22 de noviembre de 2022

Del salto cuántico a las mutaciones

Veíamos aquí cómo, desde el punto de vista molecular, el hecho de que la energía se transmitiera a golpes tenía sus ventajas, ya que ello propiciaba la estabilidad de la molécula ante ciertas variaciones energéticas pequeñas, siendo necesaria que éstas superen un determinado umbral para provocar un cambio en su estructura; en el ámbito que nos ocupa, moléculas orgánicas, ese cambio estructural se traduciría en una mutación. El hecho de que las mutaciones, o cambios estructurales moleculares, se hagan a golpes, va a ser fundamental para la vida.

Este suministro de energía a las moléculas biológicas se realiza sobre todo mediante el calor: es necesario ‘calentar’ la molécula para sacarla de su estado estable y llevarle a otro. Los efectos de la energía calorífica son un poco irregulares; es decir, no es estrictamente cierto que, a una temperatura exacta, siempre la misma, se produzca el salto; sólo se puede estimar ese salto probabilísticamente. Con otras palabras: cuando se ‘baña térmicamente’ a moléculas similares, no todas saltan exactamente igual, sino que cada una lo hace cuando lo hace, siendo imposible prever cuándo ‘esta molécula en concreto’ va a saltar. Lo que sí se puede hacer, como se hace en casos similares a éste, es hablar de valores medios; en nuestro caso, la variable que se emplea es el tiempo de expectación, es decir, «el tiempo medio que hay que esperar hasta que se produzca la elevación».

Unos pocos datos técnicos. Polanyi y Wigner investigaron a fondo este tiempo de expectación (t), y averiguaron que dependía de dos variables energéticas, a saber: la primera relacionada con la cantidad de energía a suministrar para propiciar el salto (W), y la segunda con la intensidad del movimiento térmico propio, el cual depende de la temperatura en que se encuentre la molécula previamente (si la temperatura es T, este valor se define como kT, siendo k la constante de Boltzmann). Decíamos que el tiempo de expectación dependía de estas dos variables, de W y de kT. Es fácil pensar que, cuanto mayor sea W, cuanta más energía haya que suministrar, mayor será dicho tiempo; y que cuanto mayor sea kT, más ‘agitadas’ estarán las partículas, por lo que dicho tiempo será menor. Por lo tanto, el tiempo de expectación será proporcional a W/kT. Se ha comprobado que para W/kT = 30, el tiempo de expectación es de una décima de segundo; para un valor de 50 aumentaría hasta casi un año y medio; y para un valor de 60 hasta nada menos que treinta mil años.

Se observa claramente una escala logarítmica, según la cual se puede expresar así al tiempo de expectación: t=τe^(W⁄kT), siendo τ una constante muy pequeña, del orden de 10⁻¹³ – 10⁻¹⁴ segundos. Esta ecuación tiene una importancia fundamental, pues viene a indicarnos la probabilidad de que una determinada molécula cambie de estado ante una incidencia accidental de energía; probabilidad que ―como decía― depende del cociente W/kT, aumentando exponencialmente conforme crece linealmente este cociente, lo que tiene una relevancia en el mundo de la vida fundamental.

Pues aquí está el meollo. Cuanto menos agitada esté una molécula orgánica, y más energía haya que aplicarle para que dé el salto, más estable será, y menos facilidad tendrá para mutar; y viceversa: cuanto más agitada esté, y menos energía haya que suministrar, más inestable será y más fácil será que mute. Por lo general estas mutaciones no son sino modificaciones en el seno de la molécula; más que cambiar sus componentes, se suelen reconfigurar atendiendo a órdenes distintos, algunos más relevantes que otros. Es fácil pensar que las moléculas orgánicas tienen una estabilidad suficiente que les posibilite existir con cierta garantía, siendo preciso algún fenómeno anómalo para que la mutación se dé. En caso contrario, no existirían moléculas lo suficientemente estables para posibilitar la existencia de especies o de individuos, o de la misma vida.

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