4 de febrero de 2020

El paso en falso de lo total a lo totalitario

Todos nacemos en un determinado contexto socio-cultural, y en él hemos de desarrollar nuestras vidas. Buena parte de éstas se reduce a ser capaces de gestionar nuestras necesidades bio-sociales, en el ámbito que nos es abierto por las posibilidades y oportunidades que nuestro entorno nos genera. Como digo, unas necesidades son biológicas, y otras sociales, sin que se pueda establecer una nítida diferencia entre unas y otras. Si bien al grueso de las especies lo que les importa son las primeras, en el caso humano las segundas alcanzan como mínimo un estatus equivalente, cuando no superior. Ciertamente, toda persona nace en un contexto cultural, social, etc., al que se tiene que adaptar, y en el cual tiene que ser reconocido. Una de sus grandes tareas es la de conjugar su libertad personal con su necesidad de ser reconocido y aceptado, sea el entorno que sea. Su dependencia del entorno es elevada, tanto como que en ocasiones —tal y como nos recuerda Ricoeur— puede llevarle a tergiversar la realidad de las cosas, así como la de sus relaciones.

El equilibro entre la libertad personal y el reconocimiento social puede resolverse de distintas maneras; hay diversas variables cuya combinación pueden dar lugar a muchas posibilidades, posibilidades que quizá se puedan agrupar en torno a dos grandes tendencias, y que seguramente no dependerán sólo del sujeto, sino del contexto en el que se sitúe (independientemente de que contribuya en mayor o menor medida al mismo): son las que el filósofo francés denomina el espíritu de la mentira y el espíritu de la verdad. Será en el seno de estos contextos, tácitos, no explícitos, pero que rigen la vida de las personas, en el que uno aprenderá el modo básico en que irá resolviendo el conflicto personal antes citado. ¿A qué se refiere Ricoeur con ello?

Es común en la actualidad una queja constante de lo que se miente en la sociedad, de lo poco fiel que se es a la verdad (independientemente de lo complejo que sea establecer qué sea la verdad). Muy agudamente, Ricoeur señala que, antes de dichas mentiras, hay algo previo a las mismas, algo previo que, de algún modo, las posibilita, e incluso las facilita o las propicia: es lo que Ricoeur denomina el espíritu de la mentira. Anterior a las mentiras, está el espíritu de la mentira, del mismo modo que, en el sentido opuesto, el espíritu de la verdad está antes que cualquier verdad formulada. Tanto uno como otro se encuentran en un plano pre-comprensivo, existencial se podría decir, primario, sobre el cual se montarán los hechos concretos de nuestras vidas, en los cuales cabe hablar de mentiras y de verdades concretas.  Y no sólo de mentiras y de verdades dichas, sino, sobre todo, vidas mentirosas y verdaderas, que es algo de mucho más calado. La diferencia entre ambos no está en su carácter, sino en la orientación que adquiere su explicitación. Si el espíritu de la verdad implica moverse en un espacio en el cual se aprecia cómo «la cuestión de la verdad culmina en el problema de la unidad total de las verdades y de los planos de la verdad», lo que hace el espíritu de la mentira es contaminar la búsqueda de la verdad en su corazón, es decir: ‘en su exigencia unitaria’.

De lo que se trata es de una actitud compartida radical y de fondo hacia una búsqueda honesta de la verdad, o un ampararse en los propios criterios sin un contraste intersubjetivo válido. En vez de buscar la integración y la armonía en una totalidad de sentido, se prima la disgregación precipitada por la búsqueda egocéntrica como superación del temor existencial. Y ello tiene una consecuencia dramática; en palabras de Ricoeur, «es el paso en falso de lo total a lo totalitario».

Lo totalitario se implanta cuando se ha perdido ese horizonte de verdad, en el que ya ‘cabe todo’; la verdad, humilde y manejable, se ve manipulada por los poderes fácticos de toda índole. Y lo relevante aquí ya no es tanto que se tenga o no razón —que también, evidentemente— sino la no búsqueda compartida de la verdad, la desatención hacia otros interlocutores que, por no compartir unas convicciones, se consideran inválidos, ilegítimos. Como ya decía Stuart Mill en Sobre la libertad, no importa tanto si lo que se afirme sea verdadero o no, como el modo de llegar a esa afirmación; cuando este camino no es el adecuado, cuando se legitima el aislamiento aunque sea de uno solo por ‘no ser de los nuestros’, se genera un cáncer social, una beligerancia militante de la que, con frecuencia, sus propios causantes ni siquiera son conscientes; incluso se vive con cierta euforia, con la satisfacción del vencedor, sin ser conscientes del riesgo de ser devorados por la propia bestia que se ha engendrado. La verdad ya no brota por sí misma, ya no se hace valer por su propio carácter verdadero, sino que se impone con violencia.

Continúa Ricoeur: «este desliz se produce históricamente cuando un poder sociológico inclina y logra reagrupar más o menos completamente todos los órdenes de la verdad y plegar a los hombres a la violencia de la unidad». Y es que lo totalitario tiende a ejercer violencia en todos los órdenes (físico, social, público, político, religioso…) para que se converja hacia ‘su’ verdad; el totalitario es incapaz de asumir humildemente la postura de que, quizás, sólo quizás, no posea la verdad, y que, como mucho, se ha de esforzar por alcanzarla, junto con todos los demás. El que no escucha a los demás, es como si se creyera en posesión de la verdad, no le hace falta escuchar más opiniones; y —se pregunta Stuart Mill—: ¿quién es capaz de saberse en posesión de la verdad?

Quizá el problema más grave no esté en los que se sitúan al otro lado, los que se oponen a la opinión totalitaria, aunque sea del totalitarismo de lo políticamente correcto, de la sanción social implícita, sino de los que se sitúan al mismo lado, no tanto por convicción como por complacencia, o por interés, o por comodidad, o por inconsciencia. Se creen poseedores de una verdad que a la postre resulta ser una verdad de papel, dejándose arrastrar por un orden momentáneo que, una vez pase su fase de esplendor, sucumbirá bajo el peso de la historia. No puedo sino recordar aquí la gran historia que nos narró Stefan Zweig, Castellio contra Calvino, en la que contrapone la libertad de los que no se dejan seducir por la comodidad de acogerse a la verdad del poder (ejemplarizado en la figura de Castellio), y la esclavitud del que renuncia a su propia libertad por complacer al totalitario: «Por complacerle, sólo para dejarse guiar sin oponer resistencia, renuncian a aquello que hasta ayer constituía su mayor alegría: su libertad. La vieja ruere in servitium de Tácito se cumple una y otra vez, cuando, en un fogoso rapto de solidaridad, los pueblos se precipitan voluntariamente en la esclavitud y ensalzan el látigo con el que se les azota».

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