13 de diciembre de 2016

Justicia inhumana y caridad hipócrita

En el desempeño de una ética cívica tanto a nivel personal como sobre todo social, hay dos categorías a las que a mi modo de ver no se les suele prestar demasiada atención, quizá por el hecho de que para hacerlo haya que poseer un espíritu ya sensibilizado para estas cuestiones, un espíritu fino que diría Pascal, espíritu que si bien parece que en tiempos del genio francés no abundaba, por suerte o desgracia parece que tampoco podemos afirmar que abunde hoy en día. Supongo que podemos afirmar que hay efectivamente una preocupación ética en la sociedad. ¿Supone ello que se valore un comportamiento desinteresado por el bienestar común? Es más que dudoso, cuando a poco que nos fijemos observaremos que el bien común va indefectiblemente unido al propio. Como argumenta MacIntyre, sólo aquellas acciones que redundan a la par en el beneficio social y en el beneficio individual son verdaderamente beneficiosas tanto para el individuo como para la sociedad. Es decir, una acción que sólo beneficie al individuo pero perjudique a la sociedad, en verdad no es un beneficio para el individuo; y viceversa: una acción que sólo beneficie a la sociedad en prejuicio del individuo, tampoco es una acción auténticamente buena para la sociedad. Sólo aquellas acciones que redunden beneficiosamente para ciudadano y sociedad son auténticamente éticas tanto en el nivel individual como en el nivel social.

Pero a lo que iba, que me he despistado. Llamaba la atención sobre dos categorías de la ética, siguiendo a Ricoeur, relacionadas con el comportamiento desinteresado y gratuito, a saber: la justicia y la caridad. Pero a lo que me refería no era tanto a ellas como a sus opuestas, y ello por el gran prejuicio que pueden llevar: la justicia inhumana y la caridad hipócrita. Y no es raro que aparezcan veladas.

La caridad la tendemos a asociar al comportamiento individual, y la justicia a las instituciones sociales. Por este motivo, nos es fácil denunciar el carácter hipócrita de un acto pretendidamente caritativo, pues lo vemos plasmado claramente (o lo interpretamos así, otra cosa es que efectivamente sea de esa manera) en las acciones concretas de alguien. Por el contrario, la diosa justicia difícilmente es puesta en entredicho. Sí, en ocasiones podemos percibir y declarar excesos en su ejercicio (prueba sobrada hay de ello en los tristes acontecimientos económicos que han acaecido estos últimos años en nuestro país), pero en general nadie la pone en duda como tal, y se le considera legítima y autónoma en su ejercicio, alucinados como estamos en nuestro estado de derecho sin pensar un poco críticamente. Porque estas dos virtudes están más unidas de lo que en un principio pudiéramos pensar; y sus prácticas negativas también.

La caridad es una virtud que quizá sea ensalzada por sí misma pero como algo utópico, como algo que de alguna manera permanece ajeno al horizonte de una persona… con los pies en el suelo, a una persona de hoy en día: moderna, actual, cosmopolita,…; sí, presenta una belleza moral sin ningún género de duda, pero precisamente por ese elevado rango no es demasiado considerada en el día a día, queda como demasiado lejana, y se relega como mucho a esos grandes tratados de virtudes morales. Pero no debemos olvidar que tanto la caridad como la justicia apuntan a una misma dirección, a saber: a la acción humana en el seno de una sociedad. Cada una lo hará a su manera, sí, pero ambas apuntan a la misma dirección. Sin embargo, hoy en día es muy común hablar de justicia, pero menos hablar de caridad.

Y la cuestión es: ¿se puede hablar de justicia, de auténtica justicia, si no va acompañada de caridad? Quizá sea la hora de que esos ámbitos tan peligrosamente (e hipócritamente) separados entablen una relación novedosa en el seno de una sociedad que se precie de serlo. Quizá sólo desde la superabundancia del amor puede la lógica de la equivalencia sobre-elevarse por encima de su lectura torticera y perversa. Sin la lectura del amor, hasta la misma Regla de Oro podría ser vista como una máxima utilitaria dirigida hacia el fin egoísta de quien la defiende; incluso hasta la misma ética de Kant posee esa misma lectura si por ejemplo no se leyera su imperativo categórico desde la sabiduría prudencial (tal y como hizo el mismo Eichmann, por ejemplo, justificando con el imperativo kantiano su actuación). Si nos fijamos, es la paradoja de la caridad la que nos protege de una lectura perversa de la justicia, la que nos lleva a entenderla y practicarla desde el desinterés ensimismado de un ego, gracias a lo cual posee su máxima eficacia en una sociedad necesitada.

Sin el amor, la justicia no es más que una virtud de paja que oculta la competitividad propia de las sociedades occidentales tras el velo de la cooperación y de la colaboración. Y viceversa: si la justicia debe ser leída desde el amor, también el amor debe ser practicado en términos de justicia si no se quiere caer en una idealización utópica de la realidad humana. El amor está por encima de lo ético, y es por ello que precisa de lo ético para poder ser materializado, llevado a cabo en la concreción de la infinidad de las relaciones humanas particulares. Lo caritativo sin lo ético es un ideal vago y de alguna manera lejano; lo ético sin amor es mero utilitarismo disfrazado de solidaridad. Un equilibro que no sólo debe ser buscado en la reflexión abstracta, sino en la acción concreta de un yo que busca a un tú, porque sólo puede salvarse el yo encontrándose con el tú.

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