27 de abril de 2021

La ecuación de estado o tocar la realidad

Unos de los aspectos que más interesantes me parece de la ciencia, y que de alguna manera tratamos de recuperar en la filosofía, es su estrecha vinculación con la realidad, el modo en que, experimento tras experimento, acierto tras acierto o error tras error, tratan continuamente de ‘tocar’ la realidad, de contrastarse con ella en aras de poder ir conociéndola mejor, evidentemente desde su metodología científica, sea lo compleja que sea. Como decía, quizá un modo no muy afortunado de filosofar ha sido el ejercicio de una razón eminentemente especulativa, teórica, lo cual ha podido llevar en ocasiones a callejones difíciles de argumentar; por ello la insistencia de buena parte de la filosofía contemporánea de recuperar ese ‘tocar’ la realidad, o mejor, ‘dejarse tocar’ por ella, tratando de hacerlo desde una metodología diversa a la científica. Un ejemplo científico de esto que estoy diciendo tiene que ver con el origen de la ecuación de estado de los gases que aprendimos en el colegio (pV=nRT).

La Termodinámica es una disciplina en la que se plasma de modo singular (a mi modo de ver) la relación existente entre observación empírica (o experimentación) y conocimiento científico (o teorías). En sus orígenes, era una disciplina científica orientada hacia las propiedades y el comportamiento de la materia a nivel macroscópico, evidentemente relacionado con su respuesta a procesos térmicos, caloríficos, etc., y no tanto a cómo fuera esa materia que se estaba observando a nivel microscópico. Esta inquietud vendría después, cuyas primeras formulaciones estadísticas se las debemos agradecer a Ludwig Boltzmann.

Pues bien, uno de los primeros conocimientos que se consolidaron allá por su nacimiento fue el que tiene que ver con la ecuación de estado. ¿Qué significa esta ecuación? Lo que hace es establecer una relación entre las variables de presión, volumen y temperatura de un sistema, en función de la cantidad de materia existente en él; si tenemos una determinada cantidad de materia en un sistema, y jugamos con dos de estas variables, la tercera dependerá inexorablemente de ellas, no pudiendo adoptar ningún otro valor que no sea el definido por la relación. Esto es precisamente lo que describe esta ecuación, como explica Gratton. Y el caso es que, esta ecuación fue obtenida no deduciéndola teóricamente, sino partiendo de la observación experimental. Cómo se fue fraguando me parece un proceso interesante, y de alguna manera tiene que ver con esa experiencia tan cotidiana que tenemos todos de cómo funciona un termómetro.

Todos tenemos experiencias de que ciertas propiedades de los cuerpos (termométricas) se modifican con la temperatura: líquidos que fríos son más viscosos que calientes, sólidos que calientes son más grandes que fríos, etc. En este sentido, también tenemos todos una experiencia intuitiva de lo que es la temperatura de un cuerpo, y distinguimos de alguna manera cuándo un cuerpo está frío o caliente, aunque no sepamos decir exactamente cuánto de caliente o frío está; esto es harina de otro costal, la asignación de valores numéricos a estos estados de temperatura.

Estos valores no son algo absoluto, sino que su definición dependerá de ciertos hechos experimentales que sirven de referencia, y que son meramente arbitrarios. Un ejemplo paradigmático de ello es la escala definida para un termómetro en grados centígrados: el mercurio es un metal líquido cuyo volumen es sensible termométricamente; basta alojarlo en un tubito muy fino, y ver cómo, al modificar su temperatura, crece o mengua, marcando en ese tubito los momentos en que el agua, sometida también a la misma modificación de temperatura, se congele o entre en ebullición, momentos en los que marcaremos —como sabemos— los 0º y los 100º respectivamente. En la base de ello está el hecho de escoger una de estas propiedades termométricas (la dilatación) de un determinado material (el mercurio) que responde linealmente a la variación de la temperatura.

Muy bien se podía haber escogido otra escala (como también las hay), así como otros materiales. De hecho, en la época era costumbre también fabricar termómetros de gas, que fueron especialmente atendidos por su utilidad al estudiar científicamente el comportamiento de los gases; parece que la primera persona que fabricó uno fue Galileo en 1592, que consistía en un tubo de cristal con agua y aire, de modo que, en función de la temperatura, el aire se dilataba y se contraía y la columna de agua ascendía o descendía. La verdad es que este aparato no medía la temperatura, sino que sólo constataba el fenómeno de cómo le afectaba el cambio de calor; como dice Gamow, más que ‘termómetro’ habría que haberlo llamado ‘termoscopo’. Tras algunas modificaciones del mismo: Ray invirtió su funcionamiento en 1631; el duque Fernando de Toscana construyó en 1635 un termómetro empleando no aire y agua, sino alcohol. Pocos años después, en 1640, los científicos de la Academia Lincei de Italia construyeron el primer prototipo de lo que sería el termómetro moderno usando mercurio. No obstante, la idea inicial seguía perfeccionándose, como muestra el trabajo de un físico francés, Guillaume Amontons (1663-1705). Amontons es conocido por su trabajo pionero en la medición de la fricción y la temperatura, formulando matemáticamente la relación entre ambas magnitudes. En el tema que nos ocupa, perfeccionó un termómetro basado en la presión del aire, siendo de los primeros es postular el concepto de cero absoluto.

