28 de junio de 2022

Sobre los sistemas caóticos

Reflexionando sobre los sistemas orgánicos, decía en este post que poseen una dinámica diversa a la de los sistemas inanimados. Estos se podían clasificar entre lineales o mecánicos, y complejos o caóticos. Ya lo vimos. ¿Dónde situamos a los orgánicos, entre los lineales o los complejos? Entre los lineales parece evidente que no; ¿los ubicamos entre los complejos? Esta respuesta no es tan sencilla de responder, a mi parecer: comparten con ellos que su respuesta no es predecible, pero no que esa impredecibilidad se deba a las mismas causas. Para profundizar un poco en todo esto, nos detendremos un poco en los sistemas complejos o caóticos (no sé hasta qué punto es afortunado este segundo término).

Decíamos que los sistemas caóticos, que no son lineales, se caracterizan porque pequeñas perturbaciones en sus condiciones iniciales pueden tener consecuencias desproporcionadas a lo que en un principio cabría esperar, e impredecibles. Quizá el sistema caótico más simple sea el péndulo doble. Con esto tiene que ver el famoso efecto mariposa, que a todos nos es familiar. Según parece, la primera vez que se escuchó esta expresión en este contexto fue en boca de un meteorólogo estadounidense, Lorenz, en una conferencia que impartió en 1972, cuando afirmó que “el aleteo de una mariposa en Brasil puede producir un tornado en Texas”. Algunos afirman que es una adaptación de un viejo proverbio chino que reza así: “el aleteo de una mariposa puede provocar una tormenta al otro lado del mundo”; en cualquier caso, los meteorólogos han comprobado que una frase poética e hiperbólica ofrece una descripción bastante fiel de la realidad. El objeto de estudio de Lorenz era el tiempo meteorológico, ámbito paradigmático en el que se produce este fenómeno, ya que pequeños cambios en las condiciones atmosféricas en un momento dado pueden tener grandes consecuencias, además de su difícil previsibilidad. De hecho, es ésta una de las principales características de este tipo de sistemas: que poseen una «extrema sensibilidad a los pequeños cambios de las condiciones iniciales», de modo que «cualquier pequeña diferencia inicial se amplifica con gran rapidez» —explica Bru— propiciando dos comportamientos que para nada pueden considerarse similares o próximos. La atmósfera es un sistema sensible a las condiciones iniciales.

La verdad es que la ciencia moderna ha sido reacia a la consideración de todos estos problemas, cuando estaban muy presentes en los sistemas que estudiaba, a la que quizá un tanto ingenuamente tildaba de ‘lineales’. Pensemos en la definición de los movimientos de los planetas de nuestro sistema solar, que si bien se muestran aparentemente regulares, ello se hace al elevado precio de despreciar la influencia gravitatoria del resto de planetas. O en la caída libre de un cuerpo, perfectamente definida pero al precio de obviar la resistencia del aire, por ejemplo. Evidentemente, esto no se hacía a conciencia, pero el caso es que se hacía: la ciencia moderna era determinista obviando muchos aspectos de la situación estudiada. De alguna manera, Newton hacía un poco de trampa, no digamos Laplace.

La ‘teoría del caos’ tiene que ver con todo esto. Lo que trata de hacer es proporcionar predicciones sobre cómo van a evolucionar esos sistemas. Se trata de predicciones limitadas, porque conocer todas las condiciones iniciales de un sistema es muy difícil, sobre todo cuando se trata de algo tan complejo como, por ejemplo, el tiempo meteorológico. De hecho, sobre algunos sistemas influyen tantas variables que por ahora nos resulta imposible hacer pronósticos aceptables. En esos casos se recurre a la estadística, de modo que a partir de los distintos resultados observados ofrece cuáles son los más probables. Así sabemos que tenemos el 16,6% de posibilidades de sacar un 6 cuando lanzamos un dado o que el uso del cinturón de seguridad reduce a la mitad el riesgo de muerte en caso de accidente. Pero ya se sabe que hay tres tipos de mentiras: las buenas, las malas y las estadísticas. Tendremos que seguir profundizando en el caos para llegar a entender la belleza del mundo. Lo cierto es que los fenómenos caóticos son abundantes en la naturaleza: en la dinámica de fluidos, en el estudio biológico de poblaciones, en los flujos energéticos, así como en infinidad de situaciones cotidianas, como el caer de una hoja mecida por el viento.

