16 de junio de 2020

La ciencia se hace entre muchos: el descubrimiento del neutrón

El año 1932 fue un año interesante, en lo que el conocimiento de la materia subatómica se refiere. Desde un par de décadas antes, se pensaba que los dos constituyentes básicos de la materia eran el protón y el electrón, ambos con cargas opuestas, si bien el electrón de una masa mucho menor que el protón. El átomo más ligero de nuestra naturaleza, el del hidrógeno, está efectivamente formado por ellos: un protón situado en el centro de la órbita que describía un electrón girando a su alrededor. Y se pensaba que, los átomos de los elementos más pesados, estaban formados por un conglomerado de protones y electrones en el centro, en el núcleo, más los electrones que orbitaban a su alrededor. Como nos dice De Broglie, «este esquema poseía una bella sencillez que parecía muy satisfactoria para el espíritu». Esta idea ―ser muy satisfactorio para el espíritu― presenta un doble filo pues, este hallazgo satisfactorio muy bien puede deberse a la realidad de las cosas, aunque también muy bien puede ser muestra de cierto acomodo de nuestro espíritu, dándose por contento antes de lo recomendable. A la postre resultó lo segundo, porque pronto se vio que este modelo presentaba ciertas dificultades, que el descubrimiento del neutrón contribuyó a resolver.

Si bien la idea de que la materia estaba compuesta por elementos pequeños a modo de ‘ladrillos’ estuvo en la mente de los hombres desde antiguo (pensemos en los filósofos presocráticos) no fue hasta relativamente hace muy poco tiempo que podemos poseer evidencia experimental la cual, como suele ocurrir en este tipo de cosas, comenzó por un accidente, por una sorpresa. Ello ocurrió cuando, en 1896, Becquerel descubrió por azar la radiactividad del uranio; suceso a partir del cual la historia de los descubrimientos se desplegó cual hilo de Ariadna. Es difícil imaginar qué pasaría por la cabeza de Becquerel en este momento, un suceso ciertamente inusitado, gracias al cual la materia se transformaba, pasaba a ser otra cosa, auténtico sueño de la alquimia medieval. Dos años más tarde, el matrimonio Curie descubrió el radio, más radiactivo que el uranio. Fueron necesarios muchos trabajos, como los de Rutherford, para que Bohr expresara su teoría atómica en el año 1913, apoyándose en los experimentos de aquél, y gracias a la cual sabemos que es el núcleo el responsable de las transformaciones radiactivas.

Como suele ocurrir, en el olimpo de la historia sólo quedan algunos nombres, cuando sus protagonistas son bastantes más, muchas veces desconocidos. Éste es el caso (con permiso de los alemanes Bothe y Becker) de Frédéric Joliot, casado con la hija de los Curie, Irène, en 1926, quienes trabajaron silenciosamente en la dirección oportuna para que se pudieran seguir dando los sucesivos descubrimientos, en concreto el que nos ocupa: el del neutrón. Curiosamente, ya Rutherford anunció la posibilidad de su existencia, aunque todavía no se pudo conseguir ninguna evidencia experimental. Si Chadwick pudo confirmar la existencia del neutrón, fue gracias a todos ellos.

¿Cómo ocurrió la cosa? En el año 1930 hubo dos físicos, Bothe y Becker, que hicieron una experiencia misteriosa, a la que no pudieron darle explicación. Se dieron cuenta de que, en la radiación del polonio, junto con partículas α (que entonces se asociaban a núcleos de elementos ligeros; hoy en día se asocian a núcleos de helio formados por dos protones y dos neutrones), se daba otra radiación muy penetrante, y que no supieron identificar. Pensaron identificarla como rayos γ (de carácter electromagnético), pero el caso es que era mucho más penetrante que cualquier radiación γ hasta entonces conocida. Ciertamente, ni ellos ni el entorno científico de la época era capaz de identificarla. Unos de los científicos interesados fueron los integrantes del matrimonio francés. El caso es que el joven matrimonio poseía, gracias al laboratorio de los Curie, una cantidad generosa de polonio para poder trabajar, así como mucha experiencia en el manejo de las cámaras Wilson, empleadas para identificar el desplazamiento de partículas por la estela que dejan en un medio gaseoso. Fue precisamente el uso de las cámaras Wilson lo que permitió obtener ciertas conclusiones, ya que los dos alemanes empleaban otra metodología (contadores de puntas). El reto estaba, pues, en identificar qué era esa radiación tan penetrante.

Pues bien, Frédéric e Irène repitieron la experiencia de los científicos alemanes teniendo en mente la siguiente idea: que esta radiación que habían descubierto Bothe y Becker tan penetrante, muy bien podía provocar la emisión de radiaciones menos penetrantes; es decir, que la radiación desconocida podía provocar radiaciones ya conocidas. Y en este sentido emplearon las cámaras Wilson, observando cómo, efectivamente, esta radiación misteriosa era capaz de proyectar a grandes velocidades los núcleos de los átomos de los cuerpos que atravesaba. «Consiguieron así fotografiar las trayectorias neblinosas que marcan el paso de los núcleos de los átomos proyectados e identificarlos con los núcleos de hidrógeno, de helio y de nitrógeno». Sin embargo, esto, lejos de solucionar nada, amplió el misterio. ¿Por qué? Como decía, esta radiación se pensaba que era de tipo γ, es decir, de carácter electromagnético; y el caso es que, hasta la fecha, ninguna radiación de este tipo había sido capaz de provocar la proyección de los núcleos identificados, relativamente muy pesados.

Aquí entra en escena Chadwick, el cual supo interpretar adecuadamente estos resultados confusos, gracias también a una tecnología más desarrollada que la que se tenía en el Instituto del Radio. En las experiencias comentadas, se habían visto también desplazarse a velocidades muy elevadas electrones, pero se pensaba, acertadamente, que no eran capaces de movilizar estos núcleos tan pesados; para hacerlo, se necesitaban partículas mucho más pesadas que los electrones, del orden de magnitud del protón. Chadwick tuvo el acierto de unir esta deducción, con aquella intuición que ya en su día tuvo Rutherford, en relación a la existencia de partículas no cargadas electrónicamente, hipótesis que no conocían los otros físicos. La teoría de Chadwick es, ya, evidente: estas partículas, pesadas como los protones, capaces de desplazar núcleos pesados al ser bombardeados por ellas, no eran sino los neutrones de Rutherford. Acto seguido, se multiplicaron los experimentos para analizar las propiedades de estas nuevas partículas, también por parte del joven matrimonio francés. Una de sus hipótesis ―y que ellos no pudieron demostrar― fue la conocida como captura electrónica, según la cual los núcleos atómicos son susceptibles de capturar electrones que orbitan a su alrededor, dando así nacimiento a un nuevo elemento. También obtuvieron la primera medición exacta de la masa del neutrón, ligeramente superior a la del protón (desdiciendo a la propuesta del mismo Chadwick). Dicha medición se anunció en el Consejo Solvay de 1933, y fue muy aproximada a las cifras que se barajan hoy en día.

Este descubrimiento fue un hito importante de un camino que continúa hasta hoy en día, momento en el que se conocen ya más de veinte partículas fundamentales. Fue en un trabajo posterior de Heisenberg donde se confirmó que el núcleo atómico no estaba compuesto por protones y electrones, sino por protones y neutrones, de masa prácticamente igual, uno cargado positivamente y el otro sin carga. Incluso los consideró como dos estados diferentes de una misma partícula, el nucleón, uno cargado positivamente y el otro neutro.

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