En este trabajo con los gases, pronto los científicos se dieron cuenta de una cosa: de que cuando un gas se encontraba a presiones bajas, respondía de modo proporcional al efecto de la temperatura; y no sólo eso, sino que, en general, todos los gases respondían de la misma manera. Así, del mismo modo que para los termómetros de mercurio se tomó como propiedad termométrica su volumen, para los gases se tomó el producto pV de la presión por el volumen que ocupara el gas en cuestión, pues se comprobó que para todos los gases la variación de esta magnitud era proporcional en los mismos términos a la variación de la temperatura. Esto quiere decir que, si conocemos el producto pV para una determinada temperatura T de un gas, podemos saber su valor para cualquier otra temperatura Tr; o, lo que es lo mismo:

Pero esto poco se parece a nuestra ecuación de estado. Siguiendo las experimentaciones se llegó a la conclusión de que el producto pV no sólo era proporcional a T sino también a la masa m del gas; es decir, manteniendo la T constante, pV dependía de modo directamente proporcional a la cantidad de masa del gas, es decir:


Como T es constante, se puede incluir en la primera ecuación tranquilamente:

O, lo que es lo mismo: pV = mKT. Ecuación que ya se aproxima a la ecuación de estado, aunque todavía no es ella. ¿Qué falta? El caso es que, en esta ecuación, la definición de la constante K era específica para cada gas; es decir, que para cada gas K poseía un valor específico. Siguiendo las investigaciones, se dio un paso muy importante, como es que, si en lugar de la masa m, utilizamos para definir la cantidad de gas la unidad de masa conocida como mol, o el número n de moles, se llega a una conclusión muy interesante, como es que esa constante K que era específica para cada uno de los gases se equipara para todos, es decir, se convierte en una constante universal, denominada R, con lo que la ecuación queda: pV = nRT.

La nueva constante R ya no es una constante particular para cada gas, sino que es la constante universal de todos los gases, de modo que, si en vez de gramos para definir la masa del gas utilizamos los moles, esta igualdad se cumple para todos los gases. Este valor de R está en función de la temperatura T que hayamos cogido como valor de referencia constante, y que no es otra que 273’16 ºK (que se corresponde con 0 ºC).

A lo que iba. Lo que llama la atención de toda esta historia es el modo en que dicha ecuación se ha generado, no tanto atendiendo al comportamiento microscópico de los cuerpos, o mediante deducciones teóricas, etc, sino, sencillamente, ‘trajinando’ con la realidad, ‘trasteando’ con los gases y con su comportamiento en función de diferentes parámetros, leyendo y trabajando con los materiales de modo totalmente intuitivo y experimental.

20 de abril de 2021

El vicio maldito

Comenta Montaigne que tener poca memoria es, en no pocas ocasiones, una buena cosa. Sobre todo, en alguien como él, una persona con mucha facilidad de palabra, con un discurso generoso al cual es fácil ‘enriquecer’ con infinidad de detalles nimios y minúsculos que sólo sirven para convertir en verborrea la disertación, adornándolo y alargándolo innecesariamente; algo ―a su juicio― a todas luces lamentable. Simpáticamente, comenta el caso de algún amigo suyo, ante lo cual yo no he podido evitar pensar en algún amigo mío. Dice el francés: «Compruébolo con el ejemplo de algunos de mis amigos íntimos: a medida que la memoria les presenta las cosas completas y presentes, retrotraen tan atrás el relato cargándolo con tantas y vanas circunstancias que aun si el cuento es bueno, apagan su interés; si no lo es, maldices, ya su feliz memoria, ya su desgraciado juicio. Y no es cosa fácil zanjar o cortar un tema una vez que uno se ha embarcado en él». ¿Quién no se ha encontrado en una experiencia similar, escuchando una cantinela que ni le va ni le viene, sin saber muy bien cómo parar el relato sin ‘herir la sensibilidad’ de su interlocutor? Hay personas que no pueden parar de hablar, que enlazan unos temas con otros sin mayor hilván, ocurrencias tras ocurrencias; no es tanto lo que tienen que decir, sino el tener que decir algo, para lo cual necesitan encontrar ‘material’ para llenar un discurso que, si no posee el ‘alimento’ necesario, deberá finalizar perentoriamente. Y en no pocas ocasiones ejercen esta estrategia a costa de lo que sea, sin considerar demasiado lo coherente o lo oportuno de sus palabras ni el posible interés que su paciente interlocutor pueda tener en ello: lo importante es ser escuchado, o mejor, hablar sin descanso, aunque tengan que echar mano de historias un tanto absurdas, «diciendo pamplinas, divagando como hombres que desfallecen de debilidad».