21 de junio de 2022

De la anartria al origen de la palabra

Hay personas que padecen una enfermedad denominada anartria, que consiste en la imposibilidad de poder articular sonidos. Ello se debe no tanto a tener problemas en el aparato fonador, ni a no tener conceptos que decir, como por haber perdido la capacidad de enunciar palabras. En principio, el enfermo posee un aparato fonador sano, y un stock de conceptos tan normal como podamos tener cualquiera de nosotros, pero el caso es que no los puede expresar oralmente. Esta enfermedad va a ser el hilo de Ariadna que va a seguir Merleau-Ponty para reflexionar sobre la génesis de las palabras, sobre todo lo que tiene que ver con el tránsito de un concepto mental a su expresión hablada. En su opinión, «lo que el enfermo ha perdido, lo que el normal posee, no es cierto stock de vocablos, es cierta manera de utilizarlos». Es decir: el enfermo muy bien puede tener los conceptos en su mente, pero no puede articular fisiológicamente las palabras correspondientes en algunos casos.

Merleau-Ponty distingue entre el uso vital y el uso instrumental del lenguaje. Creo que esta distinción es muy interesante. ¿En qué sentido lo hace? La diferencia tiene que ver con un uso del lenguaje teórico, reflexivo, especulativo (que sería el segundo, el instrumental) y un uso espontáneo, que surge de la ocasión prácticamente sin pensar (que sería el primero, el vital). Y el enfermo de anartria no ha perdido ambos usos del lenguaje, sino sólo uno, el instrumental. Porque lo que le ocurre al enfermo de anartria es que, si bien puede responder con un ‘no’ cuando dicha respuesta es vivida, no puede pronunciarlo cuando no se ve implicado en la respuesta, cuando se trata de un ejercicio ‘sin interés afectivo y vital’. Por lo tanto, no es irrelevante la actitud que subyace a la expresión del término. Esto le va a servir a él para afirmar una idea muy sugerente, como es que el lenguaje no es algo ‘otro’ a nosotros, no es algo ‘en tercera persona’, no es algo instrumental, sino que su origen cabe situarlo en lo hondo de nuestra existencia.

Se trata de un fenómeno originario que, desde lo profundo, continúa hacia su expresión lingüística en el pensamiento o en su expresión oral (igual que sucede con el gesto), proceso que se ve interrumpido de alguna manera en los pacientes de esta enfermedad. ¿Cómo se interrumpe este proceso? El problema que tienen estas personas —según Merleau-Ponty— es el de subsumir en categorías generales los datos concretos que tratan de ser expresados.

¿Qué es un concepto? Pues, en definitiva, es el esquema residual que queda tras haber sustraído de todos los casos concretos los accidentes que los diferencian. Como bellamente dice Grondin, originariamente habitamos un bosque de símbolos, de hitos visibles y compartidos en mayor o menor grado. Estos símbolos surgen de nuestro interior erigiéndose sobre el paisaje que nos rodea, en virtud de los cuales identificamos nuestras intenciones, nuestras posibilidades, nuestros deseos. Es ante esa ‘selva’ que se presenta ante nosotros, que tratamos de ordenarla y de organizarla mediante tramas conceptuales, so pena de vivir continuamente en estado de imprevisión y guardia.

Pues bien, lo que ocurre en la anartria sería la dificultad de subsumir en categorías generales la percepción individual y concreta, porque ‘se ha pasado de la actitud concreta a la actitud categorial’, ha habido un cambio de clave: más biológica o vital en primer lugar, más especulativa o abstracta en segundo. Esto es algo que se obvia en los dos planteamientos mentados en este post: en el fisiológico y en el mental, en tanto que en ambos el vocablo no posee eficacia propia, sino que es originado por procesos en tercera persona. Parece que la expresión lingüística funcione en paralelo frente al pensamiento: en el primer caso, la expresión lingüística es un proceso mecánico; en el segundo, hay un sujeto que, antes que hablante, es pensante, siendo la expresión lingüística del pensamiento algo paralelo y no gobernado por el sujeto.

