15 de septiembre de 2020

Los tiempos en la historia

Comentábamos en este post siguiendo a Bernard Williams hasta qué punto es legítimo entender por historia únicamente lo que hoy en día entendemos por tal, una disciplina científica, técnica, aséptica, desplazando todo relato sobre tiempos pretéritos que no cumplan tal requisito. Estos dos modos de hacer historia él los personifica en Tucídides y Heródoto respectivamente. Y nos planteábamos si los relatos de este último eran efectivamente historia o no. Creo que no me equivoco al afirmar que hoy en día se opina de modo generalizado así, es decir, que para que un relato histórico sea verdadero, o incluso para que pueda ser caracterizado así, como histórico, ha de contar con ese carácter técnico. De hecho, ¿no era esa la idea de Tucídides, intentando ofrecer más verdaderamente los hechos acaecidos anteriormente, mediante su expresión en prosa, científica?, ¿no pretendía así alejarse de esas narraciones míticas, meras leyendas, tal y como hacía Heródoto? Sin duda, este cambio de estilo ya fue una ‘declaración de intenciones’, para dar a entender que su modo de hacer era más legítimo que el realizado hasta entonces.

A ello contribuyó el hecho de que en la época de Tucídides la escritura ya estaba más implantada culturalmente, mientras que en la de Heródoto estaba todavía generalizada la transmisión cultural oral, abriéndose hueco en estas lides la escritura. Pero creo que esta circunstancia no entra en el meollo de lo que estábamos comentando, sino que hay que buscar, si no en otra dirección, sí profundizando un poco más. Porque el hecho es que —tal y como nos hace ver Williams— la generalización de un modo de comunicación oral o escrito tiene una consecuencia importante entre lo que es la concepción del pasado, el cual se puede entender bien desde una concepción local, bien desde una concepción objetiva; todo lo cual revierte a su vez, en el modo de entender la verdad (histórica, en este caso). No se puede comprender igual lo que sea ‘decir la verdad sobre el pasado’ en el caso de Heródoto que en el caso de Tucídides (más próximo a nosotros).

Creo que esta reflexión es muy importante, y que cuesta hacerse eco en toda su magnitud; porque es ciertamente complicado situarse en un marco hermenéutico distinto a aquel en el que uno está situado; para nosotros, personas del siglo XXI, inmersos en una sociedad tecnológica, cuyo tiempo está medido hasta la paranoia, es muy difícil situarnos en un horizonte de comprensión en el que esa dimensión cronológica del tiempo no es importante, ni siquiera presente, sino que el paso de las generaciones se mide según otros parámetros.

Pensemos en cada uno de nosotros: todos tenemos alguna noción del pasado, de nuestro pasado; pero no siempre la tenemos igual. Pensemos, por ejemplo, qué diferente es cuando somos niños a cuando somos adultos. En el primer caso, nuestra concepción del tiempo, el modo en que ubicamos en la línea del tiempo nuestros recuerdos, no tiene nada que ver a cómo lo hacemos con unos cuantos años más. De hecho, no deja de ser llamativo las dificultades de un niño para distinguir lo que ocurrió antes, de lo que ocurrió ayer, o anteayer, o la semana pasada, o hace un mes. Para un niño, todo hecho pasado ocurrió ‘ayer’, sin poder afinar más. No será hasta que ese niño vaya creciendo que podrá ir definiendo con más precisión tanto el tiempo pasado como el tiempo futuro, y que podrá ir haciéndose cargo con más precisión de la línea del tiempo. Pero el caso es que, por lo general, parece que el niño viva en un eterno presente, pensando que todo lo que ya pasó, pasó… ayer.

Pero, como digo, cuando crecemos ya vamos adquiriendo cierta noción del tiempo, el cual esbozamos a modo de una línea sobre la cual vamos situando mediante puntos los distintos sucesos del pasado, así como los que prevemos para el futuro. Y damos por hecho que todos los adultos alcanzan dicha concepción del tiempo. Pero ¿es así?, ¿es éste el único modo de entender el tiempo en el devenir de la historia?, ¿todo lo que no sea así considerado, hay que abandonarlo o desestimarlo?