Pero tener mala memoria no sólo tiene la ventaja de librarnos de poner a otros en la tesitura de interlocutores pacientes. Otra ventaja de tener poca memoria es olvidar pronto las ofensas recibidas; o también volver a revivir encuentros y lugares que se tornan tan frescos como el primer día. Pero no todo es tan bonito, pues hay un riesgo importante para el que es olvidadizo, una línea que no debe cruzar: meterse a mentiroso. Una cosa es decir algo falso sin ánimo de hacerlo, por equivocación o por ignorancia. Pero aquí se refiere Montaigne a aquellos que mienten con plena consciencia, aquellos ‘que hablan contra lo que saben’, inventando la historia, o alterando el fondo verdadero. Y si su memoria es débil, «cuando lo disfrazan y cambian [el fondo verdadero], al hacerles volver a menudo sobre la misma historia es difícil que no hierren».

En el momento de la confección de su discurso, como, de alguna manera, todo responde a su imaginación, no es difícil que elaboren un discurso coherente, sin riesgo de contradicción, en función de sus interlocutores o de sus intereses. «A menudo he visto gracioso ejemplo de ello en perjuicio de aquellos que hacen profesión de no dar forma a su palabra más que según sirva a sus negocios y plazca a los poderosos a quienes hablan. Pues esas circunstancias a las que quieren doblegar su crédito y su conciencia estando sujetas a muchos cambios, han de variar sus palabras aquí y allá, por lo que de una misma cosa dicen unas veces blanco y otras negro; a un hombre hablan de esta forma y a otro de esta otra». Pero otra cosa es que ello quede grabado en su memoria pues, por el mismo motivo, como se trata de un discurso sin consistencia al haberse generado sin la resistencia de las cosas reales ni de los hechos de la vida, escapa fácilmente a la memoria. Como es fácil pensar, los recuerdos se entremezclarán y su retentiva les fallará innumerables veces pues, ¿quién es capaz de acordarse de todos estos detalles dichos en diferentes contextos?

El resultado de todo ello no es otro que empozoñar las relaciones, y generar desconfianza. La mentira es para Montaigne, un vicio maldito, porque si creemos los unos en los otros es por la palabra. Si esto se rompe, ¿qué quedará? «Sólo la mentira y un poco por debajo de ella la obstinación, parécenme ser aquellos cuyo nacimiento y progreso deberíamos combatir encarecidamente. Crecen a pesar de ellos mismos. Y en cuanto se le da rienda suelta a la lengua, es asombroso cuán imposible resulta detenerla».

Muchos caminos desvían del blanco, pocos conducen a él. Los parlanchines dicen tantas cosas, que entre todas ellas alguna será verdadera, pero no por intención, sino por probabilidad. «Con tanto decir, forzoso es que digan verdad y mentira». Y, por lo general, se suelen hacer eco de sus aciertos, y no de sus errores, los cuales suelen engrosar una lista más larga.

13 de abril de 2021

Percepción estética y percepción instrumental

Uno de los principales objetivos de libro de Dewey titulado El arte como experiencia es sin duda clarificar qué es estrictamente una experiencia estética, una experiencia estética que, antes que estética, es experiencia, quiero decir, que si no somos capaces de vivir en nuestras vidas auténticas experiencias, y no vivencias de cualquier tipo, difícilmente podemos vivir una experiencia estética. De hecho, creo que se puede afirmar que, en su imaginario, no hay diferencia entre experiencia y experiencia estética, sino que son dos modos de definir lo mismo. Para ello sería oportuno distinguir lo que es una experiencia de tantas otras vivencias que podamos mantener en nuestras vidas, y que no lo son.

Pues bien, un modo de aproximarnos a ello (otro lo hicimos aquí) puede ser la diferencia que establece el filósofo estadounidense entre una percepción estética, rara avis, y una percepción instrumental, que es el modo habitual de desenvolvernos: mediante percepciones instrumentales. En su opinión, lo estético es algo dinámico, y sólo se da en el juego entre lo percibido y la respuesta del sujeto a la percepción. A todos nos es familiar esa experiencia mediante la cual decimos que tal cuadro o que tal novela estaban vivos o, por el contrario, estaban muertos. ¿Qué queremos decir exactamente con ello? No es fácil explicarlo. Quizá que nos sentíamos en una tensión que revertía fruitivamente en nosotros, despertando la curiosidad sin caer en excentricidades, propiciando momentos de serenidad sin caer en la rutina. Todo surge de modo espontáneo, sin pensarlo; y algo tendrá que ver el objeto artístico con ello.

Toda experiencia estética tiene algo de narración, de diálogo: no es despertar la atención por despertarla, no es sacarnos de nuestros esquemas, sino que de alguna manera es todo eso, pero con algo más, debidamente integrado. La clave para distinguir la percepción estética de cualquier otra percepción estriba en esto, en su capacidad para organizar narrativamente las energías en orden a producir un resultado. Es así cuando el espectador detiene su atención en la obra misma, en su percepción, la cual ‘impide’ que atendamos otras cosas, e incluso que la atendamos a ella con otra finalidad que no sea únicamente su percepción. Ésta es la clave. Porque muy bien podríamos aprehender una obra artística, no estéticamente, sino instrumentalmente.

