25 de agosto de 2020

La mesa

Cuando uno va cumpliendo años parece que, de vez en cuando, le vienen a la cabeza ciertos recuerdos de su infancia, que le llevan a esos momentos gratos que vivió con su familia paterna, que le marcaron seguramente de modo no consciente, y que trata de reproducir con mayor o menor fortuna en su propia vida. Momentos de la cotidianeidad, sin que sean especialmente relevantes, pero cuya significatividad para una vida va creciendo, como el buen vino, con el paso de los años. En este caso concreto me refiero a la mesa, idea que me ha venido a la cabeza tras leer unas páginas de Hadjadj. Logísticamente hablando, la importancia de una mesa en una casa creo que no es preciso destacarla: comemos sobre ella, también estudiamos, trabajamos…, en fin, un sinfín de actividades varias que, día tras día, realizamos sobre sus superficies de distintos materiales. Pero, más allá de ello, hay otra labor que me parece fundamental, que es la que motiva estas líneas: más allá de comer sobre ella, o trabajar, la mesa propicia un lugar de encuentro entre los que allí conviven. Más allá de su importancia logística, posee una importancia práctica, ética; ¡cuántos buenos ratos de conversación serena, de esperas silenciosas, de encuentros inesperados, se han dado alrededor de una mesa! Una mesa es sinónimo de acogida, de cuidado, de hospitalidad; en la mesa, uno siempre encuentra sitio.

En mi experiencia personal, hay dos mesas que poseen este significado peculiar: la de la cocina, en mi casa de Valencia, y la de la terraza, en la playa donde solíamos ir en verano. No pueden sino venir a mi cabeza tantas y tantas noches que, con la luz apagada para no atraer a los mosquitos, nos sentábamos a su alrededor, iluminados por el resplandor de las farolas del paseo, para conversar de todo y de nada; sin ningún tipo de obligación, unos se sentaban, otros se marchaban, unos hablaban más, otros menos... Una mesa permite el encuentro, pero no la fusión, no diluye las personalidades; mantiene las distancias, el modo de ser de cada cual, entre la familiaridad y el respeto a la intimidad. Recuerdo noches de mi adolescencia o juventud, que me quedaba tranquilamente conversando, renunciando a salir con los amigos. Quizá la magia de la mesa resida en su cotidianeidad, en su naturalidad, en su formar parte de la vida diaria, posibilitando trascender lo más ‘banal’ hacia asuntos ‘más elevados’, desde un esponjamiento que revierte positivamente en todo ello. Quizá porque, de lo que se trata, no es ni de solo comer, ni de solo hablar, sino de los dos: de convivir, de coexistir, de comulgar. Su madera vieja por el paso del tiempo, manchada por tantas comidas, gastada por infinitas conversaciones… siempre dispuesta a seguir siendo usada, humilde.

Alrededor de cada mesa suele haber una historia, un memorial de usos y recuerdos, de ideas y pensamientos que se actualizan entre las personas que la frecuentan. En la mesa, como abejas hacia la miel, se aproximan los miembros de la familia cuando oyen que algo se está trajinando en la cocina, ante el ruido de pucheros, platos y cubiertos, o sencillamente ante el sonido de palabras o movimientos.

Es reconfortante saber que tenemos nuestro sitio en la mesa. En la mesa cabemos todos; y si no, pues nos hacen sitio o hacemos sitio a los demás. ¿Hay escena más conmovedora de aquel visitante que llega a una comida y, al no caber, el resto de comensales se aprietan para dejarle sitio, con la alegría propia de estar todos juntos? La mesa es quizá el primer lugar de socialización, en el que se nos enseñan las mínimas buenas maneras para estar: se nos enseña a convivir, a respetar los usos acostumbrados, el sitio de cada cual, los horarios de las comidas que jalonan el devenir diario de hitos en los que uno se sabe querido y esperado. Y estas buenas maneras —gran lección de vida— se siguen sin generar violencia, se asumen y se respetan, porque son nacidas del roce cotidiano que forja las relaciones familiares. Estas buenas maneras, aprendidas casi sin darnos cuenta, nos ayudan para futuros encuentros, nos enseñan a las mínimas disposiciones para evitar colisiones frontales entre trenes de mercancías. Una escuela de convivencia intergeneracional, donde abuelos, padres e hijos se sientan juntos, y comparten juntos. Unas buenas maneras que no son meramente una convención, y que no valen por sí mismas, sino por las vivencias que propician. Quizá por esto sea también importante cuidar lo que se habla en la mesa, para no caer en la crítica fácil, en la visión negativa, pues es una auténtica escuela de vida no sólo para los más pequeños, sino también para los más mayores. Un buen indicador del clima familiar es sin duda los momentos alrededor de la mesa, momentos para compartir, y para comentar serenamente, aunque sean los grandes problemas del mundo.

Del mismo modo que el bebé no sólo busca leche en su madre sino también ternura, los miembros de la familia no sólo vamos a la mesa a alimentarnos, sino a tomar nuestra ‘dosis’ diaria de cariño, de aprecio, de amor. Cuando esa magia no se da, seguramente existe en la familia algo que falla, sea lo que sea. Porque lo importante de la mesa es su magia, todo aquello que no es necesario, sino ‘superfluo’: la magia de las velas, el cuidado en su disposición, los relatos familiares, compartir las desventuras personales…, si es acompañado de un buen vino, tanto que mejor.

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