11 de octubre de 2022

El fracaso del poder: los fascinadores

Cuenta Eibl-Eibesfeldt que uno de los rasgos que caracteriza a la vida en todos los niveles es la competencia: las plantas compiten por el sol y por los nutrientes de la tierra, los organismos y los animales por su alimentación, supervivencia y reproducción, siempre en el seno de un entorno de recursos limitados. En su opinión, en tanto que etólogo, el hombre no es una excepción a ello. En nuestro caso, sobre todo, la competencia va unida indefectiblemente a la consecución de algún tipo de poder, estableciendo dos modos básicos para adquirirlo (y ejercerlo): por la violencia y por el prestigio.

El primero, como es fácil pensar, suele darse en sociedades en cuyas relaciones está presente algún tipo de violencia, mediante la cual se somete al otro atemorizándolo o amenazándolo. Aunque parece más propio de sociedades antiguas, no pocos son los ejemplos recientes. Más propio de sociedades democráticas puede ser el segundo, un poder adquirido por el asentimiento, por un reconocimiento de ciertas características que elevan a posiciones de prestigio a la persona en cuestión, bien como resultado de las relaciones establecidas bien como resultado de un proceso electivo.

Sin embargo —como decía— en las sociedades actuales ‘democráticas’ es frecuente ver que ambos tipos de poder se entremezclan. Las sociedades anónimas en las que vivimos no favorecen precisamente las relaciones de confianza, y la tendencia que tenemos de alcanzar posiciones estables que nos den seguridad se apoya fundamentalmente en conductas de carácter competitivo y agresivo.

Muchos son los casos en los que tanto empleando violencia explícita como mediante amenazas sutiles, tratamos de lograr y mantener nuestro sitio en la sociedad, o dar pábulo a nuestras aspiraciones. Por el contrario, en grupos sociales más reducidos, se posibilitan relaciones de confianza ya que todos conocen a todos; surgen relaciones de aprecio o de desprecio fruto del contacto real, dirigiéndose nuestros afectos hacia aquellas personas que destacan por cualidades positivas, tanto a nivel personal como profesional, y que contribuyen positivamente a la cohesión y al éxito del grupo. De alguna manera, a estas personas se les va concediendo poco a poco un poder, un poder que no es el resultado de la violencia para alcanzarlo sino del prestigio que se ha ganado con su comportamiento. Las personas van adquiriendo el prestigio poco a poco, y no tanto como un objetivo en sí mismo, sino por su actitud original ante la vida y ante los demás. Este aumento de prestigio se percibe en la atención que van despertando a su alrededor gracias a su carácter prosocial. Mientras el desconocimiento suele generar actitudes desconfianzas y agresivas, el trato cercano genera confianza y amables.

También es cierto que el interesado puede conseguir fraudulentamente este prestigio, aunque estos ‘fascinadores’ (como dice Eibl-Eibesfeldt) a la larga tienen pocas posibilidades. Los fascinadores tratan de generar esta confianza torticeramente, aprovechándose de la necesidad de líderes y de ídolos que tienen tantas personas que precisan encontrar un amparo a causa de su inseguridad radical. En el fondo, los fascinadores que anhelan el poder como prestigio pertenecen de algún modo al primer grupo pues, a causa de su falsa estrategia, intercambian los propósitos, generando inevitablemente violencia e inestabilidad. Son violentos, pero revestidos de un pseudo-prestigio. Escudándose en una búsqueda de valores y defensa del grupo, en la práctica se apuntalan en los puestos de poder, imponiendo al poco tiempo un modo de ver las cosas que ya no responde al beneficio de sus conciudadanos, sino a su interés personal. Los resortes internos que verdaderamente los mueven, hace que a estos fascinadores se les nuble la vista realizando promesas utópicas que en ningún caso están en condiciones de cumplir, ni siquiera de planteárselo. Como dice fantásticamente Stefan Zweig en su Castellio contra Calvino estos fascinadores, fatalmente, «se revelan casi siempre como los peores traidores al espíritu, pues el poder desemboca en la omnipotencia, y la victoria, en el abuso de la misma». Los fascinadores caen con facilidad en la tentación de transformar la mayoría en totalidad (Ricoeur), desestimando la riqueza de lo plural, estigmatizando opiniones que difieren del discurso oficial, incluso convirtiéndolas en delito. Cada vez en mayor medida provocan intromisiones y vejaciones sistemáticas de la intimidad, tejiendo una red cada vez más densa de prohibiciones y penalizaciones sobre cualquier conducta divergente, generando una sensación de culpabilidad que deviene en un estado de miedo permanente. Como muy agudamente insiste Zweig, «precisamente aquellos que no tienen ningún miramiento a la hora de forzar la opinión de los otros son los más sensibles ante cualquier oposición hacia su propia persona». Hay que desconfiar de todas las respuestas obligatorias, sean de una autoridad religiosa anacrónica o de un nuevo mesías político, que dicen lo que hay que pensar y opinar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario