18 de febrero de 2020

Realidad y cosa-realidad en Zubiri

Hablábamos en otro post de la diferencia entre realidad y ser en Zubiri. Hoy vamos a tratar otro tema cercano a éste. La congenereidad entre realidad e inteligencia es un dato fundamental de Zubiri. Quizá podamos decir que es ‘el’ dato. De hecho, tal es el acto primario de la inteligencia, aprehender realidad, aprehender las cosas como ‘de suyo’. La inteligencia tiene primariamente una función biológica, a saber: hacer viable al ser humano evolutivamente hablando, como consecuencia de su hiperformalización; aprehendiendo las cosas como de suyo, puede enfrentarse a ellas, puede suspender la respuesta y optar, ya no se ve determinado por sus instintos (a pesar de tener tendencias), etc. En resumen, aprehende según la formalidad de realidad.

El hombre se relaciona con las cosas aprehendiéndolas como de suyo; es lo que denomina ‘aprehensión primordial de realidad’ (o mejor, como le escuché recientemente a Diego Gracia, momento primordial de la aprehensión, pues es una constante en ella, siempre está presente en toda aprehensión). No existe la aprehensión primordial pura, sino que se da a una con la aprehensión de las cosas. Dicha aprehensión, pues, tiene dos momentos: el material y el formal, el contenido y el que ese contenido sea ‘de suyo’. El fenómeno mediante el cual esto ocurre es actualización. La cosa le es actual al ser humano realmente.

En los textos zubirianos hay una anfibología del término realidad, ya que en algunos textos se refiere con él a todo lo que existe, y en otros a la formalidad desde la que el ser humano aprehende eso que existe. Se suele decir que se trata en un caso de realidad como contenido y en el otro de realidad como formalidad. Sería oportuno distinguir, entonces, entre ‘cosa-realidad’ y ‘realidad’.

Realidad tiene que ver con actualización en inteligencia sentiente, con cómo queda la cosa en la inteligencia sentiente, con formalidad. Tendemos a pensar que realidad es el conjunto de cosas reales, pero no es así en el pensamiento zubiriano. En alguna ocasión llegó a acuñar el término reidad para distinguir realidad en este sentido (en el de formalidad) del más común de entender la realidad como conjunto de todo lo que existe, pero no ha tenido mucha fortuna. En este sentido, realidad es una formalidad, un modo de quedar las cosas ante el ser humano, precisamente en tanto que reales (también podrían quedar en tanto que estímulos -formalidad de estimulidad, como sabemos- que sería el modo común de quedar las cosas ante los animales).

Por su parte, cosa-realidad, tiene que ver con las cosas que existen, con las que nos relacionamos cotidianamente, digamos, en sí mismas. Digo ‘en sí mismas’ para diferenciarlas de otro concepto clave de Zubiri, como es el de cosa-sentido, es decir, el papel que juegan las cosas en la vida humana el cual, si bien está fundado en su dimensión de cosa-realidad, no coinciden ni mucho menos. A la cosa-realidad le compete el análisis que realiza en Sobre la esencia, referido a su sustantividad, etc. Surge la duda de si cosa-realidad es un concepto límite, hacia el cual tendemos ‘depurando’ nuestras cosas-sentido, pero bueno, no es el lugar de este debate. La aprehensión específicamente humana es actualización en inteligencia sentiente. La noticia que tengamos de las cosas será formalmente real, pues el hombre sólo puede tener noticia de las cosas como de suyo (independientemente de que también se pueda relacionar con las cosas estimúlicamente, lo específicamente humano es hacerlo realmente). Las cosas son las mismas (su contenido) las aprehenda el ser humano o las aprehenda cualquier especie animal, pero no quedan igual: ante el animal quedan como meros estímulos, ante nosotros como ‘de suyo’. Pero las cosas son las mismas.

Sin embargo, el hecho de que un animal las aprehenda estimúlicamente, hace que su aprehensión se acabe ahí, en el mero estímulo. Sin embargo, al aprehenderlas como ‘de suyo’, a esa impresión física (similar a la de cualquier animal) se le une en el hombre otro momento: el de la aprehensión de la formalidad de realidad (gracias a la hiperformalización de su cerebro). Un animal y un hombre perciben lo mismo (sensiblemente, salvo las diferencias derivadas de los distintos órganos perceptivos de cada especie) o, quizá, mejor dicho, perciben el mismo contenido (con las diferencias comentadas en cuanto a sus estructuras perceptivas) pero, en el caso del hombre, dicha aprehensión posee otro momento, el de la formalidad de realidad. El hecho de que el ser humano aprehenda realidad, le permite inteligir en la cosa un momento según el cual dicha cosa es más que su contenido sensible: es precisamente su carácter real. Y esto es fundamental, pues mediante dicho carácter real, tenemos noticia de que la cosa no se acaba ahí, sino que nos abre respectivamente a más allá de ella, nos lanza allende, hacia otras cosas reales.