¿Cuándo percibimos instrumentalmente? En nuestra vida cotidiana es lo habitual, y se da cuando lo que realmente nos importa no es estrictamente el objeto que percibimos, sino aquello que podemos hacer con él, que es nuestro verdadero objetivo. Sólo atendemos al objeto en la medida en que nos suministra la posibilidad de hacer algo otro; pero el objeto en sí mismo no nos interesa en absoluto, a lo máximo si está en buenas condiciones para poder desempeñar su finalidad en nuestras vidas. Cuando su finalidad no nos interesa, nuestro interés en el objeto se reduce en la misma medida; nos pasa inadvertido, o quizá nos fijamos ‘perezosamente’ en tal o cual detalle suyo, sin mayor inquietud.

Nada que ver con la percepción estética, en la que el objeto es capaz de generar esa conjugación de energías que lo sitúan como un fin en sí mismo, ofrece esa organización rítmica tan particular de los objetos artísticos en la que todo se provoca y se refuerza en favor de la experiencia global.


En el fondo, no hay una percepción ‘y’ un objeto percibido, sino que ambos pertenecen al mismo proceso perceptivo. En la percepción estética, no hay objeto de percepción ‘fuera de’ dicha percepción. Que los objetos tengan una existencia independiente a su percepción, no es relevante para nosotros a efectos de lo estético; a nosotros nos interesa el objeto artístico en tanto que está siendo percibido. Y, lo que se percibe, no es una clase general, o una especie general, sino este objeto en concreto: este paisaje, esta manzana, este rostro: es una experiencia concreta, más que la concreción de una experiencia abstracta. Porque lo estético nace en todo lo que despierta en el individuo este objeto en concreto, con sus características y propiedades, que son irrepetibles y determinan su existencia como tal.

Si nos fijamos, en nuestra percepción ordinaria con los objetos en rededor no solemos agotar la percepción de los objetos, sino que las dejamos inacabadas, porque nos contentamos con una primera identificación, suficiente para su uso instrumental; con reconocer el objeto es suficiente, bastando una percepción incompleta, parcial. Y lo cierto es que aquí se abre una encrucijada, porque hay que situarse sobre si nuestra percepción va a ser estética o va a ser instrumental, es decir, si mi atención va a recaer en el objeto o en el uso que le voy a dar. Y, en el fondo, es el mismo dilema se trate de cualquier objeto cotidiano (un bolígrafo) que la obra de arte más excelsa (“Las meninas” de Velázquez): puedo percibir estéticamente un bolígrafo, como puedo percibir instrumentalmente el cuadro de Velázquez.

En la medida en que la finalidad de la percepción instrumental es ajena a la percepción misma, tiende a reducirse, a minimizarse, para dedicarnos a lo que en realidad nos interesa. Pero lo propio de la percepción estética es detenernos en ella, sentirnos atrapados por ella, porque es una percepción plena cuyo correlato afectivo es la fruición de que la experiencia está siendo tal, pues en ella la liberación de energías está organizada rítmicamente, al compás de nuestra dimensión vital. El artista sabe dar a cada elemento de su obra aquello que le corresponde para que se adecúe entre lo que encaja y entre lo que desentona, entre lo que une y lo que rompe, para la realización de la ‘plena energía del objeto’.

Cuando no es así, y nuestra percepción se relaja o se distrae, aparece nuestra atención, la cual comúnmente se demora excesivamente en ello; aparecen reminiscencias o asociaciones sentimentales derivadas de nuestra experiencia personal, contribuyendo a una experiencia estética ‘simulada’. En definitiva, las obras de arte muertas son aquellas en las que nuestra atención no se mantiene viva en la aprehensión, sino que precisa de otros recursos para mantenerse activa, seguramente porque el ritmo de la obra no es tal, y se producen intervalos que no son paradas que nos impulsan al siguiente momento, sino que nos detienen ociosos y sin recursos. Los lugares muertos suponen una organización frustrada de las energías, en cuya suplencia nos desgastamos. Son energías desorganizadas, sin vida, sin ritmo. Ante una obra que no es representada, sino simulada ―dirá Dewey― nos surge cierta irritación, a causa de cierto sentimiento de engaño, pues utilizan ciertas estrategias torticeras para suplir su falta de ritmo.

En la percepción estética, la armonía, el equilibrio, la simetría, el ritmo, no se pueden distinguir, pues se corresponden con una experiencia unificada. Dicha experiencia puede ser diseccionada lógicamente a posteriori, pero no vitalmente. Ante la obra artística todo fluye en una experiencia única; y, cuando no es así, no es artística.

6 de abril de 2021

Los fluidos imponderables

A partir del Renacimiento, comenzó a surgir en el espíritu europeo una inquietud importante por dar respuesta a distintas cuestiones relacionadas con el mundo y con la vida, en la línea de superación de la cosmovisión clásica, deudora todavía en gran medida del planteamiento aristotélico, el cual a la sazón se mostraba insuficiente para darles explicación. Distintos fenómenos pertenecientes a ámbitos tan dispares como el de la naturaleza o el del organismo vivo comenzaron a estudiarse desde una actitud más ‘científica’, independientemente de que dicho carácter científico estuviese muy lejano de lo que hoy en día entendemos por tal, aunque no cabe duda de que nuestra ciencia actual pende de estos primeros esbozos. Muestra de ello fueron los primeros esbozos de explicación científica que se trató de dar tanto a fenómenos como los de carácter eléctrico o magnético, o los derivados del proceso de combustión, como los procesos fisiológicos que subyacían a nuestros movimientos, conductas, experiencias, etc.; primeros esbozos que giraban en torno a un concepto general, a saber: el concepto de fluido imponderable, concepto socorrido y extraño mediante el cual se daba razón de los fenómenos observables, en una época en la que todavía no había ningún tipo de posibilidad de plantearse o conocer la naturaleza de los procesos internos.