8 de septiembre de 2020

Punto de partida de la metafísica de Driesch

Cuando uno se pregunta por cuestiones metafísicas, es frecuente que, llegado un punto se detenga en ese proceso de profundización, bien por comodidad, bien por prejuicios… pero no sé hasta qué punto cabe tildar a esta actitud como eminentemente filosófica. ¿Está cerrado todo camino teórico para plantearse la cuestión metafísica? Clásicamente, y aun en las culturas primitivas, existía una confianza en una razón que nos podía informar sobre este ámbito que está detrás de lo percibido, de lo mudable; es decir, sobre «cómo está propiamente constituido lo que ahora se nos ‘presenta’ así y después de otro modo», en palabras de Driesh. ¿Se puede apresar lo que, por definición, se escapa a nuestras estructuras aprehensoras? ¿Se puede apresar lo inaprensible? Sabido es que, ante la poca unanimidad sobre qué fuera eso, se planteó la posibilidad de que acaso no hubiera nada de eso, de modo que esa metafísica racionalmente aprehendida no pudiera alcanzar el rango legítimo de filosófica. Sin embargo, si nos fijamos, que ‘algo existe’ es una afirmación que realizan también los críticos de la metafísica clásica quienes, aunque desplazaran hacia el polo del sujeto el ámbito de lo metafísico (así Kant, para quien lo metafísico estaba emplazado allende el sujeto, no allende las cosas), no renegaban de él. También Kant hablaba en términos de metafísica, tanto como para titular así una de sus obras más importantes, La metafísica de las costumbres.

El problema que se plantea Driesch es si, en definitiva, es lícito afirmar que cualquier metafísica no es sino una creencia, partiendo de la base de que lo único completamente cierto es que el yo experimenta algo conscientemente: «lo único completamente seguro es que yo tengo conciencia de algo», parafraseando a Descartes. ¿Debería dedicarse la filosofía únicamente a aquello de lo que el yo tiene conciencia? ¿Debería erigirse la filosofía en una filosofía del orden, que trata de aquello que se nos presenta y en tanto que se nos presenta, aquello de lo que tenemos conciencia en tanto que se nos presenta y tal y como se nos presenta? Si esta fuera la opción, se llegaría a lo que Driesch denomina filosofía o teoría del orden, radicalmente y por definición a-metafísica; una teoría que sería profundamente solipsista, ya que, del mismo modo que nos impide conocer ‘cosas en sí’, nos impide también conocer otros ‘yoes en sí’.

Estrictamente hablando, esa teoría del orden no sería conocimiento, porque nos podríamos preguntar: conocimiento… ¿de qué? Se dedicaría a hablar de lo percibido y sólo en tanto que percibido; y lo más que podría hacer sería tratar de comprenderlo, comprender su estructura, su apariencia, su aparecer, pero sólo de lo percibido.

¿No se puede afirmar que esta teoría del orden no es sino una filosofía criticista llevada a su máxima expresión? Kant creía en la existencia de las cosas, pero entendía que su conocimiento en tanto que cosas ‘en sí’ era totalmente imposible. Driesch llama la atención sobre el hecho de que, aun así, hablara de conocimiento. Que el hombre corriente lo denomine así, es comprensible, pero que un pensador como Kant haga lo propio, es un desliz imperdonable. En su opinión, lo que Kant debería haber afirmado es que, no siendo posible el conocimiento (de la realidad en sí), de lo único que se puede hablar es de una ‘percepción del orden de las cosas’. También es cierto, y es una crítica que se le puede hacer a Driesch, que esta crítica Kant la realizaba sobre todo desde el punto de vista de la razón teórica, no práctica; pero, si consideramos la postura kantiana desde la razón teórica, creo que Driesch tiene toda la razón.

La opinión de Driesch es que, efectivamente, es complicado hacer una filosofía contemporánea metafísica, sobre todo al estilo clásico. Sin embargo, no todo está perdido, porque el hecho de que la filosofía del orden sea a-metafísica, no implica que sea anti-metafísica, porque esta teoría del orden ni puede afirmar ni negar nada de lo ‘en sí’: «como teoría del orden, no quiere, por de pronto al menos, saber absolutamente nada sobre el problema de lo en sí, ni aun lo quiere conocer como problema». Quizá, el gran error del criticismo moderno, y aun del contemporáneo, es negar la posibilidad de conocimiento de lo en sí.