11 de febrero de 2020

Los límites de la probabilidad cuántica en la percepción

Una aplicación importante de la ley √n que nos explica Schrödinger (y que veíamos en este post), está directamente relacionada con nuestros procesos perceptivos, poniendo de manifiesto lo complejo que sería que dichos procesos se debieran a leyes estocásticas, tal y como acontecen en la materia atómica, y lo diferente que sería nuestra vida, si es que en estas condiciones fuera posible.

Uno de las metodologías que utilizan los científicos para medir de un modo cada vez más fino, es emplear, en la medida en que la tecnología así lo permite, instrumentos de elevadas sensibilidades. Por ejemplo, si se quiere medir la actividad de un determinado campo energético o de fuerzas, que sea lo suficientemente débil, se utiliza un material liviano pendido de un hilo; como se puede suponer, cuanto más liviano sea el material empleado, más débil será la fuerza que lo pueda desplazar de su postura de equilibrio. Éste es el principio de la balanza de torsión, el cual encuentra un límite curioso; es decir, que no siempre es oportuno recurrir a cuerpos cada vez más livianos, ya que a la postre, podía resultar contraproducente. Efectivamente, si se eligen cuerpos cada vez más ligeros, se llega a un momento en que estos cuerpos se ven afectados no tanto por aquello que se quiere medir, como por los choques propiciados por los movimientos térmicos de las partículas que les rodean. Así, no es posible alcanzar una posición de equilibrio a partir de la cual comenzar a medir, por lo que el experimento quedaría imposibilitado.

Ciertamente, este efecto ocurre siempre, aunque, cuando se trata de estudiar fuerzas más elevadas, se puede despreciar sin ninguna alteración significativa del resultado. No obstante, cuando las fuerzas son débiles, hay que afinar y repetir varias veces el experimento para poder eliminar los efectos del movimiento browniano de las partículas sobre nuestro material de medición.

El mismo Schrödinger lanza la idea que me hizo pensar en este post. Porque, si nos damos cuenta, nuestros órganos sensibles no dejan de ser una especie de instrumentos, sensibles a la alteración que les pueda advenir desde el entorno. Si nuestros órganos no tuvieran un tamaño mínimo, difícilmente podrían asumir su función, como es la de ofrecernos una noticia fiable del entorno a la escala en que nuestra vida es viable (y así, con cualquier otra especie). Para tamaños más pequeños, su relación con la realidad sería indefectiblemente diversa, siendo afectados por una información que cualitativamente ya no se debería únicamente a la información que nos pudieran transmitir de nuestro entorno (y que necesitamos para relacionarnos con el mismo), sino que también registraría otra serie de afecciones propiciadas por dicho movimiento browniano. De alguna manera tal información también sería una información del medio, pero no nos ofrecería un contenido informativo válido para poder desplegar nuestras vidas, por lo menos tal y como éstas se encuentran en nuestro estado evolutivo.

Como dice el gran físico, gracias a esto «podemos convencernos de lo inútiles que serían nuestros órganos en el caso de que llegaran a poseer una excesiva sensibilidad». Supongo que lo mismo se podría afirmar de cualquier otra especie.

Creo que esto enlaza con una cuestión especialmente importante, como es qué sea la realidad: ¿la que vemos nosotros, la que ven otras especies, la que detectan nuestros aparatos a nivel subatómico? Normalmente se nos dice que lo que percibimos no existe como tal, que es un constructo nuestro. En mi opinión, esto es una verdad a medias. ¿Acaso, cuando afirmamos que percibimos átomos y quarks, no se trata también de un constructo, de una interpretación de la realidad? Yo creo que sí. Igual que lo mismo acontece ante la percepción de cualquier otra especie. Yo creo que preguntar cómo es la realidad, si cómo la percibimos nosotros, o cómo la perciben los murciélagos, o los delfines, o las hormigas… o que no es ninguna de ellas porque se trata de pequeños corpúsculos de materia y energía, no es una pregunta adecuada.

A mi modo de ver, creo que la realidad es, en todos los casos, un constructo entre la información que nos proporciona la realidad en sí misma, y la elaboración que realice cada especie según sus posibilidades fisiológicas. Decir que una es más realidad que otra creo que no es una afirmación justa. Creo que para poder discernir todo ello, debemos decir en qué nivel de realidad nos situamos. Tan real puede ser un color, como tan irreal si nos situamos en otro nivel de realidad (a nivel fotónico, por ejemplo).

