14 de mayo de 2019

El sentido común no es un enemigo de la ciencia

Cuando uno se introduce por los senderos de la ciencia, se va dando cuenta de que las teorías y conceptos que emplea son cada vez más abstractos, y, consecuentemente, más complejos de comprender para los no iniciados. Como decía la semana pasada, una de las notas que caracterizan a la ciencia contemporánea, a diferencia de la moderna, es precisamente lo poco intuitiva que es para el hombre de a pie. Cuando, paradójicamente, el mundo que nos explica la ciencia es el mismo que ese en el que vivimos cada uno de nosotros. La ciencia nos describe un mundo en principio objetivo y real —sin entrar a debatir estos dos conceptos que acabo de comentar, consciente de la complejidad que conllevan— pero, como decía García Morente, no es ése el mundo que nosotros vivimos en nuestra experiencia cotidiana. No vivimos en un mundo a base de relaciones matemáticas y observaciones cuantitativas y mensurables, sino un mundo repleto de significados y proyectos, tanto sobre las cosas como con las personas, de lo que son y de las relaciones que establecemos, bienes y valores que direccionan nuestra vida.

Bachelard fue un epistemólogo muy recomendable, científico dialogante con la filosofía, pero que no dudaba en endurecer su crítica cuando era menester. Decía este autor que una de las dificultades para que cualquier persona pueda comprender mínimamente la ciencia es la carga de sentido que posee esa concepción cotidiana de la realidad, carga de sentido que en el ejercicio científico se ve, si no suprimida del todo, sí que trascendida sustancialmente. Así, cuando uno quiera comprender la ciencia, debe intentar 'resetear' todo ese bagaje de significados que lleva sobre los hombros, y que le dificulta precisamente dicha comprensión.

Hace poco leí estas palabras de Lancelot Hogben, un afamado biólogo: «ya desde mis primeros años abandoné la idea de que las hipótesis científicas han de conformarse a las exigencias del sentido común».

Para explicarlo, empleó el concepto de ‘vida’. Entre biólogos, este concepto sólo se entiende en el sentido de las propiedades características de las cosas vivas, así como de las relaciones que guardan éstas entre sí y con la materia no viva, de la que han surgido. No entra dentro de su planteamiento, en tanto que científicos, otro enfoque que no sea el meramente científico, de marcado carácter mecanicista (como no podía ser de otra manera en su ámbito), sin añadir ninguna de las connotaciones que se suelen poseer desde el entorno cotidiano cuando se habla de vida, tanto más cuando se habla de vida humana.

Sin entrar a valorar el hecho de que este modo de trabajar, aunque pueda ser muy útil para conocer los procesos fisiológicos humanos (físicos, químicos, biológicos…), no nos dice nada, por mucho que se quieran extender sus ámbitos, sobre la especificidad de la vida consciente, ámbito que antes que abordarlo, se ha intentado reducir al de los fenómenos mecánicos, el problema deriva de utilizar un mismo término (vida) tanto en el ámbito cotidiano como en el científico. El caso es que, el sentido en que el científico adopte estos términos —insiste Hogben— en tanto que científico, es el que está legitimado en su entorno científico, no en el cotidiano.

No se le puede quitar la razón, ni mucho menos, pero cabe preguntarse si esto es así del todo, si el científico se puede abstraer de todas las connotaciones cotidianas en su ejercicio como tal, siendo que él también forma parte de ese grueso de la sociedad cotidiana. ¿Puede quitarse esa ‘mochila’, del todo, cuando se pone su bata de científico? Es cierto que el ejercicio científico debe intentar mantenerse al margen de las consideraciones de tipo hermenéutico; la duda está en si, cuando lo intenta, lo consigue absolutamente, o no, tan sólo parcialmente. No es extraño decir que sí se consigue. Sin embargo, si no desde la perspectiva cotidiana, por lo menos sí desde la filosófica, esta afirmación no puede sino despertar ciertas sospechas, porque creo que el científico no acaba de ser consciente de la hondura de la discusión, seguramente por salirse de su ámbito. Quizá podríamos decir aquí que, si bien el científico se queja de que desde la vida cotidiana o desde la filosofía no se acaba de comprender en profundidad el espíritu científico, lo mismo podría decirse del científico en referencia a los conceptos filosóficos, por ejemplo, a los cuales suele catalogar de confusos e inservibles. Para ello no hace falta irse a comienzos de siglo cuando la corriente cientificista estaba más en boga; un ejemplo mucho más cercano lo podemos encontrar en Richard Feynman, cuando algo así afirma en su biografía ¿Está usted de broma, Sr. Feynman?

Un ejemplo de esto que digo lo tenemos en un concepto que aparecía en aquella frase de Hogben, ‘sentido común’, un concepto que si bien suele poseer un significado más o menos aceptado, su acepción filosófica va mucho más allá. Sólo que para acceder a ella quizá haya que ir más allá del método científico, esfuerzo que unos cuantos científicos (no todos, como he podido tener la suerte de comprobar) no están dispuestos a acometer. A poco que profundicemos en ello, se pueden distinguir en este concepto dos aproximaciones, que de alguna manera se oponen entre sí: una que nos cierra acomoditiciamente en nuestro mundo; y otra, quizá más inadvertida, que hace todo lo contrario: abrirnos al mundo desde una radicalidad nueva y primaria, gracias a la cual hasta el propio quehacer científico puede verse sustancialmente enriquecido.

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