15 de noviembre de 2022

El encanto de lo hondo: la tercera vía en la génesis del lenguaje

La idea nuclear en la que se apoya Merleau-Ponty es que, como vimos, el pensamiento no es una representación; un pensamiento, o un discurso, no lo es de algo previo ya definido, que en un momento dado lo expresamos bien mental bien oralmente, sino que es algo en construcción durante su pensarse o su decirse. Por eso afirma: «el orador no piensa antes de hablar, ni siquiera mientras habla; su discurso es su pensamiento». Algo análogo ocurre en el que escucha o en el que lee: que el pensamiento que surge en su interior no es algo distinto a la comprensión de las palabras que va escuchando o leyendo. Evidentemente que luego podrá reflexionar lo que estime oportuno sobre lo escuchado, pero eso será una vez se haya roto el encanto de la lectura o de la escucha. Mientras dura el encanto, la comprensión sucede sin un solo pensamiento explícito, el sentido está presente en todo momento.

Conforme vamos armando un discurso, escogemos los vocablos no como productos en un escaparate, sino que afloran según lo que se necesita expresar, con la confianza de que se sabe que están allí, del mismo modo que sabemos que hay ciertas cosas de la casa a nuestras espaldas aun cuando no las estamos viendo. Los vocablos disponen un campo de expresión que necesita concretarse en un nexo de sentido determinado, el cual irá precipitándose conforme a su cristalización, del mismo modo que no nos representamos explícitamente los movimientos de nuestros brazos y manos para tocarnos la pierna, sino que, sencillamente, lo hacemos.

La palabra no es el ‘signo’ del pensamiento (como el humo lo es del fuego); tampoco es su envoltura, su revestimiento. Los términos están envueltos entre sí, son como distintas dimensiones de una única realidad: se puede decir que el vocablo es la encarnación (lingüística) del pensamiento en su expresión. Los significados de las palabras no se deben situar ‘horizontalmente’ según su definición de diccionario, sino sobre todo ‘ortogonalmente’ entroncándose con la vivencia originaria del sujeto hablante. Por este motivo «la operación de expresión, cuando está bien lograda, (…) hace existir la significación como una cosa en el mismo corazón del texto, la hace vivir en un organismo de vocablos, la instala en el escritor o en el lector como un nuevo órgano de los sentidos, abre un nuevo campo o una nueva dimensión de nuestra experiencia».

Esta experiencia es fácilmente reconocible en el arte, sobre todo en la música: los distintos sonidos no son ‘algo otro’ a la melodía, sino que son la melodía misma en su ejecución, la cual se nos hace presente mediante ellos. En eso consiste lo estético del arte, en establecer esa coincidencia entre lo que se quiere decir y su decirse, transponiendo los signos empleados de su significado acostumbrado hacia otros nuevos, porque pasan a pertenecer a otro mundo. Lo mismo ocurre en el uso de la palabra, y no sólo en la poesía, sino en todo discurso que se precie de serlo.

¿Cómo se da un pensamiento nuevo? ¿Cómo es su génesis? No se trata de un pensamiento puro el cual, una vez ya configurado, lo expresamos mediante palabras, sino que es un proceso creador que no se sabe muy bien cómo va a discurrir, sino que se va averiguando conforme se va construyendo. «La intención significativa nueva no se conoce a sí misma más que recubriéndose de significaciones ya disponibles, resultado de actos de expresión anteriores. Las significaciones disponibles se entrelazan a menudo según una ley desconocida, y de una vez por todas comienza a existir un nuevo ser cultural», de modo análogo a como nuestro cuerpo se presta a emprender un gesto nuevo, o nuestra conducta a una acción novedosa.

Cuando un pensamiento nuevo me es suscitado al escuchar un discurso, ello ocurre apoyándome en vocablos cuyos significados ya conozco. Pero este pensamiento no es construido mediante una combinación diferente de dichos vocablos, de modo que conseguiría así la ‘representación original’ que me ha transmitido el que habla; con lo que me hago es con un estilo de ser del hablante, con el mundo tal y como él lo enfoca, en este caso mediante sus palabras. El discurso del hablante no colma todo lo que quiere decir, así como su escucha por parte del interlocutor tampoco lo alcanza en su totalidad; el discurso apunta a un mensaje más amplio y profundo, cuyas palabras no son sino la punta del iceberg, anhelantes de ser completadas por el marco lingüístico referido a su comprensión del mundo. «Así como la intención significativa que ha puesto en movimiento la palabra del otro no es un pensamiento explícito, sino cierto hueco que quiere colmarse, igualmente la prosecución por mi parte de esta intención no es una operación de mi pensamiento, sino una modulación sincrónica de mi propia existencia, una transformación de mi ser». La comunicación no es algo meramente intelectual, sino que lo intelectual deja traslucir una honda intención que podría ser dicha seguramente con otras combinaciones de vocablos; por eso es tan importante no quedarse en el mero discurso, sino ser capaz de trascenderlo para acceder a ese vasto mundo hacia el que él apunta.

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