28 de abril de 2020

Una estética de la experiencia: Dewey

En El arte como experiencia, John Dewey ofrece una perspectiva cuanto menos sorprendente de la estética filosófica, diría que de corte más kantiano que estrictamente pragmatista. No es un autor que se sienta cómodo con el enfoque generalizadamente extendido en el ámbito anglosajón, a saber: la perspectiva analítica. A su modo de ver, en el enfoque analítico lo que predomina es una explicación, descripción, presentación, de su objeto de estudio, pero sin cuestionarlo desde una dimensión evaluativa, lo que supone una renuncia a una indagación profunda en las implicaciones del arte no sólo sociales y políticas, sino también antropológicas. En su opinión, éste es el motivo de que —en el ámbito analítico— se haya circunscrito el objeto de la estética a lo artístico, y éste a aquello que ha sido sancionado como tal bien por aquellas instituciones que han asumido el rol de poseer el criterio del gusto, bien por la propia sociedad. Pero quizás una práctica artística no lo sea porque un determinado contexto social la asuma como tal; primero habría que ver por qué ese determinado contexto social se ha erigido como juez de lo que es arte y de lo que no.

No, Dewey no enlaza con esta tradición; aunque, paradójicamente, tampoco cabe considerar su estética como una estética pragmatista, entendiendo al pragmatismo no de modo reduccionista ―como a veces es acostumbrado― sino con toda la profundidad con la que su principal precursor, William James, la estableció. Quizá sea este el motivo de que la estética de Dewey no haya sido muy bien acogida en el ámbito norteamericano.

¿Qué puede aportar la reflexión deweyana sobre este asunto? Dewey asume dos de las principales tesis estéticas, que siguen siendo válidas hoy en día. La primera es la autonomía propia de lo estético, en referencia a otras dimensiones humanas; lo estético tiene sus propias reglas internas, y no debe someterse a normas de otras disciplinas de lo humano (morales, religiosas, político-sociales… independientemente de que converjan a posteriori con ellas o no), sino que sólo se debe a sí mismo, tiene su fin en sí mismo. La segunda, es que lo estético no es independiente a nuestras posibilidades estéticas, a nuestras posibilidades de aprehensión de la realidad, aunque tampoco depende exclusivamente de ellas; se sitúa a caballo ―congéneremente, podríamos decir― entre la realidad y el sujeto. Ambas tesis se podrían aunar en una, en la de autonomía relacional, expresión que muy bien pone de manifiesto estos dos rasgos. Como dice Dewey, no tiene prevalencia ni lo objetivo ni lo subjetivo, sino que en esta nueva experiencia que es lo estético, ambas dimensiones cooperan entre sí de modo que ninguna podría existir sin la otra.

Y aquí está el meollo del asunto, porque esta experiencia de lo estético, esta experiencia estética en la que se aúnan ambas dimensiones ―objetiva y subjetiva― no es ni gratuita ni inocente, sino que revierte sobre el propio sujeto. ¿Cómo? Claramonte lo explica muy bien en el Prólogo a su obra: estos modos de relación propuestos en cada obra de arte, afectan a la percepción y la rearman, propiciando una organización más general de la experiencia en tanto que ‘aplicación’ o ‘infiltración’ de lo más extraordinario a lo más cotidiano, «transformando el mundo ―en tanto repertorio establecido de gramáticas situacionales― callada y discretamente, sin pretender establecer nuevos catecismos que reemplacen a los ya existentes».

Huye Dewey de cualquier dogmatismo o determinismo estético, para dirigirse hacia una suerte de antropología considerada estéticamente (naturalismo somático, lo denomina él) que no puede sino recordarnos a la Crítica del Juicio kantiana. ¿Hasta qué punto lo estético permanece, o puede permanecer ajeno, de las necesidades naturales que la constitución de nuestro organismo determina, necesidades naturales que conjugan armónicamente la fisiológicas o biológicas con las culturales más elevadas? ¿Se puede desconectar lo estético de las relaciones fundamentales que establecemos con nuestro entorno? A juicio de Dewey, no. De hecho, todo arte no es sino resultado de esa relación entre el individuo y su entorno. Vía de reflexión que allana el camino hacia la posibilidad de la universalización del fenómeno estético. Visto así, el arte no se erige como algo ajeno a lo humano, como algo accesorio, artificial si se quiere, sino que entronca con las inquietudes más fundamentales de la vida humana, a la vez que nos permite vislumbrar en qué consiste específicamente la experiencia de lo estético.

No rehúye Dewey la dificultad de esta empresa. Es perfectamente consciente de que no toda experiencia que se tiene ante un objeto artístico se pueda denominar experiencia estética. Lo difícil ―¡siempre es lo difícil!― es establecer el criterio que las distinga. Porque, en efecto, lo estético no está sujeto ni a concepto ni a precepto. Sus verdades ―dice Claramonte― son oblicuas, un bello modo de expresarlo. Pero el caso es que, estas verdades oblicuas, contribuyen a una antropomorfización del propio ser humano, a una humanización, a una personificación, porque le ayudan a encontrarse con el fondo de su propio ser. El arte abre a nuevas posibilidades de relación con la realidad y con las personas, nuevas posibilidades de relación que cabe calificar como verdaderas y buenas en tanto que son estéticas. Más allá de lo concreto, más allá de la aplicación directa de la experiencia estética que cada uno pueda establecer en su vida, el arte no solicita preferentemente un modo de vida frente a otro, sino que potencia ese fondo humanizador de ser que habita en nuestro interior, que cada cual deberá asumir y gestionar desde su libertad personal. El arte genera ecos en nuestra esencia cuyas resonancias despiertan lo más vivificador que pueda haber en nosotros, fruto de lo cual las relaciones con nuestro entorno físico y social podrán ser establecidas no con el interés de lo instrumental, sino con la gratuidad de lo esencial. Por decirlo con Gadamer, somos capaces de más vida, porque ‘somos más', ontológicamente hablando.

El arte, lo bello, la experiencia estética, no es epidérmica, superficial, por convenio o por consenso, sino que afecta a lo más profundo de nuestro ser, revirtiendo sobre nuestras vidas en todos los sentidos. Posee una carga de novedad en virtud de la cual ampliamos nuestro ser, nuestras posibilidades vitales, descubriendo nuevas relaciones… y todo ello sin saber muy bien cómo. Éste es su misterio, y ésta es su belleza: la génesis de una nueva sensibilidad para la vida y para las cosas, para nuestras inquietudes y para nuestros proyectos, para nuestras prioridades y para nuestras actitudes.

Lo estético es vivificador, recrece las posibilidades experienciales, intensifica lo humano; nada que ver con esa especie de ‘socialidad domesticada’ con la que algunos tratan de acotarlo.

2 comentarios:

  1. El arte libera y a la vez genera la idea de reconciliación entre el ser humano y la belleza de su entorno.

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  2. En este sentido, Schopenhauer decía que el arte es pedagogo.

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