1 de septiembre de 2020

El objeto de la filosofía es el mismo que el de la ciencia, pero no

Podemos afirmar que, desde la época moderna, la sociedad occidental ha situado a la ciencia en la cúspide del conocimiento humano, seguramente porque se piensa que es la metodología que una mayor certeza puede arrojar en nuestra relación con la realidad. No pocos autores se preguntaron, sobre todo en ese momento de auge del cientificismo, a comienzos del siglo XX (aunque también sigue siendo una pregunta pertinente hoy en día), qué lugar le corresponde ocupar a la filosofía en este escenario. ¿Acaso —como se pregunta Vollmer en su Teoría evolucionista del conocimiento— está destinada a ser una «fuente de problemas no solucionados que fluye de modo cada vez más débil hasta que finalmente se agota ante la imposibilidad fundamental de dar respuesta a algunas preguntas?». Ante el auge de la ciencia, ¿sólo le resta a la filosofía reconocer su insuficiencia gnoseológica de la realidad y, como mucho, ceñirse a asuntos éticos, a la estela de los avances científicos? Ciertamente, no son pocos los científicos que valoran y mucho la filosofía. No quisiera plantear este post, por tanto, en términos de oposición, sino más bien en términos de complementariedad. Para poder esclarecer esta cuestión, es importante ―en mi opinión― definir los ámbitos en que se sitúan los objetos de sendas disciplinas; hecho esto, quizá nos llevemos la sorpresa de que igual ni el conocimiento científico se opone al filosófico, ni el filosófico al científico. Todo lo contrario.

La gran crítica que se realiza a la filosofía es que, a diferencia de la ciencia, no ofrece (no puede ofrecerlo) un conocimiento verdadero de la realidad. ¿Para qué, entonces, continuar en esta tarea infructuosa? Ante el reto lanzado, sobre todo a finales del siglo XIX y comienzos del XX, no pocos filósofos replantearon el quehacer filosófico, desafortunadamente a la luz de la metodología científica. Y digo desafortunadamente, no tanto por la imposibilidad de dicha empresa sino porque, lo que tiene que hacer la filosofía para reivindicar su puesto, no es abandonar su idiosincrasia en beneficio de una metodología que no es la suya (la científica), sino hacerse valer con la suya propia, la cual seguramente ofrezca aspectos y dimensiones de la realidad ajenos al conocimiento científico. Quizá, antes de hablar en términos de metodología, deberíamos hablar en términos de ‘objeto de estudio’; porque lo cierto es que el objeto de la filosofía no está ahí, delante de nosotros, del mismo modo en que lo está el objeto de la ciencia, de modo que lo único que habría que hacer es dar con el camino más adecuado para llegar hasta él. La diferencia entre filosofía y ciencia no hay que buscarlo, pues, en el método que sería mejor para llegar a conocer ese objeto de conocimiento que está ahí; su diferencia es mucho más radical, y atañe primariamente al objeto al que enderezan sus esfuerzos.

Más complejo es definir el objeto filosófico el cual, por su propia índole, sólo puede mantenerse desde el propio esfuerzo filosófico. Esto que puede parecer una paradoja, constituye el gran reto de la vida filosófica: la constatación de que su objeto no es un objeto manifiesto y patente, sino todo lo contrario, latente y huidizo (fugitivo, como dice J.J. Garrido).

Pero no se debe pensar en que este objeto huidizo sea un objeto al modo de la ciencia, que se nos escapa, como esas partículas subatómicas que no duran sino apenas unos milisegundos; no, no es eso. Porque el objeto filosófico no se encuentra separado de cualquier otro objeto de la realidad; se da con ellos, se da en ellos, aunque no se identifica con ellos. Es latente en tanto que subyace al modo cotidiano de enfrentarnos a las cosas, también al modo científico. Y es fugitivo porque no se nos presenta palmariamente, sino que, en primera instancia, permanece oculto a la mente, permanece velado a una mente ante la cual sólo se podrá desvelar si ésta hace un acto mental que posibilite la presencia del objeto en esta nueva dimensión. Esta dimensión es la que permanece velada para el conocimiento cotidiano y aún para el científico; y, una vez obrada en nuestra mente esta conversión, se actualizará todo (las cosas, lo que hacemos, las personas, nuestras vidas, nuestro entorno, incluso el conocimiento científico) de un modo diverso, destacando en todo objeto esa nueva dimensión.

El conocimiento filosófico nos lleva a consideraciones de las cosas diversas de las habituales. Es una aprehensión que, sin obviarla, trata de trascender la aprehensión sensible, para adquirir una noticia diversa de ellas. No nos quedamos en la simple noticia, aunque busquemos más noticias tras las noticias primeras; es otra cosa. Dice Zubiri en Naturaleza, Historia, Dios: «es un modo de intelección que viene determinado por la visión de la interna estructura de las cosas y que, por tanto, lleva en sí los caracteres que le aseguran la posesión efectiva de lo que son aquéllas en su íntima necesidad». Como digo, también la ciencia va más allá de la noticia primera de las cosas, buscando más allá, buscando su estructura profunda; pero este buscar más allá siempre se realiza desde la misma clave, independientemente de que lo haga más profundamente, todo lo que su necesidad de precisión objetiva le permite avanzar. Pero no se acerca a esa necesidad interna que hace que las cosas sean como son, más allá de esta dimensión objetiva, que por necesidad es empírica.

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