En el entorno del comportamiento de las cosas naturales se hablaba así del calórico, del magnético, del eléctrico, del flogisto, del lumínico… tal y como nos explica Antonio Moreno, fluidos de diversa naturaleza que no pueden sino recordarnos al famoso éter que llenaba el espacio, incluso llegando a considerar que todos aquellos fluidos no eran sino dimensiones o distintos modos de darse este éter fundamental; de hecho, así se explicaba en la universidad española a mitad del siglo XIX. Poco a poco se fue observando que estos fluidos naturales compartían algunas propiedades, de modo que se fueron agrupando, hasta quedar como fundamentales los siguientes: el calor, la luz, el magnetismo y la electricidad. Pero incluso los dos primeros se llegaron a considerar como dos efectos de un mismo fluido, y los dos segundos también; al final, parecía sostenible «la idea de no admitir más que un solo fluido, cuyas modificaciones dan lugar a los diversos fenómenos», tal y como se explicaba en el Programa de un curso elemental de física y nociones de química de la Universidad Central en el año 1851.

Todos los fluidos imponderables que daban razón de los fenómenos naturales no eran sino modificaciones de un único fluido; podría denominarse a este sistema de fluidos imponderables como el ‘modelo estándar’ de la época, en claro paralelismo con nuestro actual modelo estándar vinculado a las partículas subatómicas.

Estos primeros científicos modernos intentaban dar así explicación a una serie de fenómenos observados, con un marco teórico y unas herramientas conceptuales todavía pobres desde este punto de vista, pero situándose ya en el marco newtoniano de marcado carácter mecánico. No sé sabía muy bien lo que eran estos fluidos ―de ahí lo de ‘imponderables’― pero se suponían inseparables de los cuerpos (cuyos fenómenos sí eran ponderables), atribuyéndole las causas de las modificaciones de estos, tanto en su modo de ser como en su modo de estar. Por lo general, se pensaba que estos fluidos estaban formados por moléculas de su carácter respectivo (eléctricas, calóricas…), que se encontraban en movimiento en el interior de los cuerpos, y podían desplazarse de unos a otros, dando así origen a los fenómenos.

Esta tendencia no estuvo ausente tampoco para dar explicación a los procesos fisiológicos humanos, en los que seguramente jugó un papel importante el dualismo cartesiano, distinguiendo netamente entre la dimensión espiritual y la corporal del ser humano. Recordemos que, en su esquema, nuestro organismo (cualquier organismo) se comportaba como un mecanismo, el cual era dirigido por nuestra dimensión anímica a través de la glándula pineal. La glándula pineal era bidireccional: remitía la información recogida por los sentidos al alma, y devolvía las intenciones de ésta al cuerpo. ¿Cómo se manejaba esta información? Pues a través de unos fluidos que circulaban bien a través de los nervios, bien a través de los músculos. Descartes recogía así una tradición heredada de Galeno quien, en el siglo II d. C., asumía la teoría ‘pneumática’ de los estoicos (heredada a su vez de Aristóteles), que fue transmitida a la Edad Media, época en la que el pneuma fue vertido al latín spiritus, no tanto en el sentido de algo trascendente, sino más bien como una sustancia fluida que permitía la comunicación de las partes más importantes del cuerpo (corazón, cerebro) con las restantes. Los ‘espíritus animales’ eran algo así como unos ‘humores’ que se erigían en la causa de los movimientos de los animales, y también de nuestro cuerpo animado en su caso por el alma mediante la glándula pineal.

Este planteamiento fue sin duda un primer paso para buscar las causas de los fenómenos ya no en términos clásicos, sino modernos. Poco a poco, los cuatro elementos aristotélicos de la naturaleza (agua, tierra, aire y fuego) necesitaron ir actualizándose conforme el nuevo marco de conocimiento (el moderno) lo fue posibilitando, también en el fisiológico. Y, qué duda cabe, de la importancia de este nuevo giro para el desarrollo científico que se dio a partir de entonces, posibilitado fundamentalmente gracias al progreso de la tecnología, sin el cual no hubiera sido posible.

30 de marzo de 2021

La filosofía: juego y necesidad

Tiene Eugenio d’Ors una idea preciosa de lo que es la vida en primera instancia, el esfuerzo intelectual (científico, especulativo) en segunda. Tiene que ver con la doble actitud que se debe adoptar, y que tan bien expresa en su filosofía del hombre que trabaja y que juega. Dice d’Ors que ni en la vida ni en la ciencia es todo necesidad, es todo ‘economía’, sino que interviene inevitablemente un momento radicalmente diverso, un momento de libertad, de juego, de sobreabundancia. Esta actitud lúdica a la que ya Schiller aludió en sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad, en la que Johan Huizinga profundizó con su Homo ludens, y a la que Gadamer hermeneutizó en su Verdad y método, también estuvo presente en nuestra tradición española, sobre todo de la mano de d’Ors y también de la de Ortega.

