1 de diciembre de 2020

La naturaleza humana: física e histórica

Desde siempre ha sido un esfuerzo intelectual definir la especificidad humana. Si bien es algo que, sobre todo en estas últimas décadas, ha atraído la atención de distintas disciplinas científicas (paleontología, etología, fisiología o neurociencia), seguramente sea la filosofía la que más páginas le haya dedicado, aunque sólo sea por sus siglos de existencia, aunque no sólo por eso, claro: también es uno de sus objetos temáticos por excelencia. ¿Dónde situar exactamente esta especificidad?, ¿en qué consiste? En la lectura que tenemos actualmente de nosotros mismos —tal y como dice el profesor Conill en su último libro, Intimidad corporal y persona humana—, estamos influenciados principalmente por dos paradigmas: el griego y el hebreo, cada cual con sus caracteres específicos.

Seguramente sea el primero de ellos el que ha tenido más peso en nuestra tradición, la cual está relevantemente marcada por la impronta que el pensamiento griego imprimió al concepto de ‘naturaleza humana’. De hecho¬, es ahí donde hay que buscar los orígenes de este concepto, en la Grecia antigua, intentando —como digo— dar respuesta a nuestra singularidad frente al resto de los entes del cosmos. Esto último que digo no es gratuito, ya que se puede afirmar que para el griego el problema principal era dar razón del cosmos, en cuyo seno se situaba el ser humano, también un ente del cosmos, aunque con una especificidad propia. Desde este contexto, se entendía a todo lo existente con un carácter físico (de physis, naturaleza), lo cual no debe ser interpretado como sinónimo de ‘material’. En la cosmovisión griega, no todo lo físico era necesariamente material; también lo ideal poseía dicho carácter físico. Muestra de ello es la teoría hilemórfica de Aristóteles, en la que destacaba el carácter ideal de las esencias de las cosas, que no por ser esenciales, dejaban de ser ‘físicas’. Sabido es que en la cosmovisión griega las ideas, las formas, poseían un estatuto fundamental; otra cosa es la solución que se daba al modo en que lo ideal conformara a lo material. Recordemos que, para Platón, lo esencial era el eidos, dotándole de un carácter ontológico fuerte, mientras que Aristóteles no entenderá lo formal sino en unidad intrínseca e indisoluble con lo material, a lo que conforma, algo radicalmente diverso, con importantes consecuencias. Por ejemplo, en la materia viva, porque los seres vivos formaban una unidad en la que, la dimensión orgánica era también constitutiva de su ser (análogamente a lo que ocurre con toda la materia, aunque con la especificidad que aporta el hecho de que sea materia viva). En el planteamiento aristotélico, ni ningún ser vivo, ni ciertamente el hombre, son reducibles a su carácter orgánico, pero esta dimensión tampoco es algo que se deba despreciar, o apreciar únicamente en segundo término a la luz de que lo relevante es la forma, sino que había que apreciarlo en toda su relevancia. Como explica el profesor Conill, en esta mentalidad se funden lo físico y lo ontológico, con la idea de dar una explicación a todo lo existente, a todos los entes. Dentro de la naturaleza también está el ser humano, el cual fue incluido dentro de esta ‘categorización’ o explicación.

La concepción hebrea ofrece un enfoque diverso, complementario. El carácter hebreo destacaba el aspecto histórico del ser humano; es decir, la dimensión relacional de la persona. Es importante notar cómo el marco desde el cual se enfoca este problema, así como las luces que pueda arrojar, propiciarán modos diferentes de entender a la persona, bien desde su entronque con la naturaleza, bien desde su carácter histórico. La comprensión judía de la humanidad era de distinta índole a la griega: cobrando especial relevancia el concepto de ‘relación’, tanto con las personas (que ya no son miembros de la polis sino prójimos) como con la naturaleza (su devenir no es considerado como un mero movimiento, sino como historia); en ambos casos, el prójimo y la naturaleza adquieren una significatividad diferente a la concepción griega.

¿Podía la teoría hilemórfica dar cabida a esta nueva interpretación? Es por esto por lo que, con la aportación del pensamiento judeocristiano, pronto se vio la limitación del modo ‘griego’ de entender al hombre. A pesar del empeño de Boecio, uno de los pensadores más fecundos y ricos de los primeros siglos de nuestra era ―a mi entender―, quien con su famosa definición de ‘sustancia individual de naturaleza racional’, seguramente no logró asumir toda la carga de novedad implícita en la concepción oriental. Quizá se debían ‘estirar’ demasiado las categorías helenas si se quería incluir estos nuevos matices hebreos de la persona humana. Más si se considera a su vez la gran aportación agustiniana, a saber: nuestra propia intimidad, el conocimiento del ser humano no como un ente más de la naturaleza, objetivamente, como desde fuera, sino íntimamente, como desde dentro. Se percibía la necesidad de adquirir una nueva perspectiva para interpretar la existencia humana, partiendo de ese modo diverso que tenía el ser humano de entenderse a sí mismo y de entender su relación con la naturaleza: el hombre ya no era un ser natural más, sino persona, término introducido en el pensamiento latino por Tertuliano, tomado del contexto jurídico romano.

El desarrollo ontológico y metafísico de este nuevo concepto fue la gran tarea del pensamiento intelectual de la época, de marcado carácter teológico, el cual debía compatibilizar la dimensión del ser humano en tanto que existente (compartida con todos los entes, considerando sus características específicas), con su dimensión en tanto que sabedor de que existe, es decir, de ese nuevo conocimiento que tiene que ver con su intimidad, una intimidad histórica, biográfica. Y esto era de todo menos fácil de articular.

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