13 de abril de 2021

Percepción estética y percepción instrumental

Uno de los principales objetivos de libro de Dewey titulado El arte como experiencia es sin duda clarificar qué es estrictamente una experiencia estética, una experiencia estética que, antes que estética, es experiencia, quiero decir, que si no somos capaces de vivir en nuestras vidas auténticas experiencias, y no vivencias de cualquier tipo, difícilmente podemos vivir una experiencia estética. De hecho, creo que se puede afirmar que, en su imaginario, no hay diferencia entre experiencia y experiencia estética, sino que son dos modos de definir lo mismo. Para ello sería oportuno distinguir lo que es una experiencia de tantas otras vivencias que podamos mantener en nuestras vidas, y que no lo son.

Pues bien, un modo de aproximarnos a ello (otro lo hicimos aquí) puede ser la diferencia que establece el filósofo estadounidense entre una percepción estética, rara avis, y una percepción instrumental, que es el modo habitual de desenvolvernos: mediante percepciones instrumentales. En su opinión, lo estético es algo dinámico, y sólo se da en el juego entre lo percibido y la respuesta del sujeto a la percepción. A todos nos es familiar esa experiencia mediante la cual decimos que tal cuadro o que tal novela estaban vivos o, por el contrario, estaban muertos. ¿Qué queremos decir exactamente con ello? No es fácil explicarlo. Quizá que nos sentíamos en una tensión que revertía fruitivamente en nosotros, despertando la curiosidad sin caer en excentricidades, propiciando momentos de serenidad sin caer en la rutina. Todo surge de modo espontáneo, sin pensarlo; y algo tendrá que ver el objeto artístico con ello.

Toda experiencia estética tiene algo de narración, de diálogo: no es despertar la atención por despertarla, no es sacarnos de nuestros esquemas, sino que de alguna manera es todo eso, pero con algo más, debidamente integrado. La clave para distinguir la percepción estética de cualquier otra percepción estriba en esto, en su capacidad para organizar narrativamente las energías en orden a producir un resultado. Es así cuando el espectador detiene su atención en la obra misma, en su percepción, la cual ‘impide’ que atendamos otras cosas, e incluso que la atendamos a ella con otra finalidad que no sea únicamente su percepción. Ésta es la clave. Porque muy bien podríamos aprehender una obra artística, no estéticamente, sino instrumentalmente.

¿Cuándo percibimos instrumentalmente? En nuestra vida cotidiana es lo habitual, y se da cuando lo que realmente nos importa no es estrictamente el objeto que percibimos, sino aquello que podemos hacer con él, que es nuestro verdadero objetivo. Sólo atendemos al objeto en la medida en que nos suministra la posibilidad de hacer algo otro; pero el objeto en sí mismo no nos interesa en absoluto, a lo máximo si está en buenas condiciones para poder desempeñar su finalidad en nuestras vidas. Cuando su finalidad no nos interesa, nuestro interés en el objeto se reduce en la misma medida; nos pasa inadvertido, o quizá nos fijamos ‘perezosamente’ en tal o cual detalle suyo, sin mayor inquietud.

Nada que ver con la percepción estética, en la que el objeto es capaz de generar esa conjugación de energías que lo sitúan como un fin en sí mismo, ofrece esa organización rítmica tan particular de los objetos artísticos en la que todo se provoca y se refuerza en favor de la experiencia global.


En el fondo, no hay una percepción ‘y’ un objeto percibido, sino que ambos pertenecen al mismo proceso perceptivo. En la percepción estética, no hay objeto de percepción ‘fuera de’ dicha percepción. Que los objetos tengan una existencia independiente a su percepción, no es relevante para nosotros a efectos de lo estético; a nosotros nos interesa el objeto artístico en tanto que está siendo percibido. Y, lo que se percibe, no es una clase general, o una especie general, sino este objeto en concreto: este paisaje, esta manzana, este rostro: es una experiencia concreta, más que la concreción de una experiencia abstracta. Porque lo estético nace en todo lo que despierta en el individuo este objeto en concreto, con sus características y propiedades, que son irrepetibles y determinan su existencia como tal.

Si nos fijamos, en nuestra percepción ordinaria con los objetos en rededor no solemos agotar la percepción de los objetos, sino que las dejamos inacabadas, porque nos contentamos con una primera identificación, suficiente para su uso instrumental; con reconocer el objeto es suficiente, bastando una percepción incompleta, parcial. Y lo cierto es que aquí se abre una encrucijada, porque hay que situarse sobre si nuestra percepción va a ser estética o va a ser instrumental, es decir, si mi atención va a recaer en el objeto o en el uso que le voy a dar. Y, en el fondo, es el mismo dilema se trate de cualquier objeto cotidiano (un bolígrafo) que la obra de arte más excelsa (“Las meninas” de Velázquez): puedo percibir estéticamente un bolígrafo, como puedo percibir instrumentalmente el cuadro de Velázquez.

En la medida en que la finalidad de la percepción instrumental es ajena a la percepción misma, tiende a reducirse, a minimizarse, para dedicarnos a lo que en realidad nos interesa. Pero lo propio de la percepción estética es detenernos en ella, sentirnos atrapados por ella, porque es una percepción plena cuyo correlato afectivo es la fruición de que la experiencia está siendo tal, pues en ella la liberación de energías está organizada rítmicamente, al compás de nuestra dimensión vital. El artista sabe dar a cada elemento de su obra aquello que le corresponde para que se adecúe entre lo que encaja y entre lo que desentona, entre lo que une y lo que rompe, para la realización de la ‘plena energía del objeto’.

Cuando no es así, y nuestra percepción se relaja o se distrae, aparece nuestra atención, la cual comúnmente se demora excesivamente en ello; aparecen reminiscencias o asociaciones sentimentales derivadas de nuestra experiencia personal, contribuyendo a una experiencia estética ‘simulada’. En definitiva, las obras de arte muertas son aquellas en las que nuestra atención no se mantiene viva en la aprehensión, sino que precisa de otros recursos para mantenerse activa, seguramente porque el ritmo de la obra no es tal, y se producen intervalos que no son paradas que nos impulsan al siguiente momento, sino que nos detienen ociosos y sin recursos. Los lugares muertos suponen una organización frustrada de las energías, en cuya suplencia nos desgastamos. Son energías desorganizadas, sin vida, sin ritmo. Ante una obra que no es representada, sino simulada ―dirá Dewey― nos surge cierta irritación, a causa de cierto sentimiento de engaño, pues utilizan ciertas estrategias torticeras para suplir su falta de ritmo.

En la percepción estética, la armonía, el equilibrio, la simetría, el ritmo, no se pueden distinguir, pues se corresponden con una experiencia unificada. Dicha experiencia puede ser diseccionada lógicamente a posteriori, pero no vitalmente. Ante la obra artística todo fluye en una experiencia única; y, cuando no es así, no es artística.

2 comentarios:

  1. ....yo pienso que la vida misma es una metáfora(orden estético)de la experiencia.
    Genial en su articulo,A.E.

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