14 de junio de 2022

La crítica baconiana a la experiencia científica

Veíamos en este post cómo, al hilo de la crítica que hacía a la reducción del concepto de experiencia al caso científico, Gadamer extendía de algún modo esa crítica a Husserl, entendiendo que lo que hacía Husserl es proyectar ese ideal científico a la experiencia perceptiva-eidética. Aunque Gadamer no se detiene ahí porque, más allá de esta crítica, se cuestiona si ese uso puro de la razón es posible, prescindiendo de cualquier actitud previa, o de cualquier ‘contaminación’. Por no hablar de lo condicionante del propio uso del lenguaje. Gadamer nos va a mostrar cómo este 'espíritu hermenéutico' ya estaba presente en el mismo Bacon.

Ciertamente, este proceso de despurificación de la razón pura científica ya fue iniciado por Bacon, gran crítico de la inducción científica tal y como estaba planteada en la ciencia clásica. Pero para Gadamer el gran paso de Bacon no fue su repercusión epistemológica, sino la antropológica. Es sabido el problema que supone universalizar un conocimiento científico partiendo de experiencias concretas, pues siempre cabe la posibilidad de encontrar experiencias que no coincidan con todas las anteriores. Es el gran problema de la universalización de la inducción. ¿Cómo hacer, pues, para ir avanzando en el conocimiento científico? Para enderezar a esta ciencia indebidamente fundamentada consecuencia de una generalización precipitada, Bacon propone una especie de saber de la naturaleza, el cual servirá para dirigir el avance paulatino hacia generalizaciones verdaderas y sostenibles, generalizaciones que no son sino los principios bajo los cuales se rige la naturaleza, a las cuales podemos llegar por experimentos metódicos.

En Bacon, el espíritu científico no está confiado a sus propias fuerzas, no avanza como buenamente entiende (únicamente), sino que ha de hacerlo poco a poco, adquiriendo una experiencia ordenada y metódica, evitando cualquier precipitación indebida. Y lo que es más importante, y que aquí más nos interesa: Bacon distingue dos momentos distintos en cualquier experimento: a) la propia organización metodológica del experimento que vamos a acometer; y b) el propio espíritu del científico que orienta su experimento en un determinado sentido y no en otro. Y este segundo aspecto es fundamental, y su origen no se encuentra en factores estrictamente lógico-científicos. Explica Gadamer:

«Experimento es también y sobre todo una hábil dirección de nuestro espíritu que le impida abandonarse a generalizaciones prematuras enseñándole a ir alterando conscientemente los casos más lejanos y en apariencia menos relacionados, y de este modo ir accediendo gradual y continuamente hasta los axiomas por el camino de un procedimiento de exclusión».

O sea, que en Bacon es importante ese previo ‘saber hacer’ del científico, que planifica su labor previamente a poner en ejecución todo su saber técnico en un caso concreto. Bacon no llegó a reflexionar positivamente en todo esto, aunque sí que puso de manifiesto distintos errores ignorados en el ejercicio epistemológico (sus famosos idola) que no son sino elementos del ‘mundo de la vida’ que ‘contaminan’ el ejercicio puramente científico de la razón.

7 de junio de 2022

Reflexiones filosóficas tras el teorema de Gödel (y II)

Concluíamos el anterior post con un resultado interesante, como es la irresponsabilidad de reducir la matemática a argumentos matemáticos, conscientes de que la razón matemática es, en ocasiones, más amplia. Ya lo vimos. Quisiera comentar otro resultado, no menos interesante, como es la del estatus ontológico de lo matemático. y que no deja de acercarse al eterno problema semántico de la relación entre un lenguaje (en este caso el matemático) y la verdad, es decir, su alcance para ‘decir adecuadamente la realidad’. No han faltado las épocas en las que se ha resuelto este problema afirmando el carácter absoluto de las verdades matemáticas, de modo que sus teoremas eran capaces de decir la realidad sin ningún género de dudas, postura que se ve menguada hacia un carácter relativo, vinculado a su ámbito y a su consistencia. Es necesario, pues, cuestionarse el concepto de verdad matemática: ¿qué es la verdad matemática?, ¿qué carácter tiene para poder contribuir exitosamente a la descripción de los hechos de la naturaleza?