4 de febrero de 2020

El paso en falso de lo total a lo totalitario

Todos nacemos en un determinado contexto socio-cultural, y en él hemos de desarrollar nuestras vidas. Buena parte de éstas se reduce a ser capaces de gestionar nuestras necesidades bio-sociales, en el ámbito que nos es abierto por las posibilidades y oportunidades que nuestro entorno nos genera. Como digo, unas necesidades son biológicas, y otras sociales, sin que se pueda establecer una nítida diferencia entre unas y otras. Si bien al grueso de las especies lo que les importa son las primeras, en el caso humano las segundas alcanzan como mínimo un estatus equivalente, cuando no superior. Ciertamente, toda persona nace en un contexto cultural, social, etc., al que se tiene que adaptar, y en el cual tiene que ser reconocido. Una de sus grandes tareas es la de conjugar su libertad personal con su necesidad de ser reconocido y aceptado, sea el entorno que sea. Su dependencia del entorno es elevada, tanto como que en ocasiones —tal y como nos recuerda Ricoeur— puede llevarle a tergiversar la realidad de las cosas, así como la de sus relaciones.

El equilibro entre la libertad personal y el reconocimiento social puede resolverse de distintas maneras; hay diversas variables cuya combinación pueden dar lugar a muchas posibilidades, posibilidades que quizá se puedan agrupar en torno a dos grandes tendencias, y que seguramente no dependerán sólo del sujeto, sino del contexto en el que se sitúe (independientemente de que contribuya en mayor o menor medida al mismo): son las que el filósofo francés denomina el espíritu de la mentira y el espíritu de la verdad. Será en el seno de estos contextos, tácitos, no explícitos, pero que rigen la vida de las personas, en el que uno aprenderá el modo básico en que irá resolviendo el conflicto personal antes citado. ¿A qué se refiere Ricoeur con ello?

Es común en la actualidad una queja constante de lo que se miente en la sociedad, de lo poco fiel que se es a la verdad (independientemente de lo complejo que sea establecer qué sea la verdad). Muy agudamente, Ricoeur señala que, antes de dichas mentiras, hay algo previo a las mismas, algo previo que, de algún modo, las posibilita, e incluso las facilita o las propicia: es lo que Ricoeur denomina el espíritu de la mentira. Anterior a las mentiras, está el espíritu de la mentira, del mismo modo que, en el sentido opuesto, el espíritu de la verdad está antes que cualquier verdad formulada. Tanto uno como otro se encuentran en un plano pre-comprensivo, existencial se podría decir, primario, sobre el cual se montarán los hechos concretos de nuestras vidas, en los cuales cabe hablar de mentiras y de verdades concretas.  Y no sólo de mentiras y de verdades dichas, sino, sobre todo, vidas mentirosas y verdaderas, que es algo de mucho más calado. La diferencia entre ambos no está en su carácter, sino en la orientación que adquiere su explicitación. Si el espíritu de la verdad implica moverse en un espacio en el cual se aprecia cómo «la cuestión de la verdad culmina en el problema de la unidad total de las verdades y de los planos de la verdad», lo que hace el espíritu de la mentira es contaminar la búsqueda de la verdad en su corazón, es decir: ‘en su exigencia unitaria’.

De lo que se trata es de una actitud compartida radical y de fondo hacia una búsqueda honesta de la verdad, o un ampararse en los propios criterios sin un contraste intersubjetivo válido. En vez de buscar la integración y la armonía en una totalidad de sentido, se prima la disgregación precipitada por la búsqueda egocéntrica como superación del temor existencial. Y ello tiene una consecuencia dramática; en palabras de Ricoeur, «es el paso en falso de lo total a lo totalitario».

Lo totalitario se implanta cuando se ha perdido ese horizonte de verdad, en el que ya ‘cabe todo’; la verdad, humilde y manejable, se ve manipulada por los poderes fácticos de toda índole. Y lo relevante aquí ya no es tanto que se tenga o no razón —que también, evidentemente— sino la no búsqueda compartida de la verdad, la desatención hacia otros interlocutores que, por no compartir unas convicciones, se consideran inválidos, ilegítimos. Como ya decía Stuart Mill en Sobre la libertad, no importa tanto si lo que se afirme sea verdadero o no, como el modo de llegar a esa afirmación; cuando este camino no es el adecuado, cuando se legitima el aislamiento aunque sea de uno solo por ‘no ser de los nuestros’, se genera un cáncer social, una beligerancia militante de la que, con frecuencia, sus propios causantes ni siquiera son conscientes; incluso se vive con cierta euforia, con la satisfacción del vencedor, sin ser conscientes del riesgo de ser devorados por la propia bestia que se ha engendrado. La verdad ya no brota por sí misma, ya no se hace valer por su propio carácter verdadero, sino que se impone con violencia.