Lo dicho: que la filosofía del orden sea a-metafísica, no implica que niegue lo metafísico, ya que eso sería una negación dogmática que escaparía a sus propios principios. Lo que pretende la filosofía del orden es, en definitiva, comprender el orden, no estrictamente conocerlo (¡no tendría sentido esta pretensión dentro de sus coordenadas!). Y, una duda que se plantea Driesch, y que da origen a esta ‘obrita’ es la siguiente: «Y ¿no podría surgir de la filosofía del orden el concepto de lo en sí?». Si fuera así, la filosofía del orden, una filosofía de carácter crítico, alumbraría de modo efectivo una metafísica. Sabido es que Kant emprendió esta vía no según la razón teórica, sino según la razón práctica, camino que no será el emprendido por Driesch.

1 de septiembre de 2020

El objeto de la filosofía es el mismo que el de la ciencia, pero no

Podemos afirmar que, desde la época moderna, la sociedad occidental ha situado a la ciencia en la cúspide del conocimiento humano, seguramente porque se piensa que es la metodología que una mayor certeza puede arrojar en nuestra relación con la realidad. No pocos autores se preguntaron, sobre todo en ese momento de auge del cientificismo, a comienzos del siglo XX (aunque también sigue siendo una pregunta pertinente hoy en día), qué lugar le corresponde ocupar a la filosofía en este escenario. ¿Acaso —como se pregunta Vollmer en su Teoría evolucionista del conocimiento— está destinada a ser una «fuente de problemas no solucionados que fluye de modo cada vez más débil hasta que finalmente se agota ante la imposibilidad fundamental de dar respuesta a algunas preguntas?». Ante el auge de la ciencia, ¿sólo le resta a la filosofía reconocer su insuficiencia gnoseológica de la realidad y, como mucho, ceñirse a asuntos éticos, a la estela de los avances científicos? Ciertamente, no son pocos los científicos que valoran y mucho la filosofía. No quisiera plantear este post, por tanto, en términos de oposición, sino más bien en términos de complementariedad. Para poder esclarecer esta cuestión, es importante ―en mi opinión― definir los ámbitos en que se sitúan los objetos de sendas disciplinas; hecho esto, quizá nos llevemos la sorpresa de que igual ni el conocimiento científico se opone al filosófico, ni el filosófico al científico. Todo lo contrario.

La gran crítica que se realiza a la filosofía es que, a diferencia de la ciencia, no ofrece (no puede ofrecerlo) un conocimiento verdadero de la realidad. ¿Para qué, entonces, continuar en esta tarea infructuosa? Ante el reto lanzado, sobre todo a finales del siglo XIX y comienzos del XX, no pocos filósofos replantearon el quehacer filosófico, desafortunadamente a la luz de la metodología científica. Y digo desafortunadamente, no tanto por la imposibilidad de dicha empresa sino porque, lo que tiene que hacer la filosofía para reivindicar su puesto, no es abandonar su idiosincrasia en beneficio de una metodología que no es la suya (la científica), sino hacerse valer con la suya propia, la cual seguramente ofrezca aspectos y dimensiones de la realidad ajenos al conocimiento científico. Quizá, antes de hablar en términos de metodología, deberíamos hablar en términos de ‘objeto de estudio’; porque lo cierto es que el objeto de la filosofía no está ahí, delante de nosotros, del mismo modo en que lo está el objeto de la ciencia, de modo que lo único que habría que hacer es dar con el camino más adecuado para llegar hasta él. La diferencia entre filosofía y ciencia no hay que buscarlo, pues, en el método que sería mejor para llegar a conocer ese objeto de conocimiento que está ahí; su diferencia es mucho más radical, y atañe primariamente al objeto al que enderezan sus esfuerzos.

Más complejo es definir el objeto filosófico el cual, por su propia índole, sólo puede mantenerse desde el propio esfuerzo filosófico. Esto que puede parecer una paradoja, constituye el gran reto de la vida filosófica: la constatación de que su objeto no es un objeto manifiesto y patente, sino todo lo contrario, latente y huidizo (fugitivo, como dice J.J. Garrido).