Para dar explicación de ello hay dos grandes posturas: ¿son las matemáticas una mera herramienta útil inventada por el ser humano, o existe algo así como un reino abstracto de las matemáticas, existente por sí mismo, de modo que lo que hacen los humanos es ir descubriendo poco a poco sus verdades? Según la primera postura, el antirrealismo matemático, efectivamente las matemáticas son creación humana que nos ayuda a comprender el universo; con ellas y sus leyes, construimos modelos mediante los cuales nos representamos la realidad, y nos permiten hacer predicciones, y discernir su verdad. Entre sus principales defensores estarían Wigner, Einstein, Hilbert o Cantor. Esta postura deja, en el fondo, un asunto sin resolver, como es por qué esto es así: si las matemáticas son creación fruto de la imaginación humana, ¿por qué son útiles efectivamente para describir la realidad? La única respuesta que cabe es porque el universo posee una dimensión matemática, pero deja sin resolver por qué es así, porque posee esta estructura capaz de ser explicada mediante una herramienta creada por el ingenio humano.

El mismo Gödel se planteó este problema: ¿hasta dónde se puede llegar para poder establecer una definición ‘omnicomprensiva’ de lo que sea la verdad matemática o lógica? En su opinión, la solución pasaba por aproximarse a la postura platónica, ya que a su entender sólo así se podía dar respuesta cabal a este problema: es el realismo matemático (afirmación que hay que matizar, como comentaré en otro lugar, en la línea de un realismo ‘constructivo’). Desde esta perspectiva, el universo se movería en base a las ecuaciones que gobiernan su dinamismo; lo que haría el matemático no es sino descubrir ciertas verdades que estarían ahí antes de que él diera con ellas, de modo análogo a cómo se descubre un nuevo planeta, no dudando nadie de que antes de su descubrimiento el planeta estaba efectivamente allí. Como dice Ribes, «según el realismo, las matemáticas existen de forma objetiva e independiente del pensamiento humano. Los conceptos matemáticos están entretejidos en el tejido mismo del Universo y están disponibles para que los descubramos y los llevemos a un uso práctico». Además de Gödel, se unirían a esta perspectiva Hardy o Penrose.

No obstante, no es fácil comprender a fondo este realismo matemático, a no ser que contemos con la existencia fáctica de entidades no físicas, como son los teoremas matemáticos; es fácil entender que el planeta estaba ahí antes de su descubrimiento, y ya no lo es tanto cuando hablamos de verdades matemáticas: ¿dónde situamos a una verdad matemática?

En la cosmovisión platónica es una respuesta fácil de responder ya que formaría parte de su reino de las Ideas, más reales que la misma realidad (que no es sino una copia de aquéllas). De hecho, él las sitúa exactamente a caballo entre los objetos materiales y las Ideas puras y eternas, siendo la diánoia o pensamiento discursivo la facultad del alma para conocerlas, la cual sólo era superada por el nous o facultad del alma para inteligir las Ideas. Aunque no eran tan ‘ideales’ como las Ideas, gozaban de ese carácter existente ideal. Pensemos en un triángulo: todos tenemos en la mente la imagen de un triángulo, a sabiendas de que ningún triángulo existente en la realidad material es perfectamente triangular, pero que se pueden dar gracias a la existencia de la idea ‘triángulo’.

Pues bien, para el realismo matemático ocurre algo similar con los conceptos y los teoremas, que existen independientemente de nuestros razonamientos y definiciones, llegando a afirmar incluso lo siguiente: «Me parece que la hipótesis de objetos de este tipo es tan legítima como la hipótesis de los cuerpos físicos, y que hay las mismas razones para creer en ellos» explican Nagel & Newman. Según los entendidos es una cuestión que sigue abierta. Me vienen a la cabeza algunas reflexiones de Karl Popper en torno a lo que denominaba Mundo 3, cuyos elementos integrantes son del tipo de estas elaboraciones del intelecto humano (como también los pensamientos, las teorías científicas, etc.), y que en ocasiones parecía también que se sentía cómodo con esta postura cuando la explicaba en El yo y su cerebro, libro que escribió junto a J. C. Eccles. Aunque son páginas un poco confusas, a mi modo de ver; pero eso es otra historia.

