31 de mayo de 2022

El margen de maniobra

'No reproducible', de René Magritte (1937)
'No reproducible', de René Magritte (1937)
Por lo general, tenemos la tendencia a dar explicación a los sucesos desde la comprensión de sus causas inmediatas. Se puede decir que se trata de una disposición innata en nuestro aprendizaje: «todos tenemos la tendencia a intuir una relación causa-efecto entre dos acontecimientos que coinciden en el tiempo o se suceden inmediatamente», dice Eibl-Eibesfeldt en La sociedad de la desconfianza, parafraseando la famosa idea de Hume. Aunque el etólogo alemán va más lejos que el filósofo escocés, poniendo de manifiesto la dificultad que entraña esta actitud para la resolución de problemas más complejos. Tanto es así, que tendemos a ‘curvar’ la realidad de las cosas según nuestros patrones de comprensión, cuando seguramente las cosas ocurran por causas que se nos escapan, y lo que es peor, que no estamos en condiciones ni siquiera de atisbar.

Es interesante cómo se van fraguando en nosotros estos patrones de lectura, de comprensión, de comportamiento… estas creencias que diría Ortega y Gasset, auténticas gafas que filtran la realidad para convertirla en ‘nuestra’ realidad, nuestro mundo. Eibl-Eibesfeldt insiste en el carácter eminentemente cultural de este proceso, para el cual nuestra dimensión biológica no está lo suficientemente preparada. Los millones y millones de años de historia evolutiva han preparado a nuestro organismo para reaccionar biológicamente ante determinados estímulos, pero no precisamente para los de carácter cultural. Por ejemplo, no tenemos ningún reparo en realizar ciertas actividades con un riesgo importante (hacer un viaje en coche, por ejemplo, cuando sabemos que centenares de personas pierden su vida a diario en las carreteras), cuando somos incapaces de coger una serpiente con las manos (por muy inofensiva que sea). Con mucha facilidad adquirimos fobias de este tipo, siendo muy resistentes a las fobias ante riesgos modernos. Seguramente, basta que nos ataque un perro, o que veamos su ataque a un tercero, para que arraigue en nosotros un temor indeleble; que ocurra lo propio viendo algún accidente, es mucho más extraño. Como dice Eibl-Eibesfeldt, «los coches no están previstos en nuestro programa filogenético».

Y éste es el asunto. La significatividad de las cosas se hace presente cuando aquello que estamos percibiendo lo vemos como una probabilidad para nuestras vidas, pero una probabilidad efectiva. Es entonces cuando adquiere una valencia afectiva. Todos sabemos que podemos tener un accidente en coche, pero no lo consideramos como una probabilidad efectiva cada vez que lo cogemos, sino que solemos pensar que no vamos a tener ningún accidente, si lo pensamos. Estas cosas las percibimos racionalmente, sin sentirnos implicados, lo cual no nos deja ninguna huella. Lo que de verdad nos moviliza es la relevancia afectiva en el presente que tenga en cada uno de nosotros el asunto en cuestión. Nos influye no lo que percibimos, sino la resonancia afectiva en nosotros de eso que hemos percibido. Por este motivo somos capaces de flirtear con riesgos que, en el fondo, no nos afectan en este sentido. Somos capaces de realizar actividades cada vez más arriesgadas, de construir casas en zonas inundables, etc. Sí, somos conscientes de que algún día podrá pasar algo, pero ello no nos afecta porque no resuena afectivamente en nosotros.

Nuestra vida se desenvuelve en torno a aquello que nos moviliza porque resuena afectivamente en nosotros, no en torno a lo que pensamos, independientemente de que aquello que resuena afectivamente en nosotros nos lo hemos representado previamente. De hecho, cuando algún pensamiento nos lleva a la acción es porque previamente ha resonado afectivamente en nosotros; el pensamiento, en sí mismo, es neutro: en virtud de cómo sea recibido afectivamente por nosotros, nos llevará a una acción o a otra.

Todo ello responde a patrones fisiológicos de conducta, heredados evolutivamente. Las especies animales tienden a enderezar sus conductas a aquello que les afecta emocionalmente (huida, hambre, reproducción, etc.), siempre bajo la batuta del sistema de recompensa. Pero ellos viven en un presente del cual no pueden evadirse, a lo sumo manejarse entre los márgenes de una estrecha holgura. Nosotros, gracias a nuestra inteligencia, podemos representarnos no sólo el presente en el que estamos, sino también el pasado y el futuro hasta límites inimaginables por cualquier otra especie. Algo que entraña un riesgo, en el sentido de que puede ocurrir ―de hecho, así es― que haya una descompensación, un desencuentro entre nuestras posibilidades cognitivas y su vinculación con lo orgánico, con lo corporal, con lo afectivo, con lo vital, haciéndonos naufragar entre las ocultas corrientes de la vida.

Si bien la posibilidad humana gira en torno a esta capacidad, no es algo exento de riesgos, tanto a nivel individual como social. Podemos ser afectados por cosas que no son reales (recuerdos, proyecciones en el futuro), tanto funcional como disfuncionalmente. Podemos no sentirnos afectados por cosas que pensamos que nunca van a pasar, pero que igual son consecuencia natural de nuestros actos; y ello porque no tenemos un vínculo con ello, no tenemos un ‘hilo afectivo’ que nos ayude a su valoración. Solemos vivir con luces cortas, sin la capacidad de levantar nuestra mirada hacia un horizonte que se nos presenta extraño, lejano, desconocido. Desde esta perspectiva la resolución de situaciones, o el planteamiento de proyectos, se torna problemático, pues vivimos en nuestro charquito, y de él no salimos. Y queremos solucionar nuestras vidas en él.

La madurez pasa ―a mi modo de ver― por la capacidad de poder iluminar nuestras vidas con las luces largas, desde una afectividad sana que nos permita enlazar nuestra representación de las cosas (pasadas, presentes y futuras) con nuestras posibilidades de actuación funcionales. Será entonces cuando nuestros deseos, nuestras motivaciones, aun en el seno de la inespecificidad del comportamiento humano, serán realistas tanto por lo que dan a las cosas como por lo que dan a nosotros mismos, en tanto que nuestras facultades estarán armonizadas funcionalmente, fruitivamente. Y esto tanto por lo que nuestra vida nos compete a cada uno de nosotros, como por lo que compete a nuestras relaciones con los demás: sin una vinculación afectiva por el otro (conocido o no, no es relevante en este caso), difícilmente podremos preocuparnos por él, y podremos considerarlo por su valor y dignidad, viéndolo únicamente a la luz de nuestro beneficio y bienestar.

2 comentarios:

  1. La vida es incierta por su propia naturaleza,solo el vínculo que creamos con los démas seres nos permite sobrellevarla con el debido respeto.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pues sí, yo creo que la capacidad para poder establecer relaciones afectivamente sanas, es fundamental para nuestro crecimiento y el de los demás, para la vida en definitiva. Un saludo.

      Eliminar