7 de mayo de 2019

Prejuicios positivos

Un asunto interesante que se planteaba Gadamer en el anterior post, es por qué necesariamente todo prejuicio debe ser negativo per se. Él nos explica que este enfoque negativo fue acuñado durante la Ilustración, en tanto que propicia una opinión o un juicio que no está debidamente fundamentado racionalmente. Pero no siempre ha sido así; incluso cabría plantearse si se pudiera dar el caso de que un prejuicio posibilitara una mejor comprensión de las cosas. Con ello no quiere decirse que uno no tenga que cuidar su espíritu crítico, sino que quizá hay que confiar un poco más en la tradición heredada; a lo que se opone es Gadamer es a ese típico carácter reaccionario que rechaza la tradición simplemente por ser eso, tradición.

Básicamente se pueden distinguir dos tipos de prejuicios: los debidos al respeto humano y los debidos a la precipitación. Los primeros tienen que ver con el recurso a la autoridad, y los segundos con el mal hacer propio. El primero fue sobre el que más incidió la Ilustración, en tanto que propende hacia el valor de la autoridad por sí misma; en una época en la que se nos invita a que nos atrevamos a pensar, el recurso a la autoridad no es evidentemente bien visto. Antes bien: lo fundamental es que cada uno piense por sí mismo, que se sirva de su propio entendimiento. La época ilustrada en general, y la que tiene que ver con nuestro problema en particular, se sitúa en un ambiente que generalizadamente se enfrenta a la tradición religiosa imperante, articulada alrededor de la Sagrada Escritura y su interpretación dogmática; es por ello que el prejuicio se asocia a esta lectura ‘sesgada’ de la tradición en favor de lo religioso-dogmático, y lo que hay que hacer precisamente es liberarse de ese sesgo, de ese prejuicio, lo cual se consigue actuando y pensando racionalmente.

Gadamer parte de la base de que, en una primera aproximación a un texto, a cualquier texto, hay un prejuicio primario generalizado: dotar de credibilidad o de fiabilidad a lo allí expuesto. Parece que el hecho de que haya sido puesto por escrito le otorga cierta autoridad, que el lector le concede. Pues bien, la Ilustración es el ejemplo paradigmático de superar ese prejuicio, con la idea de acrisolar racionalmente todo texto; y ello no únicamente en el ámbito de la Sagrada Escritura sino en el de cualquier otra índole (histórico, legal, filológico…). La tradición aparece así desplazada como fuente de autoridad, sustituyéndole la razón: no necesariamente lo que está escrito es verdad.

Sin negar la parte de verdad que tiene esta postura, la duda que surge de modo inmediato es si, desde el ejercicio ilustrado de la razón, pueden superarse efectivamente todos los prejuicios. Quizá esta pretensión de la Ilustración no deje de ser ella misma un prejuicio; quizá esta pretensión de la Ilustración sea un prejuicio similar al que, aunque en signo contrario, esboza el Romanticismo, a saber: que lo viejo o lo clásico por serlo, no sólo es digno de credibilidad, sino que es lo canónico en referencia al tema que se esté tratando. Frente a ello, el ilustrado dirá que, por defecto, lo clásico no tiene por qué ser mejor que lo moderno, y que lo que es efectivamente mejor es la opción moderna de acrisolar lo clásico racionalmente según los parámetros de la modernidad. Pues bien, quizá ambos sean, aunque de signo opuesto, un mismo prejuicio: tomar como únicamente cierto lo que se estima en cada caso (lo clásico, lo moderno) desestimando insistentemente lo que caiga fuera de dicho ámbito (lo moderno y lo clásico respectivamente). El Romanticismo ve en lo clásico un tipo de sabiduría superior a la que se puede obtener en la modernidad; y es ésta creencia romántica la que lleva a enquistarse a la Ilustración en su valoración de la racionalidad de la época. Y viceversa: es la obcecación ilustrada en la razón lo que lleva al romántico a insistir en el excelso conocimiento del hombre antiguo.

Pero como dice Gadamer, ambos casos no dejan de manifestar posturas igual tanto de abstractas e ideales como de dogmáticas. Ni en lo mítico hay ausencia de saber, ni en el ejercicio de la razón deja de haber reminiscencias o creencias de carácter mítico. El mero hecho de no ser consciente de esto es muestra fehaciente de ello.

En cualquier caso, tanto la pretensión restauradora romántica como la racional ilustrada se asientan sobre un mismo apoyo: la ruptura con la continuidad de la tradición. Ambos la invalidan por desestimación: unos en favor de lo clásico, otros en favor de lo racional. Sin embargo, tanto unos como otros —como hemos visto— caen en sendos prejuicios de los que no son conscientes. Y quizá sea propio de un auténtico intento crítico a la hora de realizar una ciencia histórica traer a la consciencia dichos prejuicios, crítica desde la cual se podrá alcanzar «una comprensión adecuada de la finitud que domina no sólo nuestro ser hombres sino también nuestra conciencia histórica». Desde esta comprensión adecuada de nuestra finitud se puede afirmar, pues, que la idea de una razón absoluta (pura) no es posible en el seno de la humanidad (limitada e histórica).

«La razón no es dueña de sí misma sino que está siempre referida a lo dado en lo cual se ejerce».

El problema de la ciencia histórica debe atenderse desde un cambio de plano radicalmente diferente. No se trata de intentar conocer la historia como si quisiéramos apresarla, dominarla, sino de sabernos pertenecientes a ella; mucho antes siquiera de ser conscientes de nosotros mismos, ya nos encontramos en un ambiente (familia, sociedad, estado) que vive según unos parámetros y normas de conducta que nos afectan y configuran irremediablemente. Consecuentemente, muchos prejuicios con los que se cuenta no son más que la inevitable consecuencia de habitar en una determinada realidad histórica y social.

No hay comentarios:

Publicar un comentario