16 de julio de 2019

Entre el 'hacer' y el 'no hacer' (i)

Hay un viejo dicho que, como la mayoría, tiene mucha miga, y no es raro que, como con el resto, pasemos por encima sin mayor atención. Éste en concreto dice: «no se puede ver el fondo de un estanque mientras la superficie está revuelta». Lo leí en un contexto en el que se hablaba de lo que nos suele ocurrir a las personas, en general, que, agitados como estamos en nuestra conducta diaria, nos es ciertamente complejo acceder a nuestra interioridad, a nuestro fondo esencial. Y ya no es que no podamos acceder porque ‘nuestras aguas no están calmadas’, sino que ni siquiera nos ponemos a la tarea pues, sencillamente, ignoramos que algo así se pueda hacer. Por lo general, solemos estar pendientes de nuestros ‘pensares’ y nuestros ‘haceres’; es decir, de nuestros proyectos, de nuestros intereses, de nuestros pensamientos, de nuestras satisfacciones, de nuestros intereses… y no nos paramos a pensar en que haya algo que subyazca a todo ello.

Nos movemos en el ámbito de hacer: en nuestra sociedad se valora la eficacia. Tanto es así que el estar sin hacer nada nos da como cierto sentimiento de culpabilidad; incluso nuestro ocio consiste en hacer cosas, ya no laborales (aunque algunos dedican buena parte de su tiempo libre a trabajar más), sino de diversión, de entretenimiento… llamémosle como queramos. El caso es hacer cosas, ya en el trabajo, ya en el descanso. Pero hacia donde apunta este dicho es a una dimensión más compleja que el simple no hacer nada. Porque, tal y como ya apuntaba en su día Schopenhauer, tanto el que hace como el que no hace, sigue siendo esclavo del marco en el que se sitúa. Con una agudeza sorprendente, el filósofo romántico se daba cuenta de que ese ‘no hacer’, en definitiva, se situaba en el mismo plano que el ‘hacer’ y, si uno quería salir de ese círculo, tenía que probar otro itinerario, otro camino. Un camino que fuera más allá del marco establecido por los ‘haceres’ y los ‘no haceres’. ¿Cuál?

A lo que se refería Schopenhauer es a que mientras no seamos capaces de trascender ese marco, por mucho que dejemos de hacer cosas, por mucho que descansemos y dediquemos tiempo al ocio… seguiremos teniendo ‘las aguas revueltas’. Porque en definitiva seguimos insertos en el marco acostumbrado, sin acabar de ser conscientes de que lo que revuelve las aguas es precisamente el estar situado en ese marco, en el marco de la mente, de las ideas, de los conceptos, de las acciones, de los intereses… Y, sólo en la medida en que seamos capaces de trascenderlo, estaremos en condiciones de acceder a nuestra intimidad, a nuestra esencia; sólo entonces nos sentiremos ‘como en casa’, porque estaremos en condiciones de cooperar con nuestras propias leyes y ritmos interiores. ¡Cuántas crisis personales motivadas porque nuestro ritmo de vida no acompaña nuestra esencia profunda!

Este camino, este tránsito, es una auténtica aventura; una aventura que cualquiera que oiga hablar de ella, si no comienza a experimentarla en primera persona, le sonará a cuento chino. Como dice Nicolás Caballero, «hablar de él [de este tránsito], desde fuera, puede dar la sensación de estar contando un cuento, si no fuera por la seriedad de quienes lo han encontrado y vivido».  Santa Teresa decía que era algo así como un quedarse embobados, un embobamiento, al que se llega no como resultado de nuestro esfuerzo, sino precisamente por abandono de todo lo que pretendemos y queremos usualmente desde nuestro esfuerzo, desde nuestra actividad; trascendiendo nuestros pensamientos e intenciones. ¿Por qué? Porque en el mismo momento en que trascendemos ese marco cotidiano, evitamos un doble conflicto: el que consiste en un vivir ajeno a nuestra profundidad, y el que consiste básicamente en, una vez descubierta, intentar acceder a ella desde nuestra conducta habitual. Y cuando somos capaces de empezar a superar dicho conflicto, es en ese mismo momento que descubrimos un nuevo modo de sentirnos, de ser y de estar, lo cual conlleva una reconciliación personal, una progresiva armonización con nosotros mismos.

Todo ello implica cierto control mental. «El hombre no desarrollado no domina sus pensamientos. Estos irrumpen desordenadamente, imponiendo su ley y dispersando la fuerza de la mente». El hombre que no ha madurado, es esclavo de su mente; sus pensamientos se le imponen, no puede escapar. Le quitan la paz, le distancian de la realidad, envolviéndole en un entorno quimérico e irreal, construyéndose su propia realidad. O nuestros pensamientos se ajustan a la realidad de las cosas, o al final amoldaremos la realidad de las cosas a lo que pensamos sobre ellas.

El asunto es cómo superar ese conflicto, para lo cual hay que buscar una tercera alternativa: entre el ‘hacer’ y el ‘no hacer’, dejar hacer. Pero esto ya lo veremos más adelante.

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