Continúa Ricoeur: «este desliz se produce históricamente cuando un poder sociológico inclina y logra reagrupar más o menos completamente todos los órdenes de la verdad y plegar a los hombres a la violencia de la unidad». Y es que lo totalitario tiende a ejercer violencia en todos los órdenes (físico, social, público, político, religioso…) para que se converja hacia ‘su’ verdad; el totalitario es incapaz de asumir humildemente la postura de que, quizás, sólo quizás, no posea la verdad, y que, como mucho, se ha de esforzar por alcanzarla, junto con todos los demás. El que no escucha a los demás, es como si se creyera en posesión de la verdad, no le hace falta escuchar más opiniones; y —se pregunta Stuart Mill—: ¿quién es capaz de saberse en posesión de la verdad?

Quizá el problema más grave no esté en los que se sitúan al otro lado, los que se oponen a la opinión totalitaria, aunque sea del totalitarismo de lo políticamente correcto, de la sanción social implícita, sino de los que se sitúan al mismo lado, no tanto por convicción como por complacencia, o por interés, o por comodidad, o por inconsciencia. Se creen poseedores de una verdad que a la postre resulta ser una verdad de papel, dejándose arrastrar por un orden momentáneo que, una vez pase su fase de esplendor, sucumbirá bajo el peso de la historia. No puedo sino recordar aquí la gran historia que nos narró Stefan Zweig, Castellio contra Calvino, en la que contrapone la libertad de los que no se dejan seducir por la comodidad de acogerse a la verdad del poder (ejemplarizado en la figura de Castellio), y la esclavitud del que renuncia a su propia libertad por complacer al totalitario: «Por complacerle, sólo para dejarse guiar sin oponer resistencia, renuncian a aquello que hasta ayer constituía su mayor alegría: su libertad. La vieja ruere in servitium de Tácito se cumple una y otra vez, cuando, en un fogoso rapto de solidaridad, los pueblos se precipitan voluntariamente en la esclavitud y ensalzan el látigo con el que se les azota».

28 de enero de 2020

Rainer María Rilke: un sismógrafo sensibilísimo

Cuenta Rof Carballo que, en un momento de crisis creativa, Rainer María Rilke, tras vagar por distintos lugares de Europa (París, Viena, Venecia) tuvo como una especie de visión según la cual debía realizar un viaje a la España de Castilla y Andalucía, donde le daría fin. Este viaje, que realizó entre finales de 1912 y comienzos de 1913, fue de todo menos infructuoso; es admirable la sensibilidad que muestra Rof Carballo para explicar ese torrente de inspiración ante el que el mismo Rilke quedó sobrecogido, ese proceso según el cual asoma a la superficie aquello que habitaba en su interior.

Según cuenta el pensador gallego ―y cito un extenso párrafo― el poeta fue «el primero en admirar y sorprenderse del tremendo alcance y belleza de aquellas frases que, sin sospecharlo, habían ido germinando y formándose en sus profundidades. A partir de ese momento sabe con certeza una cosa que hasta entonces no ha hecho más que presentir. Hay algo dentro de él, como de todo hombre, que es sagrado: una verdad que pugna por abrirse paso y a la que es menester servir, consagrándole la vida entera». Esto no era algo nuevo para Rilke pues, tal y como cuenta, sintió algo análogo en aquella productiva estancia en Duino, donde se originaron sus famosas Elegías. De hecho, fue tras aquel momento de creación inaudita, que entró en una época de sequedad; sequedad no por lo que sentía en su interior, sino por no poder expresarlo; sí, sentía que había algo en su interior, compartido por la naturaleza humana, que había que decir, sin encontrar el modo adecuado de expresarlo verbalmente.

Rilke fue de esos poetas que vivió su genialidad como una forma de ser; su poesía iba a la par con su transformación personal. Su vida fue la poesía, el anhelo de expresar su experiencia interior. Todo lo que nosotros, hombres cotidianos, denominamos vivir, desapareció en él absorbido por su tarea artística todavía en construcción. Escribir sustituyó por completo el vivir; o, quizá, mejor dicho: lo transfiguró.

Y esto es lo que él buscó en su visita a España: no un viaje para inspirarse, sino para transformarse. Pues para que su intimidad aflorara a la superficie era preciso una transfiguración personal. Su crisis no era tanto una crisis creativa, sino una crisis existencial; y entendía que, resolviendo la segunda, la primera se resolvería sola. Ahora bien: crisis existencial, pero «no de su existencia como artista, no como poeta, sino como hombre que no tiene más razón de vivir que la de responder con sutilísima vibración verbal al profundo eco que en él suscita este misterio que es el mundo en que nos encontramos y el hecho singular y extraño de que vivamos dentro de él». Los grandes artistas son aquellos cuyas almas, ante las más leves y sutiles formas de realidad, son excitadas, capaces de reconocer dimensiones de la realidad, planas para cualquiera otra persona. Es por esto que Rilke era ―en opinión de Rof Carballo― un sismógrafo sensibilísimo, capaz de detectar las sutiles vibraciones de una realidad profunda que al común de los mortales nos permanece velada. ¿Quién es capaz de captar aquello que habita en lo más profundo del ser? ¿Quién de expresarlo? ¿No alcanza aquí el poeta una radicalidad envidiable por el filósofo?

