2 de noviembre de 2016

El reverso de la moral de la globalización

El desempeño de nuestra vida como individuos en el seno de una sociedad está fuertemente influenciada por nuestra pertenencia a la misma. Tal y como comentaba en un post anterior, supongo que la mayoría de nosotros nos movemos en esa tensión existente entre la pusilanimidad y la heroicidad, tensión a la luz de la cual hemos de ir haciendo nuestras vidas y tomando las decisiones pertinentes. Todo aquello que hagamos posee así un doble carácter: por un lado va dibujando una trayectoria vital (‘nuestra’ trayectoria vital) y por el otro posee unas repercusiones sobre nuestro propio carácter y sobre cómo vivimos nuestras relaciones sociales.

Si por algo se caracteriza nuestra sociedad occidental es por su complejidad. Lejos quedaron ya esos modos de vida definidos y estables propios de otras épocas. Vivimos en un entramado de relaciones de diversa índole, cuyo funcionamiento a menudo se erige como un verdadero enigma para el individuo de a pie: muchos de nosotros opinamos sobre cómo funcionan las cosas, tanto a nivel político, como económico,… cuando sencillamente lo cierto es que ignoramos más que conocemos. Nuestras sociedades son infinitamente complicadas, y en ellas intervienen factores de todo tipo. Sobre su funcionamiento y su modo de ser (de nuestra sociedad) no podemos sino forjarnos opiniones superficiales confeccionadas a partir de informaciones usualmente recibidas de segunda, tercera o cuarta mano; con frecuencia ni eso. Opinamos sobre lo que ocurre, sin tener en realidad ningún tipo de conocimiento más o menos exacto de todos los elementos, intereses, factores, decisiones, etc., que efectivamente hayan llevado a tal desenlace. Y no es menos cierto que, por otro lado, ante lo que ocurre el ciudadano de a pie normalmente no puede hacer nada, a sabiendas de que le va a afectar de alguna manera. Cotidianamente escucha noticias o comentarios a nivel nacional o internacional (el euríbor, el brexit, la guerra en Siria,…) y, a sabiendas que de ello va a repercutirle en su vida, se encuentra totalmente inánime. Ante esta situación de indefensión, no le queda sino recurrir a la estabilidad y seguridad que le proporciona su entorno cercano, afectivo y querido.

En el seno de esa complejidad, podemos distinguir en el individuo tres niveles de moral, tal y como nos propone Gehlen: el institucional, el profesional y el individual. El nivel institucional tiene que ver con el funcionamiento de aquellas entidades que garantizan el funcionamiento a gran escala de una sociedad humana, tanto a nivel nacional como internacional. El profesional tiene que ver con lo específico de la profesión, en la que a causa de nuestra implicación directa aparece una tensión entre lo más general y el comportamiento individual; a nivel personal no siempre coincidimos con las prácticas y las costumbres establecidas en nuestra profesión (a menudo sí, pero en ocasiones no), y si somos inquietos moralmente, ello provocará sin duda conflictos éticos personales. Y por último se encuentra ya el nivel individual o relacional, nivel en el que ya nos movemos con una importante carga de responsabilidad personal, pues tomamos parte activa en su desempeño.

Sin embargo, quizá sea preciso añadir un cuarto nivel, que ha sido determinado por nuestra situación de globalización. Desde este sentido moral, la globalización puede ser un arma de doble filo, pues puede llevarnos a conflictos para los que quizá no estemos preparados, y que incluso sea inapropiado plantearlos tal y como se plantean. Se trata de la preocupación que nos suscitan situaciones correspondientes a poblaciones y países que ni siquiera sabíamos que existían, de las cuales usualmente desconocemos las causas verdaderas por las que se encuentran en dicha situación. Continuamente nos llegan noticias terribles de lugares lejanos de nuestro planeta (y que en ocasiones nos atañen directamente), noticias que nos afectan a nivel personal por la tragedia que llevan aparejadas, y ante las cuales inevitablemente nos sentimos responsables. Qué duda cabe de que esta preocupación es sana y legítima, y nos honra como personas; el problema adviene cuando nos quedamos en una mera sacudida emotivista, que más allá de una honda preocupación nos lleva a silenciar una conciencia que en definitiva no se cuestiona nada. A menudo nos preocupamos por problemas extremadamente lejanos, cuando no somos capaces de convivir éticamente ya no en nuestra propia sociedad, ya no con nuestro propio vecino, sino en nuestra propia casa y con nuestra propia familia. Incluso no somos capaces de configurar en nosotros una vida auténticamente humana.

Preocupados por los problemas del mundo (preocupación que, como digo, es totalmente legítima y pertinente, y nos dignifica como personas), nos olvidamos con frecuencia de llevar una vida éticamente comprometida en nuestro entorno cercano, limitándonos a la queja y a la exigencia en lugar de un compromiso sacrificado y solidario. La auténtica preocupación por lo lejano surge cuando se da sobre el cimiento de una auténtica preocupación por lo cercano. Cuando no es así, se convierte en un mero escapismo de nuestra inconsecuencia personal, con el cual creemos aliviar nuestras alienaciones y paranoias. Mientras tanto, con nuestra incoherencia seguimos alimentando el desequilibrio y la injusticia, inconscientes de nuestra propia irresponsabilidad, enajenados entre el emotivismo y el bienestar.

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