23 de marzo de 2021

Antes de la evolución

Decía John C. Eccles en el prólogo de su libro La evolución del cerebro: creación de la conciencia, que «la evolución de los homínidos hasta el homo sapiens sapiens es la historia más maravillosa que puede ser contada». Y puede que no le falte razón, conscientes de que, más que de una historia, no relatemos más que unos retazos suyos, seguramente imperfectos. Es por este motivo que, para poder dar debida cuenta de la misma, en no pocos casos no quede más remedio que echar mano de la imaginación, lo más científicamente fundamentada, como es evidente. Creo que esta misma idea la podemos extender de la evolución de los homínidos al proceso de la vida en general, desde el origen de la primera célula hasta, pasando por todas las especies vivas, la nuestra.

La primera comprensión de las especies vivas sobre la Tierra se la debemos a Aristóteles, mantenida tradicionalmente, no sólo por pensadores clásicos y medievales, sino también por científicos modernos (como Linneo o Cuvier). Según ella, las especies han vivido desde siempre como son. Para Aristóteles, si bien distinguía especies según grados de diferenciación entre ellas (plantas, animales, ser humano), no entendía que dicha gradación respondiera a una secuencia histórica. Este enfoque fue denominado muchos siglos más tarde como fijismo (defendido, por ejemplo, por Lyell), y que, en un contexto religioso fue trasladada al creacionismo (todavía mantenido en la actualidad por algunos grupos más extremos, interpretadores literales de la Biblia). Pero el fijismo como tal fue una postura estrictamente científica, obtenida a partir de una concreta visión sobre el mundo, según la cual la realidad (orgánica e inorgánica) no ha sufrido ningún cambio desde el origen de los tiempos. Si lo pensamos, es natural que se comprendiera así la vida pues, en el curso de lo que pueda durar cualquier vida humana, o en el de unas pocas generaciones enlazadas vitalmente, difícilmente se podían observar los procesos de la evolución, en ausencia todavía de una preocupación por el registro fósil. En este paradigma, lo único que evolucionaba a lo largo del tiempo eran los propios organismos, desde su nacimiento hasta su muerte; algo que, de hecho, fue considerado como paradigma del cambio natural dirigido a un fin, el individuo adulto. Pues bien, ésta fue la situación que predominó durante muchos siglos, y que de hecho fue aceptada por los biólogos hasta el siglo XIX.

Fue precisamente a causa de dar con un registro fósil cada vez más numeroso que esta teoría no se pudo sostener, y se comenzó a esbozar teorías explicativas en las cuales no estaba ausente una buena porción de imaginación para poder ir hilvanando los escasos conocimientos iniciales, en no pocas ocasiones fantásticas; aunque no todas.

Un ejemplo de las primeras podría ser el catastrofismo defendido por el francés Cuvier (1769-1832), y que hizo fortuna durante el siglo XIX. Desde esta postura se entendía el progreso «como una secuencia de formas vivas que era directamente determinada por las condiciones cambiantes de la superficie de la Tierra», explican Barahona y Ayala. Según este planteamiento, las especies desaparecían por catástrofes naturales tales como altas temperaturas, concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera, inundaciones por elevaciones de agua, o períodos de escasez, etc. Las especies desaparecidas debían ser sustituidas por otras. Esta sustitución se podría dar por dos procesos: bien por creaciones sucesivas ―como explica el profesor Alfonseca― de modo que «Dios no habría creado a todos los seres vivos de una sola vez, sino en oleadas, después de la destrucción de todas o parte de las especies anteriores en catástrofes globales», creando especies cada vez más superiores; bien por un proceso más natural, según el cual las nuevas especies habrían llegado de otras zonas del planeta de modo que, habiendo sobrevivido a la catástrofe, llenaron el nicho ecológico dejado libre por las que no. Este enfoque encajaba en el marco de las ideas fijistas y creacionistas, por lo que fue admitido durante mucho tiempo.  Incluso para algunos autores ―como Agassiz― el progreso sólo debía vincularse al plan que Dios había decidido seguir durante la creación; consciente de que las condiciones ambientales podían afectar al proceso evolutivo, pensaba que su influencia no podía condicionar el plan que Dios había decidido continuar durante la creación, cuyo culmen era la especie humana. Sin embargo, ese esquema resultó ser difícil de mantener cuando se hizo evidente cómo la historia de la vida ha ido modificándose a lo largo de la historia, lo que haría preceptivo una cantidad de catástrofes ciertamente enorme, y de difícil explicación para dar razón de toda la diversidad evolutiva.

Había que buscar otra explicación al fijismo y al catastrofismo, y ella vino de la mano de la evolución, según la cual, y desde sus formas más primitivas, la vida habría ido evolucionando a lo largo del tiempo. Curiosamente, ya san Agustín previó esta hipótesis que él denominó seminal, asumiendo que el relato del Génesis no había necesidad de tomarlo en sentido literal, y que muy bien Dios podría haber creado a los seres vivos con la capacidad de ir modificándose paulatinamente. Existe la idea colectiva de que el evolucionismo fue esgrimido como estandarte de posturas que se enfrentaban al orden imperante, caracterizado por un pensamiento científico-religioso anclado en la tradición; frente a él se situaban distintas figuras enarbolando la bandera del evolucionismo como representación del librepensamiento, ateísmo, etc. Pero lo cierto es que las cosas no fueron del todo así, prueba de lo cual es que la Iglesia como tal nunca condenó la teoría de la evolución, sin negar que estas dos posturas enfrentadas se dieran entonces entre distintas personas de ambas posturas, como también se siguen dando hoy en día desde algunos sectores, supongo que por amantes de estos enfrentamientos estériles.

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