Porque la poesía de Rilke no es otra cosa que expresión lírica de una profunda reflexión sobre el ser, una reflexión que no se encierra en las severas esferas de lo conceptual, sino que, trascendiéndolas, esboza en imágenes evocadoras ideas inalcanzables para el filósofo; unas fáciles de seguir, otras que llevan el sello del misterio y de la profundidad oculta. Y es que ―como decía Guardini― sus orígenes respectivos son muy distintos: «Las primeras proceden de la conciencia; las segundas del subconsciente; lo mismo que en el sueño, en esta forma de poesía se manifiestan conexiones y relaciones de difícil comprensión que la conciencia vigil no conoce y, acaso no quiere tampoco conocer», pues salir de nuestro ‘charquito de agua’ supone un esfuerzo que no siempre estamos dispuestos a realizar.

Para comprender a Rilke no podemos acercarnos a él técnicamente, científicamente, porque no cabe encerrarlo en los rígidos límites de un pensamiento convencional. No, Rilke no se deja enclaustrar en el rígido molde de un comportamiento legal, como el hombre vulgar; por el contrario, es su genialidad la que nos puede enseñar matices nuevos de la vida, a aquel que esté dispuesto a escuchar.

21 de enero de 2020

Sistemas auto-catalíticos

Uno de los grandes empeños de los científicos es reproducir de forma controlada los procesos que se piensa que estuvieron presentes en el origen de la vida. Muy brevemente, podemos definir a un ser vivo como una unidad orgánica que se autoposee a largo del tiempo para mantenerse existiendo en un determinado entorno, ante el cual mantiene cierto grado de autonomía. Para ello hacen falta dos funciones básicas: alimentarse (o conseguir los recursos energéticos necesarios para sus procesos de metabolización) y reproducirse (pues, en caso contrario, con su muerte se acabó el asunto).

¿Cómo puede este ser vivo realizar estas dos funciones básicas? No las tiene que aprender, sino que es algo que le es dado por sus progenitores; una de las cosas buenas de la reproducción es que consigue transmitir la información (genética) adecuada para que el futuro individuo pueda hacer muchas cosas sin la necesidad de tener que aprenderlas. Ciertamente este es un proceso muy complejo, aun en los seres vivos más sencillos; un proceso que todos los seres vivos de nuestro planeta hacen en mayor o menor medida: transmitir y almacenar información. Sabido es que esta información es transmitida mediante el ADN, cadena formada a base de pequeños eslabones (nucleótidos), que vienen a ser cuatro: adenina, timina, guanina y citosina, transcritas comúnmente por sus iniciales, y que incluso pueden llegar a titular una película (¿os acordáis de GATTACA?).

En cada especie esta cadena cuenta con una longitud específica. En las bacterias más sencillas es una secuencia de unos miles de letras; en los organismos más complejos, como nosotros, varios miles de millones. Dentro de esta larga secuencia de nucleótidos, hay tramos específicos que poseen cierta singularidad, digamos que su combinación posee cierto sentido: son los genes. ¿Qué quiere decir ‘sentido’ en este contexto? Como nos explican, Novo, Pereda y Sánchez (autores de Naturaleza creativa, libro en el que se encuentran las páginas en las que me estoy apoyando), «queremos decir que la secuencia concreta de letras forma un código que posteriormente se interpreta en la fabricación de proteínas», y, como es sabido, las proteínas son biomoléculas fundamentales en la génesis y mantenimiento de la vida. Es decir: un sistema vivo puede ‘leer’ la información genética contenida en el ADN de su especie, lectura gracias a la cual poseerá las ‘instrucciones’ pertinentes para la génesis de las biomoléculas que le permitirán sencillamente seguir en la vida. No hay que insistir en la importancia de poseer esta capacidad de ‘lectura genética’: mientras un ser vivo exista, cada vez que el organismo necesite fabricar alguna proteína, tanto para su funcionamiento interno como en su relación con el entorno, no le quedará más remedio que leer el código de su ADN. De ahí también la importancia de que dicho código sea transmitido de generación en generación, mediante la reproducción. Gracias a ella el individuo ‘replica’ su manual de instrucciones, para que pueda hacer uso de él otro individuo. La misión del ADN se puede resumir diciendo que es la de «guiar y seleccionar todo el desarrollo químico del ser vivo».