En la vida no todo es economía, interés, necesidad, sino que también es elegancia, actitud deportiva, disfrute, juego (nada que ver con la frivolidad, por otro lado). Pues bien, en opinión de d’Ors esto es algo que sólo compete a la vida, sino también a la ciencia, e indudablemente también debe participar de ello el pensamiento filosófico, en el que se debe conjugar armónicamente el trabajo, el esfuerzo, con la curiosidad, el juego, el disfrute, la belleza. Y esto es algo que se debe cuidar, la presencia de estas dos dimensiones, presentes tanto en el esfuerzo profesional e intelectual, como en los momentos más distendidos de la vida. Porque no se trata tanto de disfrutar de lo que hacemos interesadamente y de la belleza de nuestros resultados, sino de adquirir conocimientos mediante lo estético los cuales difícilmente podrían ser alcanzados de otro modo.

«¿Qué es meditar? Meditar es sacrificar una porción de sensaciones a un pensamiento. ―¿Qué es hablar? Es sacrificar una porción de pensamientos a otro. ―¿Qué es poesía? Es sacrificar una porción de palabras a una palabra en la cual se halla representado, además del valor propio, el de todas las palabras no dichas».

Estas páginas de d’Ors son realmente bellas. En la vida se ha de sacrificar parte de esfuerzo para jugar, parte del juego para trabajar. Y aún en el mismo trabajo, y aún en el mismo juego. No escatimemos en buscar momentos en que ofrezcamos en la pira un sacrificio a los dioses, en que podamos evadirnos del marco acostumbrado. Demos cabida a la abundancia, a la generosidad, que ya vendrán tiempos en que no sea oportuno. Pero cuando lo sea, quemémoslo todo, no utilitariamente, sino lúdicamente. Sólo ese debe ser su provecho, y no otro. No lo preveas, no lo calcules. No pienses que pierdes el tiempo, pues tan humano es lo uno como lo otro; y si hemos de vivir con necesidad y cálculo, no menos hemos de hacerlo con una pizca de sal y locura.

«Del trigo de mis cosechas echaré un diezmo al mar. Del pan de mi mesa desmigaré un poco para lanzarlo a la era, al pasto de los pájaros y al pasto del azar. Del oro de mi bolsa escaso y de las horas de mi estrecha vida, dilapidaré un poco, para santidad de lo que reste. De lo que escriba mi pluma, es justo que una parte se haga pavesas también, una parte que, no conocida de nadie, vuele por la ventana y suba, a lo alto, por la escalera de un rayo de luz, para que nos sea Apolo propicio», dice d'Ors.

Ni lo uno sin lo otro, ni lo otro sin lo uno; pues sólo con lo uno y lo otro, lo uno es uno y lo otro es otro. Idea de d’Ors que fue recordada en alguna ocasión por el propio Mircea Eliade, tal y como relata Rof Carballo: «En su madrileñísima vivienda de la calle del Sacramento, don Eugenio d’Ors, en la tarde final de diciembre, próxima la noche de San Silvestre, situado ante la chimenea daba de nuevo realidad todos los años, sin saberlo, a la bella ballada de Mestere Manole. Tras escoger de todo lo hecho en el año cuál era su obra mejor, su escrito más amado, lo arrojaba implacablemente al fuego. Decía don Eugenio d’Ors que el hombre moderno había perdido el sentido del sacrificio».

23 de marzo de 2021

Antes de la evolución

Decía John C. Eccles en el prólogo de su libro La evolución del cerebro: creación de la conciencia, que «la evolución de los homínidos hasta el homo sapiens sapiens es la historia más maravillosa que puede ser contada». Y puede que no le falte razón, conscientes de que, más que de una historia, no relatemos más que unos retazos suyos, seguramente imperfectos. Es por este motivo que, para poder dar debida cuenta de la misma, en no pocos casos no quede más remedio que echar mano de la imaginación, lo más científicamente fundamentada, como es evidente. Creo que esta misma idea la podemos extender de la evolución de los homínidos al proceso de la vida en general, desde el origen de la primera célula hasta, pasando por todas las especies vivas, la nuestra.

