie, que de abandonarse sinceramente al tema del diálogo, al asunto de que se trate o a la tarea que desempeñe. Vive de su rol, del puesto que ejerce: «En vez de estar viviendo activamente eso mismo que pretende ser, en vez de estar sumido en su oficio o destino, se coloca fuera de él y, cicerone de sí mismo, nos muestra su posición social como se muestra un monumento». Pero, como muy bien aprecia Ortega, los monumentos no viven, sino que perpetúan una fachada, una imagen, que monótonamente se sucede día tras día.

Por este motivo, el hombre pequeño no vive, pues no se vive de fuera adentro, sino de dentro afuera: «vivir es una operación que se hace desde dentro hacia afuera y es un brotar o manar continuo desde el secreto fondo individual hacia la redondez del mundo»; se puede decir que se impide a sí mismo vivir con autenticidad, viviendo fuera de sí, viviendo su papel. El hombre pequeño vive a la defensiva, siente que su rol está en peligro, a merced de otros voraces hombres pequeños que anhelen su puesto.

En las sociedades jóvenes, ocurre que se crece más deprisa que el ritmo adecuado que una sociedad pueda asumir; por lo general, «los huecos sociales surgen antes que los hombres capaces de llenarlos». Las necesidades exigen que sean cubiertas algunas funciones sociales, funciones que difícilmente pueden ser desempeñadas por personas preparadas para tal cargo. Dice Ortega: «Todas esas funciones sociales tenían que ser por fuerza servidas, y como era ilusorio pretender que las sirvieran gentes capacitadas, se hizo desde luego normal que las sirviese cualquiera, aun con la más insuficiente preparación. Esto era multiplicar la audacia de los audaces: cualquier individuo puede, sin demencia, aspirar a cualquier puesto, porque la sociedad no se ha habituado a exigir competencia. Como esta incompetencia es muy general —dejo todo el margen de excepciones que se crea justo—, el tanto por ciento de personas que ejercen actividades y ocupan puestos de manera improvisada resulta enorme». Aun así Ortega pensaba, quizá un tanto ingenuamente —¡ojalá no se equivocara!— que todo incompetente sabe en el fondo de su conciencia que lo es; y que sabe que está cubriendo ilegítimamente un puesto para el que no está capacitado ni preparado: ‘sabe que no debía ser lo que es’; sabe que el traje le viene grande. ¿Qué consecuencias posee esta situación? Pues que este hombre pequeño se siente vulnerable, en alerta permanente, con una inseguridad radical que revierte en una vida vivida a la defensiva, preocupado más en cubrir su papel que en hacerse merecedor del mismo.

Con la representación de su rol, adopta gestos convencionales y realiza lo que se espera de alguien como él, pretendiendo así convencer a la sociedad de que efectivamente es merecedor de aquello que representa. Quién sabe si, mientras intenta convencer a los demás, no busque sino convencerse a sí mismo.

Acaso sea él mismo víctima de la situación, acaso se la haya buscado por ansias de prestigio o de poder. En cualquier caso, el arribo de aquel individuo a aquel puesto no ha surgido en su vida con naturalidad —podríamos decir­—, de modo que un pasado personal y profesional lo fuese fraguando y moldeando para desempeñar tal puesto. No, se encontró súbitamente con él, como una cara que súbitamente se puede poner cualquier careta. «No habiendo la profesión, la actividad y posición que se sirve nacido de la persona, sino más bien sobrevenido en torno a ella, no hay adherencia entre el individuo y su figura social. Tiene aquél que llevar ésta a pulso, como en las fiestas aragonesas lleva alguno al gigantón. De aquí ese empeño en subrayar su papel público. Precisamente porque es un papel, precisamente porque el hombre no es auténticamente lo que pretende ser, necesita hacerlo constar».

La nación así gobernada, deja de ser nación orgánica para convertirse en una mera factoría, cuyos integrantes son ¿dirigidos? por hombres afanosos de fortuna, cuya osadía no conoce límites, cuya incompetencia imposibilita una adecuación sana entre él y el puesto que desempeña. Cuando el paso según se crece no es lento, una nación sólida y orgánica se convierte casi irremediablemente en una factoría, en la que los huecos que se van abriendo ‘exigen’ hombres que los llenen, para lo cual suelen estar dispuestos, por desgracia, los que menos deberían estarlo: aquellos en quienes el interés por el Estado se difumina con su propio interés. Su relación con aquello que representan no deja de ser artificial, extrínseco. Su máscara pronto comenzará a agrietarse. Si bien esto es algo que compete a cualquier profesión, quizá sea más exigible su corrección en el ámbito político: ¿acaso no es su finalidad servir a la propia nación?

A un hombre no se le conoce tanto por sus grandes acciones como por las más nimias, pues es en ellas que, desprevenido, aflora lo hondo de su ser, brotan sus más profundas motivaciones. Allí donde tiene puesta la mirada, es allí hacia donde tiende; y ello se descubrirá no tanto en lo que hace a la vista pública, como en lo que realiza en lo inadvertido de lo menudo. El hombre con vocación es capaz de aunar ambas dimensiones: sus anhelos recónditos con el desempeño existencial de su vida. Sabido es que hay muchos que no consiguen armonizar sus vidas de este modo, y ejercen sus profesiones sin vivirlas vitalmente; sabido es que hay muchos que no viven su vida como una misión.

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