Con lo dicho parece que está clara la diferencia entre un ser vivo y otro inerte, diferencia que, cuando nos acercamos al fenómeno del límite entre ambos, curiosamente es más difícil de establecer. Desde ya hace tiempo, hay un interés científico por establecer artificialmente los procesos según los cuales se guían los seres vivos, imitando sus propiedades en sistemas creados artificialmente. De hecho, en la actualidad se pueden fabricar sistemas ‘vivos’, sistemas químicos muy reducidos pero cuyo funcionamiento es similar al de un ser vivo; un ejemplo de ello son los denominados conjuntos auto-catalíticos, es decir, sistemas en cuyo seno se dan ciertas reacciones químicas que se retroalimentan unas a otras. Dos elementos pueden generar a otros mediante unas reacciones, y estos últimos pueden contribuir a modo de catalizadores a que se mantengan esas reacciones mediante las cuales son generados. No sé yo si los famosos biobots de reciente creación se pueden asociar a este tipo de sistemas, pues según tengo entendido tiene cierta capacidad de regeneración también, aunque se diferencian en que pueden ser manejados desde el exterior.

Estos sistemas auto-catalíticos son factibles en los tubos de ensayo de los laboratorios, pero también se pueden generar en espacios naturales, tales como vesículas microscópicas: «un conjunto auto-catalítico atrapado en el interior de una vesícula es algo bastante parecido a una célula, el elemento básico de lo que hemos descrito como sistemas vivos naturales». Incluso estas vesículas pueden ‘reproducirse’, sencillamente dividiéndola en dos vesículas más pequeñas de modo que, si éstas cuentan con los elementos mínimos necesarios, podrán seguir funcionando tranquilamente. Ahora bien, carecen de algo fundamental para que los podamos equiparar del todo a sistemas vivos, a saber: las moléculas portadoras del código genético, de las instrucciones para que dicho sistema pueda ser replicado mediante la reproducción. Sin embargo, en algunos experimentos los elementos que forman parte de estas reacciones que se retroalimentan son moléculas portadoras de estas instrucciones (en concreto, de ARN, más sencillo que el ADN).

Con ello tenemos algo muy parecido a lo que se piensa que, en el origen de la vida, puede haber constituido lo que pueda haber sido una protocélula, es decir, el primer estadio de lo que con el tiempo se pudo haber convertido en la primera célula viva tal y como la conocemos. En esta protocélula se encontrarían presentes los tres elementos principales que debería poseer: un contenedor, un metabolismo y un programa. Elementos que conforman una estructura básica que, tozudamente, se encuentra presente en todas las formas de vida conocidas sobre nuestro planeta.

¿Qué falta para que sea una auténtica célula viva? Pues la capacidad para poder auto-construirse a sí misma. Cuando apareció la primera célula viva, no había allí ningún científico para propiciar artificialmente los procesos que le darían pie a la existencia, sino que se dio todo naturalmente, por sí mismo. Es particular de los seres vivos mantenerse a sí mismos y generarse a sí mismos, todo ello gracias a su dinamismo interno en relación con el externo. ¿Seremos alguna vez conscientes de lo complejo que es este proceso, sobre todo en los organismos menos básicos, según el cual miles y miles de células se van generando exponencialmente, mediante procesos altamente dirigidos y cualificados, dando a lugar a células diferenciadas y localizándolas en su lugar adecuado? Un proceso que no es ni un ensamblaje, ni un auto-ensamblaje, incluso aunque ese auto-ensamblaje se dé según procesos naturales. Es otra cosa. Es un proceso de diferenciación celular, de ubicación y de jerarquización, de modo que unas partes del ser vivo están al servicio de otras, y las otras al de otras… En la medida en que esta complejidad va en aumento, va siendo posible la existencia de seres vivos superiores; éstos son viables en la medida en que esa unidad orgánica interna crece en funcionalidad y especialización. Se construye así un ‘todo’ dinámico, orgánico, en la que todas las partes posibilitan y dependen de las demás, todo ello según un proceso auto-dirigido según el cual el individuo se va desarrollando en pro de su maduración, y reproducción en otros de su especie.

14 de enero de 2020

La percepción, toda una artista

Uno de los caracteres más notables de nuestro cerebro es su capacidad para procesar la información que le llega desde sus órganos sensibles. Hasta hace poco, se solía pensar que los sentidos actuaban de forma individual y que el cerebro los procesaba por separado. Cada uno se encargaba de un tipo de percepción, y la gestionaba según un curso propio. Los ojos veían, la boca degustaba, las manos tocaban... No obstante, el estado actual de la cuestión parece contradecir esa idea. Para muestra un botón: no hace muchos años, en la Universidad de California se llevó a cabo un experimento cuanto menos curioso. En él, se mostraba a una serie de individuos un flash de luz, al que acompañaban de dos breves tonos sonoros. Luego se pidió a los participantes que explicaran su experiencia. Lo lógico hubiera sido que explicaran aquello a lo que fueron sometidos: una luz y dos sonidos. Lo sorprendente fue cuando la mayoría de ellos afirmaron que lo que ellos experimentaron fue, junto con los dos sonidos, dos flashes de luz. Es decir, la percepción visual ‘fue arrastrada’ por la auditiva.