Si bien no fue un antirrealista matemático, para algunos autores tampoco fue tan realista como Platón, sino que se situaba a caballo entre ambas posturas, faltándole la capacidad filosófica para poder expresar claramente sus ideas. Quizá para comprenderlas bien sea interesante vincularlas a la postura constructiva de Zubiri, tal y como la explica en su segundo tomo de la trilogía, Inteligencia y logos.

31 de mayo de 2022

El margen de maniobra

'No reproducible', de René Magritte (1937)
'No reproducible', de René Magritte (1937)
Por lo general, tenemos la tendencia a dar explicación a los sucesos desde la comprensión de sus causas inmediatas. Se puede decir que se trata de una disposición innata en nuestro aprendizaje: «todos tenemos la tendencia a intuir una relación causa-efecto entre dos acontecimientos que coinciden en el tiempo o se suceden inmediatamente», dice Eibl-Eibesfeldt en La sociedad de la desconfianza, parafraseando la famosa idea de Hume. Aunque el etólogo alemán va más lejos que el filósofo escocés, poniendo de manifiesto la dificultad que entraña esta actitud para la resolución de problemas más complejos. Tanto es así, que tendemos a ‘curvar’ la realidad de las cosas según nuestros patrones de comprensión, cuando seguramente las cosas ocurran por causas que se nos escapan, y lo que es peor, que no estamos en condiciones ni siquiera de atisbar.

Es interesante cómo se van fraguando en nosotros estos patrones de lectura, de comprensión, de comportamiento… estas creencias que diría Ortega y Gasset, auténticas gafas que filtran la realidad para convertirla en ‘nuestra’ realidad, nuestro mundo. Eibl-Eibesfeldt insiste en el carácter eminentemente cultural de este proceso, para el cual nuestra dimensión biológica no está lo suficientemente preparada. Los millones y millones de años de historia evolutiva han preparado a nuestro organismo para reaccionar biológicamente ante determinados estímulos, pero no precisamente para los de carácter cultural. Por ejemplo, no tenemos ningún reparo en realizar ciertas actividades con un riesgo importante (hacer un viaje en coche, por ejemplo, cuando sabemos que centenares de personas pierden su vida a diario en las carreteras), cuando somos incapaces de coger una serpiente con las manos (por muy inofensiva que sea). Con mucha facilidad adquirimos fobias de este tipo, siendo muy resistentes a las fobias ante riesgos modernos. Seguramente, basta que nos ataque un perro, o que veamos su ataque a un tercero, para que arraigue en nosotros un temor indeleble; que ocurra lo propio viendo algún accidente, es mucho más extraño. Como dice Eibl-Eibesfeldt, «los coches no están previstos en nuestro programa filogenético».

Y éste es el asunto. La significatividad de las cosas se hace presente cuando aquello que estamos percibiendo lo vemos como una probabilidad para nuestras vidas, pero una probabilidad efectiva. Es entonces cuando adquiere una valencia afectiva. Todos sabemos que podemos tener un accidente en coche, pero no lo consideramos como una probabilidad efectiva cada vez que lo cogemos, sino que solemos pensar que no vamos a tener ningún accidente, si lo pensamos. Estas cosas las percibimos racionalmente, sin sentirnos implicados, lo cual no nos deja ninguna huella. Lo que de verdad nos moviliza es la relevancia afectiva en el presente que tenga en cada uno de nosotros el asunto en cuestión. Nos influye no lo que percibimos, sino la resonancia afectiva en nosotros de eso que hemos percibido. Por este motivo somos capaces de flirtear con riesgos que, en el fondo, no nos afectan en este sentido. Somos capaces de realizar actividades cada vez más arriesgadas, de construir casas en zonas inundables, etc. Sí, somos conscientes de que algún día podrá pasar algo, pero ello no nos afecta porque no resuena afectivamente en nosotros.

Nuestra vida se desenvuelve en torno a aquello que nos moviliza porque resuena afectivamente en nosotros, no en torno a lo que pensamos, independientemente de que aquello que resuena afectivamente en nosotros nos lo hemos representado previamente. De hecho, cuando algún pensamiento nos lleva a la acción es porque previamente ha resonado afectivamente en nosotros; el pensamiento, en sí mismo, es neutro: en virtud de cómo sea recibido afectivamente por nosotros, nos llevará a una acción o a otra.