Pero no se debe pensar en que este objeto huidizo sea un objeto al modo de la ciencia, que se nos escapa, como esas partículas subatómicas que no duran sino apenas unos milisegundos; no, no es eso. Porque el objeto filosófico no se encuentra separado de cualquier otro objeto de la realidad; se da con ellos, se da en ellos, aunque no se identifica con ellos. Es latente en tanto que subyace al modo cotidiano de enfrentarnos a las cosas, también al modo científico. Y es fugitivo porque no se nos presenta palmariamente, sino que, en primera instancia, permanece oculto a la mente, permanece velado a una mente ante la cual sólo se podrá desvelar si ésta hace un acto mental que posibilite la presencia del objeto en esta nueva dimensión. Esta dimensión es la que permanece velada para el conocimiento cotidiano y aún para el científico; y, una vez obrada en nuestra mente esta conversión, se actualizará todo (las cosas, lo que hacemos, las personas, nuestras vidas, nuestro entorno, incluso el conocimiento científico) de un modo diverso, destacando en todo objeto esa nueva dimensión.

El conocimiento filosófico nos lleva a consideraciones de las cosas diversas de las habituales. Es una aprehensión que, sin obviarla, trata de trascender la aprehensión sensible, para adquirir una noticia diversa de ellas. No nos quedamos en la simple noticia, aunque busquemos más noticias tras las noticias primeras; es otra cosa. Dice Zubiri en Naturaleza, Historia, Dios: «es un modo de intelección que viene determinado por la visión de la interna estructura de las cosas y que, por tanto, lleva en sí los caracteres que le aseguran la posesión efectiva de lo que son aquéllas en su íntima necesidad». Como digo, también la ciencia va más allá de la noticia primera de las cosas, buscando más allá, buscando su estructura profunda; pero este buscar más allá siempre se realiza desde la misma clave, independientemente de que lo haga más profundamente, todo lo que su necesidad de precisión objetiva le permite avanzar. Pero no se acerca a esa necesidad interna que hace que las cosas sean como son, más allá de esta dimensión objetiva, que por necesidad es empírica.

25 de agosto de 2020

La mesa

Cuando uno va cumpliendo años parece que, de vez en cuando, le vienen a la cabeza ciertos recuerdos de su infancia, que le llevan a esos momentos gratos que vivió con su familia paterna, que le marcaron seguramente de modo no consciente, y que trata de reproducir con mayor o menor fortuna en su propia vida. Momentos de la cotidianeidad, sin que sean especialmente relevantes, pero cuya significatividad para una vida va creciendo, como el buen vino, con el paso de los años. En este caso concreto me refiero a la mesa, idea que me ha venido a la cabeza tras leer unas páginas de Hadjadj. Logísticamente hablando, la importancia de una mesa en una casa creo que no es preciso destacarla: comemos sobre ella, también estudiamos, trabajamos…, en fin, un sinfín de actividades varias que, día tras día, realizamos sobre sus superficies de distintos materiales. Pero, más allá de ello, hay otra labor que me parece fundamental, que es la que motiva estas líneas: más allá de comer sobre ella, o trabajar, la mesa propicia un lugar de encuentro entre los que allí conviven. Más allá de su importancia logística, posee una importancia práctica, ética; ¡cuántos buenos ratos de conversación serena, de esperas silenciosas, de encuentros inesperados, se han dado alrededor de una mesa! Una mesa es sinónimo de acogida, de cuidado, de hospitalidad; en la mesa, uno siempre encuentra sitio.

En mi experiencia personal, hay dos mesas que poseen este significado peculiar: la de la cocina, en mi casa de Valencia, y la de la terraza, en la playa donde solíamos ir en verano. No pueden sino venir a mi cabeza tantas y tantas noches que, con la luz apagada para no atraer a los mosquitos, nos sentábamos a su alrededor, iluminados por el resplandor de las farolas del paseo, para conversar de todo y de nada; sin ningún tipo de obligación, unos se sentaban, otros se marchaban, unos hablaban más, otros menos... Una mesa permite el encuentro, pero no la fusión, no diluye las personalidades; mantiene las distancias, el modo de ser de cada cual, entre la familiaridad y el respeto a la intimidad. Recuerdo noches de mi adolescencia o juventud, que me quedaba tranquilamente conversando, renunciando a salir con los amigos. Quizá la magia de la mesa resida en su cotidianeidad, en su naturalidad, en su formar parte de la vida diaria, posibilitando trascender lo más ‘banal’ hacia asuntos ‘más elevados’, desde un esponjamiento que revierte positivamente en todo ello. Quizá porque, de lo que se trata, no es ni de solo comer, ni de solo hablar, sino de los dos: de convivir, de coexistir, de comulgar. Su madera vieja por el paso del tiempo, manchada por tantas comidas, gastada por infinitas conversaciones… siempre dispuesta a seguir siendo usada, humilde.

Alrededor de cada mesa suele haber una historia, un memorial de usos y recuerdos, de ideas y pensamientos que se actualizan entre las personas que la frecuentan. En la mesa, como abejas hacia la miel, se aproximan los miembros de la familia cuando oyen que algo se está trajinando en la cocina, ante el ruido de pucheros, platos y cubiertos, o sencillamente ante el sonido de palabras o movimientos.

Es reconfortante saber que tenemos nuestro sitio en la mesa. En la mesa cabemos todos; y si no, pues nos hacen sitio o hacemos sitio a los demás. ¿Hay escena más conmovedora de aquel visitante que llega a una comida y, al no caber, el resto de comensales se aprietan para dejarle sitio, con la alegría propia de estar todos juntos? La mesa es quizá el primer lugar de socialización, en el que se nos enseñan las mínimas buenas maneras para estar: se nos enseña a convivir, a respetar los usos acostumbrados, el sitio de cada cual, los horarios de las comidas que jalonan el devenir diario de hitos en los que uno se sabe querido y esperado. Y estas buenas maneras —gran lección de vida— se siguen sin generar violencia, se asumen y se respetan, porque son nacidas del roce cotidiano que forja las relaciones familiares. Estas buenas maneras, aprendidas casi sin darnos cuenta, nos ayudan para futuros encuentros, nos enseñan a las mínimas disposiciones para evitar colisiones frontales entre trenes de mercancías. Una escuela de convivencia intergeneracional, donde abuelos, padres e hijos se sientan juntos, y comparten juntos. Unas buenas maneras que no son meramente una convención, y que no valen por sí mismas, sino por las vivencias que propician. Quizá por esto sea también importante cuidar lo que se habla en la mesa, para no caer en la crítica fácil, en la visión negativa, pues es una auténtica escuela de vida no sólo para los más pequeños, sino también para los más mayores. Un buen indicador del clima familiar es sin duda los momentos alrededor de la mesa, momentos para compartir, y para comentar serenamente, aunque sean los grandes problemas del mundo.

Del mismo modo que el bebé no sólo busca leche en su madre sino también ternura, los miembros de la familia no sólo vamos a la mesa a alimentarnos, sino a tomar nuestra ‘dosis’ diaria de cariño, de aprecio, de amor. Cuando esa magia no se da, seguramente existe en la familia algo que falla, sea lo que sea. Porque lo importante de la mesa es su magia, todo aquello que no es necesario, sino ‘superfluo’: la magia de las velas, el cuidado en su disposición, los relatos familiares, compartir las desventuras personales…, si es acompañado de un buen vino, tanto que mejor.

18 de agosto de 2020

'Pax' leonesa

Hoy no quisiera de dejar de compartir una experiencia que acabo de vivir recientemente, la semana pasada. Como suele ocurrir con cierta frecuencia, en ocasiones no se cumple el proyecto inicial que uno tiene prestablecido, pero los resultados desbordan con creces estas expectativas, dando lugar a vivencias de distinta índole, que uno para nada se había imaginado, y por las cuales no puede sino estar agradecido. Esto es sin duda lo que me ha pasado con un grupo de mujeres silenciosas, enérgicas, acogedoras, cariñosas, cuando he estado alojado en su hospedería monástica Pax, en pleno centro de León. Se trata de una hospedería abierta al público en general, muy moderna y actual. Aunque yo exactamente no estuve allí: junto a dicha hospedería está el monasterio donde ellas viven (Santa María de Carbajal) y, más o menos a caballo, unas habitaciones destinadas a aquellos que buscan una estancia más retirada, y no tanto turística, entre los que se encontraba un servidor.

Hace ya varios meses, recibí un correo de una mujer que no conocía, en el que me decía que había tenido noticia mía a través de internet; sabía que enseñaba filosofía contemporánea, y estaba interesada en nada menos que realizar una lectura antropológica de la Regla de San Benito, a la luz de la filosofía de nuestra época, tema que me interesó. Esta mujer resultó ser una monja benedictina, abadesa de su convento. Desde ese momento, mantuvimos un contacto fluido, tratando diversas cuestiones filosóficas, antropológicas y espirituales al respecto. Consecuencia de ello, surgió la posibilidad de que estuviera algunos días en la hospedería, invitación que no pude dejar de aceptar.

Y dicho y hecho. La semana pasada, desde Valencia y subido en mi moto, crucé las dos Castillas lo más cerca que pude de sus campos y de sus gentes, rodando por carreteras nacionales y comarcales, evitando las autovías. No puedo dejar de maravillarme de los fantásticos paisajes que tenemos en nuestra querida España, por mucho que los vea año tras año; había momentos en los que, literalmente, parecía que ‘surfeaba’ sobre las olas que el viento generaba acariciando las espigas del campo. Espectacular. Pero, con todo, esto no fue lo más relevante del viaje. Y no por la lluvia que me encontré llegando a León, pues uno ya está acostumbrado a ello, sino por lo que iba a encontrar a mi llegada.

Mi idea inicial de estar varios días en silencio espiritual, se truncó nada más llegar; aunque algo ya me había adelantado Ernestina, que así se llama mi amiga benedictina. Tenía interés que compartiera con todas sus hermanas algunas de las cuestiones que habíamos tratado durante nuestras conversaciones a lo largo del curso. Así que, muy gustosamente, compartí con ellas cuestiones relacionadas con la vida (que, felizmente, es un tema muy bien tratado en nuestra tradición filosófica española, a mi modo de ver), y sobre nuestras tres grandes facultades: la inteligencia, la voluntad y la afectividad; dando origen, a su vez, a un fecundo debate.

Conocí también a otras personas no menos interesantes, que estaban —como yo— disfrutando de unos días allí hospedados, compartiendo de alguna manera nuestras vidas. Y había también algunas chicas jóvenes que estaban unos días de discernimiento espiritual, planteándose su posible vocación religiosa. Una de ellas tenía conocimiento de la tradición budista, y se estaba aproximando a la espiritualidad cristiana. Otra venía de una experiencia de vida difícil, tratando de encontrar de nuevo su centro. Hablábamos sobre qué experiencia tan bonita era compartir estos días con las hermanas del convento. Me contaba una de ellas, que venía de un ambiente poco próximo al monacal, que había venido con ciertos prejuicios e ideas preconcebidas (no positivas, ciertamente) de lo que era la vida monástica; y que todos ellos habían saltado prácticamente por los aires.

Decía Thomas Merton que en la sociedad estadounidense de finales del siglo pasado (aunque creo que muy bien se puede extender a la sociedad occidental actual), se pueden identificar dos tipos de crisis existenciales. La primera de ellas, relacionada con aquellas personalidades neuróticas incapaces de gestionar sus apegos infantiles en la vida real, situación por desgracia tan frecuente en los ‘adultos’ de nuestra sociedad. La segunda de ellas, originada por aquellas personas que se dan cuenta de que la sociedad occidental, tal y como está planteada sobre los pilares del consumismo y del bienestar, del activismo y de la evasión, no es capaz de cubrir las necesidades abiertas por unos horizontes que se comienzan a dibujar en la vida de uno, que se barruntan más allá de nuestra vida cotidiana, y que no se sabe muy bien cómo satisfacer. En estos casos, o uno vuelve a la rutina cómoda de una vida que no le convence pero que no le supone mayores quebraderos de cabeza, o se pone a indagar sobre otros modos de vida que puedan satisfacer estos nuevos anhelos más profundos, los cuales suelen surgir de la escucha silenciosa de nuestro centro.

Comentábamos en nuestras conversaciones qué pena que tantas y tantas personas no tuvieran la oportunidad (por desconocimiento, por prejuicios, por falta de inquietud, o por simple voluntad) de conocer el ejemplo de vida que nosotros mismos estábamos conociendo (u otro similar); cómo un grupo de mujeres, sencillas, pero con una energía asombrosa, eran capaces de ofrecer tanto con tan poco, eran capaces de vivir vidas de tanto calado, de modo tan… desapercibido, diría yo. Coincidíamos en que, independientemente de la fe que uno tenga o no, sencillamente a nivel antropológico o humano, era una pobreza que uno no pudiera conocer otros modelos de vida alternativos a los que nos venden los grandes intereses sociales y políticos. Aunque, también es cierto —como me decía una compañera de la hospedería— que cada vez son más las personas, no necesariamente cristianas (ateas, agnósticas, de otras creencias), que buscan estancias de paz y silencio, alejadas del ruido cotidiano, para poder dar respuesta a esta inquietud diferente que albergan en su interior.

Bueno, lo dejo ya aquí, no sin antes dar gracias por estos pocos, pero intensos días en los que, de manera inopinada y ante gente desconocida, he podido recibir una de esas ‘pequeñas’ lecciones de vida que te invitan a buscar la plenitud en la sencillez de una mirada acogedora, en la cercanía de una caricia inesperada, en el regalo de una vida compartida.

11 de agosto de 2020

La aritmetización de un enunciado meta-matemático especial

Partiendo de lo establecido en el anterior post, pensemos en el siguiente enunciado meta-matemático, el cual ya nos irá haciendo sonar, después de tan largo camino, al famoso teorema de Gödel. Es sabido que, en el ámbito de las matemáticas, cuando se quiere demostrar un teorema, se realiza una serie de pasos partiendo de los ya conocidos y demostrados, junto con las reglas de transformación, etc. Podemos decir entonces que esa determinada secuencia de fórmulas es efectivamente la demostración de una fórmula dada, la que se quiere demostrar. Y ya sabemos, también, tal y como hemos estado viendo a lo largo de esta serie de posts, que, tanto la fórmula a demostrar, como la secuencia de ecuaciones que hemos empleado para la demostración, pueden contar con su correspondiente número de Gödel. Pues bien: llamemos ‘z’ y ‘x’ respectivamente a los números de Gödel correspondientes al teorema que queremos demostrar y a la secuencia de ecuaciones que hemos empleado para la demostración. Todo esto que hemos dicho, podríamos enunciarlo meta-matemáticamente del siguiente modo: ‘La secuencia de fórmulas con el número de Gödel x es una prueba de la fórmula con el número de Gödel z’. Y, como dicen Nagel y Newman, este enunciado meta-matemático que acabamos de hacer es perfectamente expresable según el lenguaje de Gödel, ya que «esta proposición es representada (o reflejada) por una fórmula definida en el cálculo aritmético que expresa relaciones puramente aritméticas entre ‘x’ y ‘z’».

Ciertamente, estos números de Gödel, sobre todo ‘x’, serán muy elevados, pero bueno, números de Gödel son. Esta relación entre ambos la expresa Gödel como una función, pero en vez de utilizar la expresión tan común f (x, y), la expresa como Dem (x, z). Esta expresión, Dem (x,z), expresa la relación aritmética resultante del mapeo de la relación meta-matemática anteriormente expresada sobre el lenguaje de Gödel. Es decir: expresa la traducción del enunciado meta-matemático en términos aritméticos según el lenguaje de Gödel.

Llegamos aquí a un punto importante, porque este mapeo nos permite saber si el enunciado meta-matemático que acabamos de hacer es verdadero o no, demostrando aritméticamente que la relación Dem (x,z) es lógicamente cierta dentro de los parámetros del sistema. O, dicho al revés: sabiendo que el enunciado meta-matemático es cierto, se puede afirmar que la expresión Dem (x,z) será aritméticamente lógica. La verdad, es que esto que realiza Gödel me parece espectacular, en el sentido de que ha sido capaz de poder mapear enunciados meta-matemáticos (que no sean ambiguos) en un sistema formal; es decir: ha sido capaz de traducir expresiones lingüísticas en expresiones aritméticas, lo que no deja de ser sorprendente. Ciertamente, a un servidor le faltan herramientas para poder hacer una crítica a todo esto, aunque entiendo que, por lo que poco que comprendo, me parece ciertamente eso: espectacular.

Ya para acabar, sólo notar que, del mismo modo que hemos expresado el enunciado meta-matemático ‘la secuencia de fórmulas con el número de Gödel x es una prueba de la fórmula con el número de Gödel z’ ―y que hemos expresado aritméticamente como Dem (x,z)―, también podemos decir su opuesto, ¿no?, a saber: ‘la secuencia de fórmulas con el número de Gödel x no es una prueba de la fórmula con el número de Gödel z’, en cuyo caso su expresión aritmética será ~Dem (x,z). Esto que digo no es gratuito, sino que será un tipo de enunciado que Gödel va a emplear en su teorema.

4 de agosto de 2020

El problema hermenéutico de la aplicación

Una vez vistas las principales categorías de lo que es la hermenéutica desde el punto de vista gadameriano, vamos a comenzar un nuevo capítulo, en el cual, a la luz de todo aquello, Gadamer recupera el problema hermenéutico fundamental. Vaya por delante que estas páginas de Verdad y método (el cap. X) no parecen muy atractivas; pero, como suele ocurrir en la vida, cuando menos lo esperas, se produce un resultado sorprendentemente fructífero. Ésta ha sido mi experiencia: ciertamente, se trata de un capítulo con el que he aprendido mucho.

Finalizaba Gadamer el anterior capítulo haciendo mención del problema de la aplicación de la hermenéutica como tal, una vez puestos de manifiesto los fundamentos de su argumentación en pro de nuestra inevitable situación hermenéutica. Y, según él, esta cuestión de la aplicación no ha sido tratada temáticamente, sino que la (reciente) tradición histórica se ha estado centrando en los otros dos momentos: en el de la comprensión estrictamente dicha y en el de la interpretación, pero no en el de la aplicación.

La tradición romántica entendía a los dos primeros momentos no como dos momentos separados, sino como dos momentos intrínsecamente unidos, de modo que no es posible una determinada comprensión de algo sin su implícita interpretación. Pero claro, desde su enfoque, dicha interpretación pasaba por hacerse con el sentido original del autor; Gadamer propone preguntarse si, esa interpretación, no es posible entenderla como una especie de aplicación del texto a la situación contextual del intérprete; es decir, un traerlo a su contexto vital en el que adquiere una relevancia en función del papel que dicho texto represente en él. La interpretación del texto estaría en función de su relevancia en nuestro contexto (hermenéutico) vital, y en función de éste será aquélla, todo lo cual revertirá en nuestra comprensión. Lejos quedaría, pues, esa idea de que el intérprete tenía la capacidad de retrotraerse hasta la intención original del autor, como acontecía en las sacerdotisas que en los oráculos interpretaban la voluntad de los dioses. Es fácil de adivinar que por aquí es por donde va a discurrir el pensamiento de nuestro autor.

Hay dos ámbitos en los que cabe estudiar específicamente el problema de la aplicación: en el jurídico y en el teológico; también en el artístico, en el sentido de que interpretar una pieza musical o representar una obra dramática es en alguna manera una aplicación de la composición o del texto original, pero centrémonos en los dos primeros. Ciertamente, son dos ámbitos en los que el problema de la aplicación es más que relevante: «Tanto para la hermenéutica jurídica como para la teológica es constitutiva la tensión que existe entre el texto —de la ley o de la revelación— por una parte, y el sentido que alcanza su aplicación al momento concreto de la interpretación, en el juicio o en la predicación, por la otra». Y, no olvidemos que, todo ello, acontece a la luz de la historia efectual (que ya hemos visto), según la cual el comprender tiene menos de ese esfuerzo de un individuo por acercarse a un sentido objetivo, que de ese proceso comprensivo que se sitúa en el seno de un ‘acontecer tradicional’. No en vano dice Heidegger, que la misma comprensión es un acontecer.

Pues bien, éste es el problema que se cuestiona Gadamer, a saber: la vinculación que puede haber entre el nivel cognitivo y el normativo; entre el conocer la ley o el texto sagrado, y su aplicación (o predicación) a (en) un caso concreto (en el caso de la obra artística, hablaríamos de su reproducción).

Y para resolverlo no hay que adoptar una postura sobrehumana, en el sentido de que es particular de grandes hombres superdotados, sino que lo que hay que hacer es adoptar una postura diversa ante el texto: la hermenéutica no es un saber ‘dominador’ sino todo lo contrario, es un ‘dejarse decir’ por el texto; un dejarse decir a la luz de su significado original, pero considerando la circunstancia actual. Ejemplo claro de esto es el de un juez, que no pretende dominar la ley sino servirla, adecuándola al caso concreto del juicio que se le presente actualmente (aunque igual de claro es el del predicador que sirve a la Escritura o el del intérprete que se debe a la obra original). ¿Es razonable pensar que hay un único modo ‘correcto’ de interpretar una ley, un texto sagrado o una partitura musical?