Este pequeño ejemplo muestra cómo, efectivamente, nuestros sentidos interactúan entre ellos. Desde que comienza una percepción, se encargan de aumentar, potenciar a otros sentidos, de competir incluso entre ellos, y de alterarse unos a otros de formas asombrosas. Lo curioso del caso es que esa mezcla de información sensorial es esencial para que el cerebro componga una imagen del mundo exterior.

Esta habilidad de nuestro cerebro para mezclar las informaciones procedentes de diversos sentidos no es innata, sino que es preciso aprenderla tras nacer. El cerebro nace con unas posibilidades de fábrica, posibilidades que hay que ir definiendo en función de la biografía de cada uno de nosotros. Esta tarea es fundamental, ya que ser capaces de integrar de forma rápida lo que nuestros sentidos nos ofrecen nos capacita para situarnos adecuadamente en nuestro entorno y hacer juicios al instante en referencia a los que sucede a nuestro alrededor. La importancia de sentir y de percibir tiene, desde un punto de vista evolutivo, mucho sentido, puesto que nos prepara para enfrentarnos al entorno y salir airosos de ello. En nuestro caso, no sólo nos permite saber qué comer, de qué defendernos, o si algo es o no peligroso, tal y como acontece al resto del mundo animal; también hace que podamos entender el mundo en que vivimos, lo cual también repercutirá indudablemente en nuestras vidas.

La importancia de este aprendizaje se pone de manifiesto cuando nuestro cerebro no recibe ‘toda’ la información que debiera recibir para su normal funcionamiento. Esta carencia la suple ‘construyendo’ el percepto, es decir, ‘añadiendo’ a dicha información aquello que le faltaba. Quizá sea ésta una de las características más sorprendentes de nuestra forma de relacionarnos con el entorno, como dice Vollmer: «Quizá la característica más sorprendente de la percepción humana es su inclinación a formar totalidades y modelos, completando perfiles incompletos, integrando estímulos-clave de distinto orden y en general valorando las aportaciones de los diversos estímulos como si quisiera lograr una ‘buena Gestalt’». Aquí se encuentra, por otro lado, el fundamento del famoso test de Rorschach.

Esto que estamos comentando se pone especialmente de manifiesto cuando esos procesos no funcionan correctamente. En cualquier momento de los mismos, se pueden dar distintas disfunciones, que hay que saber detectar, identificar y considerar en la vida del individuo para subsanar sus posibles efectos adversos. Y el caso es que el cerebro está diseñado para suplir estas deficiencias, las cuales con frecuencias pasan inadvertidas. Estas deficiencias son de distinta índole. Por ejemplo, en la entrada sensible de la información, se pueden recibir menos datos de lo que se puede considerar normal (deficiencia en nuestros sentidos) o, por el contrario, más (hipersensibilidad). Otra disfunción tiene que ver con la incapacidad para organizar y gestionar la información que nos llega a través de los canales sensibles. Una tercera tendría que ver con la respuesta que damos a la información sensible, que puede o no corresponderse con los estímulos entrantes: frente a una reacción sana o moderada, bien puede darse una infra-respuesta o una sobre-respuesta, en función de si dicha respuesta no considera suficientemente la información estimúlica o la considera de modo excesivo. Es común que personas generen respuestas desproporcionadas o exiguas ante una situación, lo que indica que poseen un trastorno en la gestión sensorial.

Todo esto tiene que ver con lo que Ayres definió como integración sensorial, a saber: «el proceso neurológico que organiza la sensación del propio cuerpo y del entorno y posibilita emplear el cuerpo de forma eficaz dentro de ese entorno». De este modo —continúa— «los aspectos espaciales y temporales de las entradas de información a través de diferentes modalidades sensoriales se interpretan, se asocian y se unen», todo ello en beneficio de la supervivencia y del despliegue vital favorable del individuo. Una información más sencilla es la que ofrece Herron; según este autor integración sensorial se puede definir también como «el proceso por el cual el sistema nervioso recibe, organiza, archiva e integra la información sensorial para producir una respuesta apropiada».

¡Qué importante es que estos procesos funcionen adecuadamente! Gracias a ellos toda la información que recibimos a través de nuestros sentidos, se integra con la que disponemos previamente almacenada en nuestra memoria gracias a nuestro aprendizaje y conocimiento adquirido con él, para producir una respuesta coherente en función de nuestras inquietudes y proyectos. Ahí es nada.