Todo ello responde a patrones fisiológicos de conducta, heredados evolutivamente. Las especies animales tienden a enderezar sus conductas a aquello que les afecta emocionalmente (huida, hambre, reproducción, etc.), siempre bajo la batuta del sistema de recompensa. Pero ellos viven en un presente del cual no pueden evadirse, a lo sumo manejarse entre los márgenes de una estrecha holgura. Nosotros, gracias a nuestra inteligencia, podemos representarnos no sólo el presente en el que estamos, sino también el pasado y el futuro hasta límites inimaginables por cualquier otra especie. Algo que entraña un riesgo, en el sentido de que puede ocurrir ―de hecho, así es― que haya una descompensación, un desencuentro entre nuestras posibilidades cognitivas y su vinculación con lo orgánico, con lo corporal, con lo afectivo, con lo vital, haciéndonos naufragar entre las ocultas corrientes de la vida.

Si bien la posibilidad humana gira en torno a esta capacidad, no es algo exento de riesgos, tanto a nivel individual como social. Podemos ser afectados por cosas que no son reales (recuerdos, proyecciones en el futuro), tanto funcional como disfuncionalmente. Podemos no sentirnos afectados por cosas que pensamos que nunca van a pasar, pero que igual son consecuencia natural de nuestros actos; y ello porque no tenemos un vínculo con ello, no tenemos un ‘hilo afectivo’ que nos ayude a su valoración. Solemos vivir con luces cortas, sin la capacidad de levantar nuestra mirada hacia un horizonte que se nos presenta extraño, lejano, desconocido. Desde esta perspectiva la resolución de situaciones, o el planteamiento de proyectos, se torna problemático, pues vivimos en nuestro charquito, y de él no salimos. Y queremos solucionar nuestras vidas en él.

La madurez pasa ―a mi modo de ver― por la capacidad de poder iluminar nuestras vidas con las luces largas, desde una afectividad sana que nos permita enlazar nuestra representación de las cosas (pasadas, presentes y futuras) con nuestras posibilidades de actuación funcionales. Será entonces cuando nuestros deseos, nuestras motivaciones, aun en el seno de la inespecificidad del comportamiento humano, serán realistas tanto por lo que dan a las cosas como por lo que dan a nosotros mismos, en tanto que nuestras facultades estarán armonizadas funcionalmente, fruitivamente. Y esto tanto por lo que nuestra vida nos compete a cada uno de nosotros, como por lo que compete a nuestras relaciones con los demás: sin una vinculación afectiva por el otro (conocido o no, no es relevante en este caso), difícilmente podremos preocuparnos por él, y podremos considerarlo por su valor y dignidad, viéndolo únicamente a la luz de nuestro beneficio y bienestar.

24 de mayo de 2022

Desde los orígenes del electromagnetismo hasta la modernidad

Hoy en día, los físicos conocen el papel fundamental que la electricidad esgrime en la constitución de la materia; los técnicos saben la infinidad de las aplicaciones que puede tener en todo tipo de máquinas y aparatos electrónicos y de comunicación; todos nosotros sabemos de su casi omnipresencia en nuestro día a día, formando parte tan íntima de nuestras vidas como pueda ser el aire que respiramos o los alimentos que ingerimos. Y el caso es que el ser humano ha vivido durante siglos y siglos al lado de ella, sin sospechar en ningún momento su existencia, mucho menos su importancia. El famoso escritor Paul Valéry se preguntó: «¿Hay algo más desconcertante para el espíritu que la historia de ese pequeño trozo de ámbar manifestando tan humildemente una potencia que está en toda la Naturaleza, que es quizá toda la Naturaleza, y que durante todos los siglos menos uno, sólo se mostró por medio de él?», nos cuenta de Broglie. Efectivamente, es así. Y, como dice el físico francés, todavía hay más: «los átomos de los que está hecho nuestro cuerpo, las reacciones químicas que en él se producen y que aseguran su funcionamiento y su persistencia, están regidas por interacciones eléctricas y no podrían existir sin ellas; nuestro sistema nervioso no efectúa su cometido sino propagando influjos cuya naturaleza eléctrica es cierta, y nuestro cerebro, asiento de nuestras actividades más elevadas, debe seguramente a fenómenos eléctricos la prodigiosa complejidad y la maravillosa riqueza de su potencia de pensar y de acción». Algo de lo que hace nada éramos completos ignorantes; ¿qué ignoraremos hoy, y se descubrirá en un futuro?