La primera comprensión de las especies vivas sobre la Tierra se la debemos a Aristóteles, mantenida tradicionalmente, no sólo por pensadores clásicos y medievales, sino también por científicos modernos (como Linneo o Cuvier). Según ella, las especies han vivido desde siempre como son. Para Aristóteles, si bien distinguía especies según grados de diferenciación entre ellas (plantas, animales, ser humano), no entendía que dicha gradación respondiera a una secuencia histórica. Este enfoque fue denominado muchos siglos más tarde como fijismo (defendido, por ejemplo, por Lyell), y que, en un contexto religioso fue trasladada al creacionismo (todavía mantenido en la actualidad por algunos grupos más extremos, interpretadores literales de la Biblia). Pero el fijismo como tal fue una postura estrictamente científica, obtenida a partir de una concreta visión sobre el mundo, según la cual la realidad (orgánica e inorgánica) no ha sufrido ningún cambio desde el origen de los tiempos. Si lo pensamos, es natural que se comprendiera así la vida pues, en el curso de lo que pueda durar cualquier vida humana, o en el de unas pocas generaciones enlazadas vitalmente, difícilmente se podían observar los procesos de la evolución, en ausencia todavía de una preocupación por el registro fósil. En este paradigma, lo único que evolucionaba a lo largo del tiempo eran los propios organismos, desde su nacimiento hasta su muerte; algo que, de hecho, fue considerado como paradigma del cambio natural dirigido a un fin, el individuo adulto. Pues bien, ésta fue la situación que predominó durante muchos siglos, y que de hecho fue aceptada por los biólogos hasta el siglo XIX.

Fue precisamente a causa de dar con un registro fósil cada vez más numeroso que esta teoría no se pudo sostener, y se comenzó a esbozar teorías explicativas en las cuales no estaba ausente una buena porción de imaginación para poder ir hilvanando los escasos conocimientos iniciales, en no pocas ocasiones fantásticas; aunque no todas.

Un ejemplo de las primeras podría ser el catastrofismo defendido por el francés Cuvier (1769-1832), y que hizo fortuna durante el siglo XIX, erigiéndose en la primera teoría formal sobre el problema de las extinciones. En un artículo titulado “Nota sobre las especies de elefantes vivos y fósiles” planteaba la idea de que de vez en cuando ocurrían en la Tierra catástrofes naturales globales, a causa de las cuales desaparecían algunas especies inevitablemente. Así, desde esta postura se entendía el progreso «como una secuencia de formas vivas que era directamente determinada por las condiciones cambiantes de la superficie de la Tierra», explican Barahona y Ayala. Según este planteamiento, las especies desaparecían por catástrofes naturales tales como altas temperaturas, concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera, inundaciones por elevaciones de agua, o períodos de escasez, etc. Las especies desaparecidas debían ser sustituidas por otras. Esta sustitución se podría dar por dos procesos: bien por creaciones sucesivas ―como explica el profesor Alfonseca― de modo que «Dios no habría creado a todos los seres vivos de una sola vez, sino en oleadas, después de la destrucción de todas o parte de las especies anteriores en catástrofes globales», creando especies cada vez más superiores; bien por un proceso más natural, según el cual las nuevas especies habrían llegado de otras zonas del planeta de modo que, habiendo sobrevivido a la catástrofe, llenaron el nicho ecológico dejado libre por las que no. Este enfoque encajaba en el marco de las ideas fijistas y creacionistas, por lo que fue admitido durante mucho tiempo.  Incluso para algunos autores ―como Agassiz― el progreso sólo debía vincularse al plan que Dios había decidido seguir durante la creación; consciente de que las condiciones ambientales podían afectar al proceso evolutivo, pensaba que su influencia no podía condicionar el plan que Dios había decidido continuar durante la creación, cuyo culmen era la especie humana. Sin embargo, ese esquema resultó ser difícil de mantener cuando se hizo evidente cómo la historia de la vida ha ido modificándose a lo largo de la historia, lo que haría preceptivo una cantidad de catástrofes ciertamente enorme, y de difícil explicación para dar razón de toda la diversidad evolutiva.

Había que buscar otra explicación al fijismo y al catastrofismo, y ella vino de la mano de la evolución, según la cual, y desde sus formas más primitivas, la vida habría ido evolucionando a lo largo del tiempo. Curiosamente, ya san Agustín previó esta hipótesis que él denominó seminal, asumiendo que el relato del Génesis no había necesidad de tomarlo en sentido literal, y que muy bien Dios podría haber creado a los seres vivos con la capacidad de ir modificándose paulatinamente. Existe la idea colectiva de que el evolucionismo fue esgrimido como estandarte de posturas que se enfrentaban al orden imperante, caracterizado por un pensamiento científico-religioso anclado en la tradición; frente a él se situaban distintas figuras enarbolando la bandera del evolucionismo como representación del librepensamiento, ateísmo, etc. Pero lo cierto es que las cosas no fueron del todo así, prueba de lo cual es que la Iglesia como tal nunca condenó la teoría de la evolución, sin negar que estas dos posturas enfrentadas se dieran entonces entre distintas personas de ambas posturas, como también se siguen dando hoy en día desde algunos sectores, supongo que por amantes de estos enfrentamientos estériles.

