20 de abril de 2021

El vicio maldito

Comenta Montaigne que tener poca memoria es, en no pocas ocasiones, una buena cosa. Sobre todo, en alguien como él, una persona con mucha facilidad de palabra, con un discurso generoso al cual es fácil ‘enriquecer’ con infinidad de detalles nimios y minúsculos que sólo sirven para convertir en verborrea la disertación, adornándolo y alargándolo innecesariamente; algo ―a su juicio― a todas luces lamentable. Simpáticamente, comenta el caso de algún amigo suyo, ante lo cual yo no he podido evitar pensar en algún amigo mío. Dice el francés: «Compruébolo con el ejemplo de algunos de mis amigos íntimos: a medida que la memoria les presenta las cosas completas y presentes, retrotraen tan atrás el relato cargándolo con tantas y vanas circunstancias que aun si el cuento es bueno, apagan su interés; si no lo es, maldices, ya su feliz memoria, ya su desgraciado juicio. Y no es cosa fácil zanjar o cortar un tema una vez que uno se ha embarcado en él». ¿Quién no se ha encontrado en una experiencia similar, escuchando una cantinela que ni le va ni le viene, sin saber muy bien cómo parar el relato sin ‘herir la sensibilidad’ de su interlocutor? Hay personas que no pueden parar de hablar, que enlazan unos temas con otros sin mayor hilván, ocurrencias tras ocurrencias; no es tanto lo que tienen que decir, sino el tener que decir algo, para lo cual necesitan encontrar ‘material’ para llenar un discurso que, si no posee el ‘alimento’ necesario, deberá finalizar perentoriamente. Y en no pocas ocasiones ejercen esta estrategia a costa de lo que sea, sin considerar demasiado lo coherente o lo oportuno de sus palabras ni el posible interés que su paciente interlocutor pueda tener en ello: lo importante es ser escuchado, o mejor, hablar sin descanso, aunque tengan que echar mano de historias un tanto absurdas, «diciendo pamplinas, divagando como hombres que desfallecen de debilidad».

Pero tener mala memoria no sólo tiene la ventaja de librarnos de poner a otros en la tesitura de interlocutores pacientes. Otra ventaja de tener poca memoria es olvidar pronto las ofensas recibidas; o también volver a revivir encuentros y lugares que se tornan tan frescos como el primer día. Pero no todo es tan bonito, pues hay un riesgo importante para el que es olvidadizo, una línea que no debe cruzar: meterse a mentiroso. Una cosa es decir algo falso sin ánimo de hacerlo, por equivocación o por ignorancia. Pero aquí se refiere Montaigne a aquellos que mienten con plena consciencia, aquellos ‘que hablan contra lo que saben’, inventando la historia, o alterando el fondo verdadero. Y si su memoria es débil, «cuando lo disfrazan y cambian [el fondo verdadero], al hacerles volver a menudo sobre la misma historia es difícil que no hierren».

En el momento de la confección de su discurso, como, de alguna manera, todo responde a su imaginación, no es difícil que elaboren un discurso coherente, sin riesgo de contradicción, en función de sus interlocutores o de sus intereses. «A menudo he visto gracioso ejemplo de ello en perjuicio de aquellos que hacen profesión de no dar forma a su palabra más que según sirva a sus negocios y plazca a los poderosos a quienes hablan. Pues esas circunstancias a las que quieren doblegar su crédito y su conciencia estando sujetas a muchos cambios, han de variar sus palabras aquí y allá, por lo que de una misma cosa dicen unas veces blanco y otras negro; a un hombre hablan de esta forma y a otro de esta otra». Pero otra cosa es que ello quede grabado en su memoria pues, por el mismo motivo, como se trata de un discurso sin consistencia al haberse generado sin la resistencia de las cosas reales ni de los hechos de la vida, escapa fácilmente a la memoria. Como es fácil pensar, los recuerdos se entremezclarán y su retentiva les fallará innumerables veces pues, ¿quién es capaz de acordarse de todos estos detalles dichos en diferentes contextos?

El resultado de todo ello no es otro que empozoñar las relaciones, y generar desconfianza. La mentira es para Montaigne, un vicio maldito, porque si creemos los unos en los otros es por la palabra. Si esto se rompe, ¿qué quedará? «Sólo la mentira y un poco por debajo de ella la obstinación, parécenme ser aquellos cuyo nacimiento y progreso deberíamos combatir encarecidamente. Crecen a pesar de ellos mismos. Y en cuanto se le da rienda suelta a la lengua, es asombroso cuán imposible resulta detenerla».

Muchos caminos desvían del blanco, pocos conducen a él. Los parlanchines dicen tantas cosas, que entre todas ellas alguna será verdadera, pero no por intención, sino por probabilidad. «Con tanto decir, forzoso es que digan verdad y mentira». Y, por lo general, se suelen hacer eco de sus aciertos, y no de sus errores, los cuales suelen engrosar una lista más larga.

No hay comentarios:

Publicar un comentario