7 de enero de 2020

De la 'parte' familiar al extraño 'todo'

Hemos visto en el anterior post cómo no se puede obviar la relevancia de pertenecer a una tradición a la hora de realizar un esfuerzo hermenéutico, bien sobre un texto, bien sobre una vida, bien sobre la propia sociedad. Hay que ser conscientes de ello, además del hecho de que nuestra tradición pertenece a una corriente histórica que la envuelve y que la engloba. Esto genera un problema complejo a la hora de hacer el esfuerzo hermenéutico, como es que acometemos dicha tarea desde el punto en que estamos situados, y atendiendo a aquello sobre lo que focalizamos nuestra atención; cuando, si queremos comprender algo, no lo podemos hacer ―según Gadamer― sino es a la luz de la totalidad a la que pertenece. Otra cosa no sería sino un reduccionismo. La cuestión es que no podemos atender a esos elementos más generales sino es desde donde estamos situados nosotros. Y esta situación concreta y contextual es de todo menos objetiva, lo cual complica ese acceso a lo total. Por lo general, solemos estar inmersos en el asunto concreto que llevamos entre manos, que nos influye y nos condiciona, y es desde ahí desde donde nos hemos de abrir a la consideración de lo total.

La solución que plantea nuestro autor es interesante: en su opinión, se debe tener presente un importante principio hermenéutico: ‘comprender lo individual desde el todo y el todo desde lo individual’. Se trata de un proceso circular según el cual, si bien ya anticipamos de alguna manera el sentido del todo a la luz de nuestra situación concreta, éste «sólo llega a una comprensión explícita a través del hecho de que las partes que se determinan desde el todo determinan a su vez a este todo». Y esta idea da que pensar.

Fijémonos que en nuestra consideración del ‘todo’ no se puede eludir la presencia de una ‘expectativa de sentido’, la cual procede inevitablemente de nuestro contexto y de nuestra posición, expectativa que necesitará ser corregida en la medida en que el texto o la situación así lo exija. Supongamos que tratamos de realizar la tarea hermenéutica sobre un texto concreto. Si, desde nuestra expectativa, sale a la luz una incongruencia, dicha incongruencia nos pondrá sobre aviso de que probablemente nos estamos desviando del sentido original. El problema estriba en que con frecuencia no es sencillo realizar este discernimiento, ya que no sólo hay que situarse en un cuadro de coordenadas histórico determinado (el del autor) sino también intentar situarse en su cuadro de coordenadas personal. Ante la imposibilidad manifiesta de esta segunda tarea, el desplazamiento más eficaz es el de situarse en el horizonte de comprensibilidad en que se encontraba el autor, horizonte en el cual generó la idea de aquello que quiere decir y escribir. Más que introducirnos en su alma, habría que hacerse con el sentir comunitario en el que se inscribió.

Pues bien, en esta tarea el círculo hermenéutico-existencial de Heidegger da un salto cualitativo frente al esfuerzo hermenéutico-histórico de Schleiermacher y demás, quienes intentaron atender al problema anterior como si fuera un objeto de estudio del cual nos podemos mantener al margen en lugar de considerarnos implicados en el proceso hermenéutico. Gracias a Heidegger se pone en evidencia la auto-comprensión que inevitablemente se posee de partida a la hora de enfrentarse a un texto, la circularidad del proceso comprensivo-hermenéutico, en detrimento de esa especie de adivinación que supone el tratar a un pasado histórico como algo totalmente objetual, ajeno al propio presente. El hallazgo heideggeriano tiene que ver con el abandono de las categorías objetivo-subjetivo para pasar a hablar de circularidad, de interpenetración entre la tradición y el intérprete. Lo que por algunos puede ser entendido como subjetividad (nuestra pre-comprensión) no es sino nuestro anclaje a nuestra comunidad que se erige así en eslabón de unión con la tradición. Es el salto de lo metodológico a lo ontológico: «El círculo de la comprensión no es en este sentido un círculo ‘metodológico’ sino que describe un momento estructural ontológico de la comprensión».

Se produce así un juego, un diálogo con el texto en el que nuestras expectativas de sentido se ven continuamente corregidas y redirigidas por el esfuerzo hermenéutico. En este sentido el texto y dicho esfuerzo hermenéutico poseen un carácter regulativo, diría yo. Es más, sólo cuando no acabamos de poder ‘encajar’ en el texto nuestra idea prestablecida nos surge la necesidad de realizar el esfuerzo hermenéutico, ‘saliendo’ de nosotros mismos y siendo conscientes a la vez de nuestra contextualización hermenéutica histórica. Es entonces cuando aflora toda esa estructura nuestra de pre-comprensiones, de prejuicios, que no es sino nuestra estructura hermenéutica de pertenencia a una comunidad histórica que pertenece a la tradición histórica de aquella cultura que ha creado el texto. Gadamer habla en este sentido de ‘la comunidad de prejuicios fundamentales y sustentadores’.

El hermeneuta sabe que el texto no le es del todo extraño, pero tampoco le puede ser del todo familiar: hay una tensión que gira alrededor de los polos familiaridad-extrañeza, en cuyo ámbito se juega el proceso hermenéutico, verdadero topos de la hermenéutica.