Hasta finales del siglo XVII no se empezó a teorizar sobre la naturaleza de la luz desde una perspectiva más científica. ¿Qué se sabía hasta la fecha? Pues algunas experiencias toscas en referencia a la electrización por frotamiento, así como a los hechos magnéticos de carácter natural, claro está sin establecer ninguna conexión entre ambos tipos de fenómenos. Nada más. Como dice Gamow, «aunque los primeros investigadores de los fenómenos eléctricos y magnéticos tuvieron que haber presentido que había alguna relación profunda entre ellos, no pudieron establecerla».

Ya en el siglo XVIII la cosa comenzó a cambiar. Distintas figuras empezaron a identificar y controlar algunos de estos procesos. Así, se consiguió distinguir la electricidad dinámica de la electricidad estática (Gray y Dufay, sobre 1730). Es la época en que algunas figuras (Romas, Franklin) profundizaron en su estudio desde diversos flancos: el estudio de la electricidad estática, la naturaleza eléctrica de las tormentas… y algo muy importante: se comenzó a barruntar, muy sucintamente, la posible vinculación entre electricidad y magnetismo.

Esta fascinante época supuso un giro que ya nunca se detuvo. Pronto se comenzó a realizar un análisis más cualitativo de los fenómenos tanto de la electricidad como del magnetismo, de la mano sobre todo de Cavendish y de Coulomb, quienes fueron capaces de establecer numéricamente las relaciones entre atracciones y repulsiones de cargas eléctricas y polos imantados y sus respectivas distancias. Como explica de Broglie, «ellos encuentran esa disminución de las acciones en razón inversa del cuadro de la distancia que, un siglo antes, la teoría de gravitación de Newton había hecho familiar a los sabios». A partir de ahí se sucedieron los avances. Los de Galvani con las ancas de rana que respondían ante una descarga eléctrica, poniendo de manifiesto los posibles efectos de una corriente eléctrica en movimiento; los de Volta y Davy estudiando la generación de electricidad, el primero con su famosa pila, el segundo descubriendo la electrolisis; o los de Oersted quien, en 1819, observó la influencia que una corriente eléctrica ejercía sobre una aguja imantada, abriendo la senda de los estudios combinados de electricidad y magnetismo. Este momento supuso un giro importante en esta historia.

17 de mayo de 2022

La de arena de Merleau-Ponty sobre el problema de Driesch (2de2)

Decíamos en el anterior post de la semana pasada (aquí) que, según Merleau-Ponty, el campo fenoménico sería como un bol de cerezas, en el sentido de que la percepción de un objeto arrastraba consigo el resto de objetos susceptibles de ser percibidos. Dicho de otro modo: que no podemos percibir nada aislado del resto de objetos que conforman su horizonte. Y nos quedó pendiente pensar sobre las consecuencias metafísicas de ello. Vaya por delante que éste es un post un tanto complicado, pero bueno, vamos allá.

Puede ser de utilidad comenzar con esta idea del pensador francés: «Puedo, pues, ver un objeto en cuanto que los objetos forman un sistema o un mundo y que cada uno de ellos dispone de los demás, que están a su alrededor, como espectadores de sus aspectos ocultos y garantía de su permanencia».

