9 de junio de 2020

La reflexividad nacional

Comentaba en este post una primera idea de Ortega y Gasset, extraída de su ensayo “Sobre los Estados Unidos”. Voy a comentar otra que, igual que la anterior, creo que su actualidad es manifiesta. En su opinión, es muy estrecha la vinculación que hay entre la idea de Estado que una determinada nación pueda tener, y el Estado real en el que vive; como dice él mismo, «lo que el Estado sea en una nación, simboliza la idea que esa nación tiene de sí misma». Se puede decir que el Estado es el reflejo de lo que la nación piensa de sí misma: es lo que denomina reflexividad nacional. Esta reflexividad nacional puede ser más consistente o menos, más pensada o menos, más fundamentada o menos, más epidérmica o menos, más inopinada o menos. ¿De qué depende?

El filósofo madrileño piensa que, para que la reflexividad nacional posea mayor calado, es necesario conocer su historia, algo que en sus años ya echaba de menos (¿qué diría si levantara hoy la cabeza?). Quizá fuera la falta mayor de su tiempo; dice: «nunca, desde el siglo XVI, el hombre medio ha sabido menos del pasado. Ahora bien, adjunta a sus desventajas, la superioridad de una civilización vieja es la experiencia histórica acumulada que le permitiría evitar las fatales e ingenuas caídas de otros tiempos y otros pueblos. Conforme un ciclo histórico avanza, los problemas de convivencia humana son más complejos y delicados: sólo una refinada conciencia histórica permite solventarlos. Pero si se encuentra con problemas muy difíciles y su mente, por haber perdido la memoria, vuelve a la niñez, no hay verosimilitud de buen éxito. Los errores mortales de otras épocas volverán indefectiblemente a cometerse».

Esta ignorancia, es uno de los grandes errores en que cae la sociedad, abriendo la puerta a cualquier tipo de abusos autoritarios por parte del Estado. El hombre que no tiene curiosidad por su pasado, por su historia, dedica su vida a actividades más o menos superficiales, todo lo cual lo convierte, quiérase o no, en un ser manipulable. Pensando que su vida es libre, el caso es que sólo elige realizar actividades triviales, totalmente inocuas para aquellos que, de verdad, están manejando los hilos de la sociedad.

La espontaneidad del hombre trivial es una espontaneidad liviana, pero no una espontaneidad honda, vital, preocupada por su devenir y el de su sociedad. Esta despreocupación ignorante, le pone a merced de la autoridad del Estado, en quien confía ciegamente, hasta que quizá sea demasiado tarde. «Se ha olvidado, o no se ha querido aprender, que no hay nada más peligroso para una nación o conjunto de ellas, que pasar la raya en la intervención y autoritarismo del Estado. Cualesquiera sean las últimas causas de la ruina del Imperio romano y de la civilización grecorromana, es indubitable que la más inmediata consistió en el aplastamiento de la espontaneidad social por un Estado desproporcionadamente perfecto. El Estado romano aniquiló, secó hasta la raíz la vida de aquel mundo espléndido». Esto es algo que ―en su opinión― ocurría en la Europa de 1929, fecha de este escrito. Por lo general, la solución a los grandes problemas se delegaba en el Estado, lo cual lleva irrevocablemente a una salida; esta renuncia a la propia responsabilidad de todos y de cada uno en beneficio del Estado, significa que éste acabe absorbiendo ‘todo el aire respirable y aplaste individuos y grupos’. Riesgo que ya fue puesto de manifiesto por John Stuart Mill quien, en Sobre la libertad, destacaba la tendencia por parte de los poderes estatales a alcanzar cotas de poder cada vez más elevadas, en ese difícil equilibro entre las libertades individuales y las obligaciones sociales.

Partiendo de aquí, la pendiente que conduce hacia la condición del estado totalitario ―tal y como lo entiende Hannah Arendt― es suave y resbaladiza. Un modo de organización en todo se presenta como una dimensión de lo político: las distintas dimensiones de la sociedad (jurídica, económica, educativa, sanitaria, etc.) no son sino problemas políticos; el camino hacia el totalitarismo es el camino en el que todas las cosas y aspectos sociales se van tornando políticas, convirtiéndose la política en la única clave desde la que leer todas las cuestiones sociales y personales. Para ello es precisa una maniobra de desarraigo, para que todo individuo se sienta radicalmente sólo, sienta rota cualquier relación con los otros. A lo que tiende el totalitarismo es a la destrucción de la vida privada, de las relaciones personales de confianza, fruto de las cuales se crean vínculos sociales y de pertenencia a la realidad. Una sociedad atomizada, en la que todos están juntos, pero que se erigen en perfectos desconocidos, cuando no en sospechosos de cualquier amenaza. La sociedad ya no es sociedad, es masa, una mera agregación de individuos incapaz de solidarizarse por algo así como el bien común, y ya no porque no sea preciso, sino porque una sociedad en la que prima la soledad y el desarraigo ya no puede hacer nada. El gran reto del totalitarismo no es gobernar despóticamente a una sociedad, sino que los hombres sean superfluos, banales: hombres masa. Y el hombre masa no se consigue tanto por un poder opresor, como por un convencimiento fruto de una comunicación debidamente orientada, patrimonio del discurso común. El gran éxito del estado totalitario es que el ciudadano, con plena convicción, abandone su vida personal en beneficio de la vida pública, sintiéndose en legítimo ejercicio de su libertad. Se busca la división, el enfrentamiento entre los ciudadanos, romper relaciones, romper lazos. Con Hannah Arendt lo totalitario deja de referirse únicamente a los tristes totalitarismos del siglo XX (entre otros) para erigirse en una categoría filosófica.

Pero claro, esto es un arma de doble filo, porque, en definitiva, supone el mayor error en que puede caer un Estado. «Si esta tendencia no es vencida pronto ―continúa Ortega―, el Estado notará que no puede vivir de sí, que no es él mismo vida, sino máquina creada por la vitalidad colectiva; por ello, menesterosa de ésta para conservarse, lubrificarse y funcionar. Bolchevismo y fascismo son dos ejemplos de esta solución elemental y anacrónica —dos ejemplos de primitivismo político que irrumpe en una civilización donde los problemas son de madurez y de alta matemática».

Y ello, ¿por qué? Pues básicamente porque el saber hacer no se aprende así porque sí, sino que necesita el continuo roce y contraste con la realidad de las cosas, único modo que uno aprenda a adquirir esa sensibilidad gracias a la cual podrá dirigirse bien en la vida y, por ende, dirigir a los demás. Recuerdo una idea que Bertrand Russell dijo en su Elogio de la ociosidad que creo que puede ser de aplicación aquí. Dice Russell: «Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la disposición de la materia en, o cerca de, la superficie de la tierra, en relación con otra materia dada; la segunda: mandar a otros que lo hagan. La primera clase de trabajo es desagradable y está mal pagada; la segunda es agradable y muy bien pagada. La segunda clase es susceptible de extenderse indefinidamente: no solamente están los que dan órdenes, sino también los que dan consejos acerca de qué órdenes deben darse. Por lo general, dos grupos organizados de hombres dan simultáneamente dos clases opuestas de consejos; esto se llama política. Para esta clase de trabajo no se requiere el conocimiento de los temas acerca de los cuales ha de darse consejo, sino el conocimiento del arte de hablar y escribir persuasivamente, es decir, del arte de la propaganda». Ojalá políticos de talla no dejasen la política a tan baja altura.

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