30 de abril de 2019

Hendrik Antoon Lorentz (1853 – 1928)

El concepto de ‘Física clásica’ surge en referencia al giro tan importante que sufrió esta disciplina entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, giro que usualmente está asociado a nombres como Einstein o Planck. Pero si este giro pudo darse, fue gracias a otros científicos más o menos conocidos, pero cuyas aportaciones han pasado desapercibidas excepto seguramente para los entendidos. Uno de ellos es sin duda al que dedico este post, figura a la que me han ayudado a acercarme unas bellas páginas que le dedica Louis de Broglie. Precisamente en estas páginas sienta las bases de este ‘cambio de época’ de la Física, reconociendo y agradeciendo los ‘trabajos prestados’ por los físicos hasta la fecha, así como la necesidad de cambiar de paradigma; dice de Broglie:

«Después de que la investigación de los fenómenos atómicos y las grandes revoluciones conceptuales ligadas a los nombres de Einstein y de Planck han revolucionado las bases de un edificio que se creía inquebrantable, aplicamos a este estadio de nuestros conocimientos el nombre de Física clásica queriendo así indicar a la vez nuestro respeto por una construcción muy bella y muy armoniosa y nuestra convicción de que se ha hecho insuficiente en la actualidad».

Vaya por delante que este mundo me fascina, y que, como ajeno a esta disciplina, me es incomprensible el alcance de todo esto. Se puede decir que no entiendo nada. Richard Feynman, ante todo este nuevo paradigma cuántico de la Física dijo que, si lo entiendes, entonces no se trata de mecánica cuántica. Bien, eso me tranquiliza un poco, pero no demasiado. Pero me fascina este mundo. Creo que el haber vivido y contribuido al avance del conocimiento científico en estos años debió ser una tarea maravillosa.

Es reconocido generalizadamente que este gran y hermoso edificio que es la Física clásica comenzó a fisurarse como consecuencia del trabajo de Maxwell (1831-1879), que fue capaz de reunir en unas pocas fórmulas los conocimientos ya extendidos sobre fenómenos eléctricos y magnéticos: son las conocidas ecuaciones de Maxwell. Bueno, tal y como cuenta Gómez-Esteban en este post de su blog (El tamiz), a lo visto no fueron estas las ecuaciones originales de Maxwell, sino que, partiendo de las aproximadamente veinte ecuaciones originales, fue Oliver Heaviside quien las fue puliendo y agrupando, hasta llegar a las que todos conocemos. Pero a lo que iba. Estas ecuaciones todavía surgieron en una mentalidad clásica, todavía pertenecían a aquella cosmovisión, pero, a diferencia de ella, ya no entendía los fenómenos físicos representables por figuras y movimientos, sino que los entendía de un modo bastante diferente, cuya comprensión o interpretación mecánica no era fácil de aprehender. Dichas ecuaciones serían sin duda el primer gran paso hacia ese aire abstracto que caracteriza a la física contemporánea.

Pues bien, a partir de 1875 numerosos jóvenes investigadores intentaron continuar la vía que Maxwell había abierto. Entre los más aventajados se encontraban Hertz y Lorentz. Si el primero tuvo el acierto de confirmar las intuiciones del maestro sobre la naturaleza electromagnética de la luz con el descubrimiento de las ondas que llevan su nombre, el segundo supo introducir en el electromagnetismo de Maxwell (de carácter continuo) la consideración corpuscular de la electricidad (de carácter discreto).

Según de Broglie, Lorentz fue la auténtica bisagra entre las dos concepciones de la física porque, si bien permaneció fiel al espíritu de la física clásica, sus investigaciones contribuyeron muy relevantemente al nacimiento de la física contemporánea. ¿Por qué? Pues «porque, al introducir el electrón como un cuerpo extraño en la teoría continua de Maxwell, ha establecido la noción de atomismo con todas las simplificaciones y también las dificultades que nuestro espíritu, a la vez ávido de la discontinuidad aritmética e incapaz de desprenderse completamente de la continuidad, percibe en ella inmediatamente». Pues bien, de la aportación de Lorentz no sólo se revisó la concepción de las últimas partículas de la materia, sino que surgió también la necesidad de revisar nuestras concepciones sobre el espacio y el tiempo, revisión que él no pudo hacer, fiel como era a la cosmovisión clásica, abriéndole la puerta a un por entonces joven Albert Einstein.