Lo que nos está diciendo Merleau-Ponty es esto que acabo de comentar, que todos los objetos, tanto el que conforma el objeto de mi atención como los que quedan en el fondo, forman un sistema, en el que todos ‘disponen’ de todos. Creo que esto es muy interesante, y nos abre luces sobre el carácter sistémico de la realidad. Un carácter sistémico que no es sólo espacial, sino también temporal. Efectivamente esto, que está dicho desde un presente, en sentido espacial, igual podría decirse desde un horizonte temporal. Y esto en dos sentidos. Por lo pronto, en el de que ninguna percepción es atemporal, sino que se hunde en un devenir en el tiempo: toda percepción es de carácter tempóreo. Pero, hay otro sentido que va más allá del hecho de que toda percepción posea un carácter tempóreo en sí misma, que devenga como tal, que se despliegue en el tiempo; a lo que me refiero es al hecho de que, en todo presente de la percepción, también están co-presentes el pasado y el futuro. En toda percepción hacen acto de presencia las percepciones pasadas, de las cuales solicita su reconocimiento, aun cuando éste no sea objeto de percepción; nuestra historia perceptiva influye y mucho en lo que estamos percibiendo. Lo mismo cabe decir del futuro inminente, con el cual cuento para enderezar mi percepción; en función de mis expectativas, percibiré unas cosas y no otras. En todo presente perceptivo hay un doble momento, un doble horizonte: hacia atrás (de retención) y hacia adelante (de protensión); doble horizonte en virtud del cual el presente no es un presente puro, sino que se ve continuamente arrastrado y destruido por el transcurrir de su duración, deviniendo en un punto fijo de atención que es identificable en un tiempo objetivo.

El carácter sistémico que Merleau-Ponty dota a la percepción cabe enfocarlo bien espacialmente, bien temporalmente. Pues bien: aunque sigo pensando, tal y como concluía el anterior post, que Merleau-Ponty sigue situado a nivel del cosmos, creo que esta explicación de lo que es la apertura campal de la percepción puede ayudarnos a ilustrar lo que es el salto al mundo (en términos zubirianos), es decir, a lo metafísico. Si nos fijamos, Merleau-Ponty es consciente de que toda percepción deja al objeto ‘inacabado y abierto’: el objeto no se acaba en sí mismo, sino que su percepción completa no se puede conseguir sin percibirlo ‘a una’ formando parte del horizonte; apertura a través de la cual transcurre o fluye la sustancialidad del objeto, en su opinión. ¿En qué consiste esta sustancialidad del objeto? Pues en el resultado de una coexistencia de percepciones infinitas, como hemos visto: «A través de esta apertura transcurre, fluye, la sustancialidad del objeto. Si este ha de llegar a una densidad perfecta, en otras palabras, si debe existir un objeto absoluto, es necesario que sea una infinidad de perspectivas diferentes contraídas en una coexistencia rigurosa, y que, como a través de una sola visión, se ofrezca a mil miradas».

Pues bien, salvando las distancias ―y a mi modo de ver― se puede establecer un salto con la consideración metafísica formal de Zubiri. De modo análogo a que para percibir todo objeto es preciso percibir también el horizonte, el cual se erige en un elemento necesario para percibir completamente el objeto, un horizonte al cual la percepción de ese objeto concreto nos remite y gracias al cual lo podemos precisamente percibir en su completitud, algo así podemos esbozar que es la aprehensión del objeto no en tanto que contenido (que es en definitiva donde se sitúa Merleau-Ponty, aunque sea un contenido perfeccionado y ‘absoluto’), sino en tanto que real. Porque lo metafísico se nos abre cuando somos capaces de aprehender la realidad en tanto que formalidad, no en tanto que contenido. Si nos quedamos en el contenido, nos quedamos en ‘esta’ cosa, independientemente de que nos apoyemos en las que no son ella; pero, del mismo modo que para percibir la cosa hemos de apoyarnos en todo eso que no es la cosa, si establecemos ese paralelismo desde su realidad formal, aparece el mundo en su respectividad. Porque eso es lo que es el mundo para Zubiri: la respectividad de lo real. Aprehendemos lo mismo ―las cosas― pero bajo una clave distinta. Del mismo modo que la percepción de todo objeto es más que lo que percibimos de él directamente, la aprehensión de un objeto es más que la aprensión que podamos hacer de él fenomenológicamente: podemos aprehenderlo en tanto que real, en tanto que formando parte de la totalidad, de la realidad considerada no en tanto que cosas, sino en tanto que totalidad. Eso es el mundo: el cosmos actualizado no en tanto que contenidos, sino en tanto que totalidad. Y ello puede arrojarnos una noticia sobre la misma realidad que permanece ajena a una aprehensión meramente cósmica. El planteamiento de Driesch, que iremos viendo poco a poco, bien puede servirnos para adentrarnos al planteamiento de Zubiri.