15 de noviembre de 2016

La obra de arte en su mundo

Veíamos en el anterior post la validez óntica de la imagen diferenciándola de la mera copia, y nos quedaba el siguiente apartado que consistía en referenciarla a su mundo. Veremos cómo en la relevancia de esta referencia coinciden distintas artes (pintura, escultura, arquitectura), desde las cuales Gadamer dará el salto a la literatura y nos introducirá en el problema hermenéutico, finalizando así esta primera parte para dar entrada a la segunda.

La duda que se plantea Gadamer tiene que ver cómo se da este aparecer, esta representación ‘creadora de ser’ que también se da en la imagen: si de una vez por todas o paulatinamente, de modo que cada espectador (cada sociedad, cada momento histórico) puede descubrir algo nuevo en ella. Gadamer es partidario de esto segundo, y para ello apela al concepto de ocasionalidad: «ocasionalidad quiere decir que el significado de su contenido se determina desde la ocasión en que se presencia, de manera que este significado contiene entonces más de lo que contendría si no hubiese tal ocasión». Ello lleva implícito que en la propia obra hay una pretensión de sentido que no se da en su plenitud cuando se creó, sino que precisa de distintos momentos más allá del de su creación desde los cuales se pueden extraer ‘esquirlas de su ser’, esquirlas que no es que las ponga el espectador como si se las hubiera con un objeto olvidado, sino que se encuentran de algún modo en la pretensión de sentido de la propia obra de arte y que no podrían darse sino fuera desde esa ocasión en que dicha obra es contemplada. La ocasionalidad es el topos en el que se manifiesta esa comunicación óntica en la que se hace presente la realidad profunda que evoca la propia obra, y que no podría darse sino a través de una (de esa) dicha ocasión.

Esto de la ocasionalidad es más patente en el caso de las representaciones musicales o dramáticas; en éstas, se percibe claramente cómo cada representación siempre será diferente a cómo fue pensada por su autor original: «en consecuencia forma parte de la esencia de la obra musical o dramática que su ejecución en diversas épocas y con diferentes ocasiones sea y tenga que ser distinta». La cuestión es: ¿ocurre algo similar en el caso de las artes plásticas? Podríamos pensar que en todas las épocas la obra como tal no cambia, y lo que es distinto no es más que sus efectos en el espectador de una determinada época. ¿Es así? A decir de Gadamer no, ya que entiende que la obra ofrece aspectos distintos en épocas distintas, aunque ello no entrara en la consciencia del autor: «el espectador de hoy no sólo ve de otra manera, sino que ve también otras cosas», cosas que incluso permanecieron ajenas a las intenciones del autor. Es legítimo considerar entonces a la imagen plástica (pintura, escultura) como una representación en la que cabe también la analogía del juego como un proceso óntico más allá de la mera aprehensión subjetiva.

No caigamos en el error de pensar que todas las formas de representación sean arte, pues como ya se vio también son formas de representación las señales y los símbolos, pero no son arte en este sentido que comentamos. En ellos su sentido es algo dado por convención (Gadamer le denominará fundación) que será lo que sustente su sentido referencial, ya que este sentido no reside en su propio contenido. No así en la imagen artística, en la que precisamente a causa de su contenido no puede asumir de modo arbitrario (convencional) una referencialidad a una realidad, sino que sólo puede asumir aquella referencialidad real que le es propia, y no otra.

Esto es algo que acontece de modo singular en la arquitectura, en la que lo que prima ya no es únicamente su carácter de representación sino también su ubicación en un contexto espacial así como la función del nexo vital que desempeñe: «un edificio nunca es primariamente una obra de arte», ya que en él prima sobremanera su propio objetivo en tanto que utilizable vitalmente además de su papel como representación artística. Por su propia índole, supone además un ‘dar forma al espacio’: por un lado lo conforma pero por el otro lo libera otorgándole nuevas posibilidades. En ello juega un papel especial la decoración, mediante la cual por un lado se atrae la atención del espectador pero por el otro se le remite al espacio más amplio que dibuja el monumento artístico y en el que se incardina su comportamiento en la vida. Lo decorativo (cuyo extremo sería lo ornamental) no tiene un fin en sí mismo sino el de ‘agilizar’ la función artística del monumento en el que se encuentra; de hecho, su valor se sitúa en esta referencialidad: «el adorno no es primero una cosa en sí, que más tarde se adosa a otra, sino que forma parte del modo de representarse de su portador»; así se incluye en ese proceso representativo de toda obra de arte, en este caso de la obra arquitectónica.

¿Qué conclusión podemos obtener de todo ello, pues? Si este ‘aumento de ser’ es más fácil de ver en las representaciones dramáticas y musicales, no es menos real en las artes plásticas. La representación en tanto que proceso óntico no es algo meramente vivencial que sucede en los momentos de la creación de la obra de arte o de su aprehensión por parte de un espectador. Es en la propia ‘reproducción’ en lo que consiste el ser originario del arte, en el que participa también —tal y como se acaba de ver— la imagen pictórica y la escultura. Queda la cuestión de cómo dar el salto a la obra escrita, a la literatura, salto que Gadamer hábilmente se ha dejado para el final y desde la cual nos introducirá específicamente al problema hermenéutico.

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