Tradicionalmente se explicaba la propagación de la luz como un movimiento ondulatorio, como una vibración, igual que el sonido. Pero ello conllevaba muchos problemas. El principal era identificar el medio sobre el cual se propagaba, de modo análogo a como lo hacía cualquier otro fenómeno ondulatorio. El sonido, por ejemplo, se puede propagar por el aire, o por el agua; pero era sabido que la luz podía propagarse por el vacío, cosa que el sonido no. Y la cuestión era: ¿cómo podía ser esto?, ¿cómo podía propagarse una onda sobre ningún medio que le sirviera de soporte? Consecuencia de ello, surgió la necesidad de pensar en un éter, un medio hipotético que estaría presente en el vacío, y que serviría de soporte. Pero con esto no se acabaron los problemas, sino que la cosa seguía complicándose; porque este éter debía ser rígido para que la luz se pudiera desplazar transversalmente en él, tal y como corresponde al tipo de onda lumínica. Y no sólo eso, sino que su dureza debía ser enorme, más que la del acero, para que la luz pudiera desplazarse por él a la velocidad a la que lo hacía; tremenda paradoja porque, por otro lado, el caso es que los cuerpos y nosotros nos movemos en el seno de dicho éter, por lo que no podía ser tan rígido. El éter debía ser más duro que el acero para permitir el desplazamiento de la luz a esa velocidad, pero lo suficientemente liviano para que los diversos cuerpos pudieran moverse en su seno.

En este marco es en el que se movía Lorentz. Estudió en su tesis la propuesta de Maxwell, y puso de manifiesto la diferente concepción que proponía para describir este fenómeno; aunque no acabó de llegar a una conclusión definitiva, hizo ver las bondades de este nuevo planteamiento. De hecho, su aportación propició un mayor interés por la propuesta de Maxwell, en la que vio ciertas carencias. Si las ecuaciones de Maxwell describían el campo electromagnético en una región del espacio a partir de las cargas que allí había y su estado, Lorentz se preocupó por qué ocurría a las cosas que hay allí a partir de la presencia de dicho campo electromagnético. Por ello se le ocurrió esa idea de introducir la concepción atomística en el planteamiento campal: «convencido de que la materia tiene una estructura atómica, Lorentz llegó a pensar que esta atomicidad se extiende también a la electricidad y admitió que a los campos de la teoría de Maxwell concebidos como propagándose en un éter homogéneo e inmóvil, precisaba yuxtaponer cargas eléctricas de estructura discontinua que servirían de manantiales a los campos y que sufrirían su acción».

Lo que hizo Lorentz fue aunar la teoría electromagnética de Maxwell con una nueva teoría atómica de la realidad según la cual ésta estaría formada por partículas elementales cargadas eléctricamente, las cuales serían a la vez las fuentes de las que manaban los campos de Maxwell. A estas partículas eléctricas elementales Lorentz las denominó electrones, término que nos suena, ¿verdad? Sólo que con él se refería a cargas eléctricas discretas en general (lo que hoy conocemos como iones), y no tanto a lo que nosotros estamos acostumbrados a identificar con tal término, a saber: el de partículas con carga negativa. En cualquier caso, la teoría con la que revisó a la de Maxwell la denominó así, Teoría de los Electrones, la cual resultó ser más afín a la realidad de las cosas que la de su antecesor. Recordemos que pocos años después, en 1897, J.J. Thompson confirmaría experimentalmente la existencia de estas partículas.

Hasta el momento, cuando incidía una onda electromagnética sobre la materia, sólo se estudiaba este efecto; pero gracias a Lorentz se pudo indagar más sobre lo que en el fondo ocurría. Porque claro, al incidir dicha onda, la materia sobre la que incidía quedaba polarizada eléctricamente, y esta polarización generaba a su vez un nuevo campo que revertía sobre el entorno, de modo que cada electrón se veía afectado tanto por la onda incidente como por todos los campos generados por las polarizaciones de cada electrón vecino a causa de dicha onda incidente. Aquí hay que situar el origen de la conocida como ‘fuerza de Lorentz’; de modo más de andar por casa, la recuerdo como la ‘fuerza que va bien’, regla mnemotécnica que me enseñó mi profesor en el colegio para memorizarla (a la cual habría que añadir el término correspondiente a la fuerza generada por el campo eléctrico, q · E):
No obstante, su teoría también era susceptible de matizaciones y correcciones, de las cuales se hizo eco el matemático Henri Poincaré. Pero el caso es que estas correcciones pudieron ser subsanadas (siguiendo las indicaciones del físico alemán Max Abraham) cambiando el marco desde el cual leer la Teoría de los Electrones. Y es aquí donde hay que encontrar el preludio de lo que en muy breve tiempo pasaría a engrosar la teoría de la relatividad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario