18 de agosto de 2020

'Pax' leonesa

Hoy no quisiera de dejar de compartir una experiencia que acabo de vivir recientemente, la semana pasada. Como suele ocurrir con cierta frecuencia, en ocasiones no se cumple el proyecto inicial que uno tiene prestablecido, pero los resultados desbordan con creces estas expectativas, dando lugar a vivencias de distinta índole, que uno para nada se había imaginado, y por las cuales no puede sino estar agradecido. Esto es sin duda lo que me ha pasado con un grupo de mujeres silenciosas, enérgicas, acogedoras, cariñosas, cuando he estado alojado en su hospedería monástica Pax, en pleno centro de León. Se trata de una hospedería abierta al público en general, muy moderna y actual. Aunque yo exactamente no estuve allí: junto a dicha hospedería está el monasterio donde ellas viven (Santa María de Carbajal) y, más o menos a caballo, unas habitaciones destinadas a aquellos que buscan una estancia más retirada, y no tanto turística, entre los que se encontraba un servidor.

Hace ya varios meses, recibí un correo de una mujer que no conocía, en el que me decía que había tenido noticia mía a través de internet; sabía que enseñaba filosofía contemporánea, y estaba interesada en nada menos que realizar una lectura antropológica de la Regla de San Benito, a la luz de la filosofía de nuestra época, tema que me interesó. Esta mujer resultó ser una monja benedictina, abadesa de su convento. Desde ese momento, mantuvimos un contacto fluido, tratando diversas cuestiones filosóficas, antropológicas y espirituales al respecto. Consecuencia de ello, surgió la posibilidad de que estuviera algunos días en la hospedería, invitación que no pude dejar de aceptar.

Y dicho y hecho. La semana pasada, desde Valencia y subido en mi moto, crucé las dos Castillas lo más cerca que pude de sus campos y de sus gentes, rodando por carreteras nacionales y comarcales, evitando las autovías. No puedo dejar de maravillarme de los fantásticos paisajes que tenemos en nuestra querida España, por mucho que los vea año tras año; había momentos en los que, literalmente, parecía que ‘surfeaba’ sobre las olas que el viento generaba acariciando las espigas del campo. Espectacular. Pero, con todo, esto no fue lo más relevante del viaje. Y no por la lluvia que me encontré llegando a León, pues uno ya está acostumbrado a ello, sino por lo que iba a encontrar a mi llegada.

Mi idea inicial de estar varios días en silencio espiritual, se truncó nada más llegar; aunque algo ya me había adelantado Ernestina, que así se llama mi amiga benedictina. Tenía interés que compartiera con todas sus hermanas algunas de las cuestiones que habíamos tratado durante nuestras conversaciones a lo largo del curso. Así que, muy gustosamente, compartí con ellas cuestiones relacionadas con la vida (que, felizmente, es un tema muy bien tratado en nuestra tradición filosófica española, a mi modo de ver), y sobre nuestras tres grandes facultades: la inteligencia, la voluntad y la afectividad; dando origen, a su vez, a un fecundo debate.

Conocí también a otras personas no menos interesantes, que estaban —como yo— disfrutando de unos días allí hospedados, compartiendo de alguna manera nuestras vidas. Y había también algunas chicas jóvenes que estaban unos días de discernimiento espiritual, planteándose su posible vocación religiosa. Una de ellas tenía conocimiento de la tradición budista, y se estaba aproximando a la espiritualidad cristiana. Otra venía de una experiencia de vida difícil, tratando de encontrar de nuevo su centro. Hablábamos sobre qué experiencia tan bonita era compartir estos días con las hermanas del convento. Me contaba una de ellas, que venía de un ambiente poco próximo al monacal, que había venido con ciertos prejuicios e ideas preconcebidas (no positivas, ciertamente) de lo que era la vida monástica; y que todos ellos habían saltado prácticamente por los aires.

Decía Thomas Merton que en la sociedad estadounidense de finales del siglo pasado (aunque creo que muy bien se puede extender a la sociedad occidental actual), se pueden identificar dos tipos de crisis existenciales. La primera de ellas, relacionada con aquellas personalidades neuróticas incapaces de gestionar sus apegos infantiles en la vida real, situación por desgracia tan frecuente en los ‘adultos’ de nuestra sociedad. La segunda de ellas, originada por aquellas personas que se dan cuenta de que la sociedad occidental, tal y como está planteada sobre los pilares del consumismo y del bienestar, del activismo y de la evasión, no es capaz de cubrir las necesidades abiertas por unos horizontes que se comienzan a dibujar en la vida de uno, que se barruntan más allá de nuestra vida cotidiana, y que no se sabe muy bien cómo satisfacer. En estos casos, o uno vuelve a la rutina cómoda de una vida que no le convence pero que no le supone mayores quebraderos de cabeza, o se pone a indagar sobre otros modos de vida que puedan satisfacer estos nuevos anhelos más profundos, los cuales suelen surgir de la escucha silenciosa de nuestro centro.

Comentábamos en nuestras conversaciones qué pena que tantas y tantas personas no tuvieran la oportunidad (por desconocimiento, por prejuicios, por falta de inquietud, o por simple voluntad) de conocer el ejemplo de vida que nosotros mismos estábamos conociendo (u otro similar); cómo un grupo de mujeres, sencillas, pero con una energía asombrosa, eran capaces de ofrecer tanto con tan poco, eran capaces de vivir vidas de tanto calado, de modo tan… desapercibido, diría yo. Coincidíamos en que, independientemente de la fe que uno tenga o no, sencillamente a nivel antropológico o humano, era una pobreza que uno no pudiera conocer otros modelos de vida alternativos a los que nos venden los grandes intereses sociales y políticos. Aunque, también es cierto —como me decía una compañera de la hospedería— que cada vez son más las personas, no necesariamente cristianas (ateas, agnósticas, de otras creencias), que buscan estancias de paz y silencio, alejadas del ruido cotidiano, para poder dar respuesta a esta inquietud diferente que albergan en su interior.

Bueno, lo dejo ya aquí, no sin antes dar gracias por estos pocos, pero intensos días en los que, de manera inopinada y ante gente desconocida, he podido recibir una de esas ‘pequeñas’ lecciones de vida que te invitan a buscar la plenitud en la sencillez de una mirada acogedora, en la cercanía de una caricia inesperada, en el regalo de una vida compartida.

6 comentarios:

  1. Muchas gracias Alfredo por este comentario que has ofrecido en tu blog. Para nuestra comunidad ha sido un gran regalo conocerte y compartir contigo nuestro camino de búsqueda de Dios. Nos has suscitado sobre todo preguntas que nos mueven a seguir avanzando en nuestra fé
    Hasta pronto!

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    1. Como decía en el texto, ¡gracias a vosotras! Un auténtico lujo.
      Un abrazo para todas.

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  2. Parece ser que,el Sentido de la Vida es hallar la convivencia fraternal,algo en común .

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    1. Pues supongo que algo hay de eso, ladoctorak. Creo que el ser humano es relación, encuentro, hablando siempre de ciertos niveles de profundidad. Un saludo.

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  3. Qué bueno profesor que pudo tener esa experiencia de silencio, en comunión con Dios, la naturaleza y con su propio interior. La mayoría de los regalos extraordinarios en la vida se nos ofrecen de forma gratuita y a veces por ir tan de prisa, ni los vislumbramos. Bendiciones!!

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  4. Gracias por tu comentario, Julissa. Sí, ciertamente las cosas grandes de la vida se escapan a nuestros proyectos y a nuestra imaginación; si no fuera así, ¡pocas veces nos podríamos sorprender!
    Un abrazo.

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