16 de marzo de 2021

Desde la totalidad a la humanidad

Seguramente no todos compartan esa experiencia de felicidad a la que alude Ricoeur (y que vimos en este post); muchos podrán decir que muy bien podría darse una vida experienciando la felicidad, sin que necesariamente nos deba remitir a esa experiencia de totalidad a la que Ricoeur aludía. Pero la opuesta también es cierta: no puede dejar de afirmarse que muy bien puede darse esa experiencia conjunta, la de felicidad y la de totalidad. ¿Por qué esta diferencia en las experiencias de las personas? En su opinión, depende de la identidad narrativa de cada uno, desde la cual se propicia su lectura de la persona humana, su lectura de quién es. Este sentimiento narrativo de identidad no es necesariamente algo de lo que seamos plenamente conscientes, ni algo que se nos dé de modo inmediato; tiene que ver con la lectura que cada una tenga de la vida, de la comprensión de su vida; tiene que ver con lo que ser persona signifique para cada uno; tiene que ver con la tarea que cada uno se imponga a sí mismo en tanto que persona; tiene que ver con el ideal que cada uno se proponga con, en y para su vida. Ya digo, es fácil que no sea algo explícito, sino que esta comprensión de lo que es la vida y de lo que es nuestra vida, más que ser expresado en una proposición, se expresa por nuestro modo de relacionarnos con el entorno, por nuestro modo de interpretarlo cognitiva y afectivamente, y por nuestro modo de responder. Todo esto tiene que ver con eso, con nuestro sentimiento de identidad.

Hacernos eco de esta identidad de cada cual es de todo menos sencillo; ya no sólo porque no nos hayamos detenido a pensar exhaustivamente sobre ello, sino que, habiéndolo hecho, muy bien puede ocurrir que aquello que pensamos que somos, no sea para nada lo que realmente somos. Como se suele decir, es fácil que tengamos una falsa imagen de nosotros mismos, que nuestro ‘yo pensado’ no acabe de coincidir con nuestro ‘yo vivido’. Dos yoes diferentes, ambos importantes, y conectados. Porque el caso es que nosotros vivimos en base a ese yo nuestro pensado, pero no únicamente vivimos de él, sino que vivimos una vida en la que ese yo pensado se despliega y se transforma en un yo vivido. A lo largo de nuestro despliegue existencial se irá dando una dialéctica entre ambos, implicándose y corrigiéndose mutuamente, más afortunada o más desafortunadamente.

Pero ahí no acaba la cosa; en realidad hay otro yo, más allá del ‘yo pensado’ y del ‘yo vivido’: es el ‘yo contemplado’; o, mejor dicho, el ‘yo contemplativo’, según el cual la persona se representa no a sí misma, sino a la idea de humanidad, no tanto abstractamente, sino concretizada en su yo, a su ideal del yo.

Una vez superada la dimensión cotidiana de la vida, una dimensión que, si bien no carece de cierto nivel de reflexión, no es ésta su característica dominante, surge en cada uno de nosotros un ideal de persona que es al que se quiere aproximar con su propia vida. Este ideal de persona, más o menos explícito, aparece como fuera de nosotros, como una imagen que proyectamos, que está ante nosotros, y a la que nos queremos acercar, porque inicialmente está alejada de nosotros, incluso en ocasiones se opone a mi propio ser actual. Pues bien: a este ideal Ricoeur lo denomina humanidad, no entendida como la unión de todos y de cada uno de los seres humanos, no entendida cuantitativamente, sino cualitativamente, es decir, como aquello que para mí engloba todo lo que yo pueda entender como ser humano, como ser un ser humano: es la cualidad de ser persona. Una humanidad que define qué significa ser persona, según la cual soy capaz de orientar responsablemente mi vida, porque en el fondo quiero ser así: una significación regulativa de lo que significa ser hombre o ser mujer.

En nuestro modo de ser persona, se produce una doble circunstancia. Todos en la vida no paramos de hacer cosas, en sentido amplio. Pero todo aquello que hacemos no es gratuito, sino que revierte sobre nosotros configurando nuestra personalidad. Todo acto que realizamos nos configura, nos define. Y nuestra personalidad va siendo configurada por la acumulación de los efectos que cada una de las cosas que hemos realizado en nuestra vida posee sobre nosotros. No hay otro modo de forjarnos como personas: haciendo lo que hacemos en nuestras vidas, conseguimos a la vez hacernos como personas. Si lo pensamos, no forjamos nuestra personalidad haciendo nada diferente a lo que cotidianamente hacemos, todo lo contrario: sólo nos podemos hacer a nosotros mismos, sólo nos podemos realizar como personas, haciendo cosas, relacionándonos y enfrentándonos con el mundo. En nuestro día a día.

Esta circunstancia puede ser vivida esquemáticamente bajo dos paradigmas: como una propiedad humana condición de su libertad, de su felicidad, de su apertura trascendental, o como una limitación, como una coerción, como un encuentro inopinado con un mundo inhóspito y amenazador. Para Ricoeur, esta diferencia radical es debida a experiencias personales que nos inducen a revestir psicológicamente una aspiración de raíz antropológica y consecuentemente universal, en un sentido o en otro. Y, en función de ese revestimiento psicológico, uno irá alcanzando una sensibilidad u otra. Ciertamente, nuestras experiencias y nuestro entorno a veces (quizá frecuentemente) no nos permiten mantenernos en sintonía con esa experiencia originaria, sumergiéndonos en una especie de ‘apariencia de vida’ en la que los términos se invierten, y lo que debiera ser una experiencia liberadora y gratificante se torna en una experiencia amenazadora y petrificante.