29 de noviembre de 2016

La retórica de la metafísica o la metafísica de la retórica (i)

Hace tiempo escribí un par de posts sobre las falacias (éste y éste) que tenía pensado completar con un tercero, que es precisamente éste, cuyo objetivo es reflexionar sobre si ‘se puede decir la metafísica’ o es una empresa poco menos que de mentes alucinadas. Podría plantearse qué tiene que ver la metafísica con las falacias, cuando para algunos es una cuestión más que obvia. Recordemos la postura del neopositivismo lógico según la cual las proposiciones metafísicas son proposiciones ‘sin sentido’ que y sólo sirven para marear, enredar… y desviarnos de lo verdaderamente importante, a saber: las proposiciones con sentido, las verificables experimentalmente; esto es, el saber científico.

La retórica es una disciplina que tradicionalmente es vista con cierta desconfianza: retórico sería aquel que, o bien tiene la capacidad de manejar las herramientas y los argumentos lingüísticos con la suficiente maestría como para engatusarnos, o bien es aquel que llena de verborrea un discurso con la finalidad de agotarnos y de derrotarnos por agotamiento mental. Pero la retórica no consiste en ser la técnica de la persuasión ni el arte del orador profesional; menos aún el arte de hablar de aquello que carece de fundamento. Este no sería sino un enfoque torticero, ya que daría por hecho que el diálogo y la búsqueda de la comprensión mutua (y de la auto-comprensión) a través de la deliberación y el discurso no pertenecerían de suyo a esta disciplina, cuando seguramente es uno de sus principales fines.

Precisamente, compete a la retórica auténtica investigar y analizar cómo hacen todos estos ‘engañadores de la palabra’, cómo hacen aquellos que tratan de persuadir o manipular a los oyentes, utilizando al respecto incluso discursos sin fundamento teórico, con la finalidad de ponerlos en evidencia. Pero claro, para poder dar explicación de estas maniobras tan poco retóricas, debe haber una idea previa de lo que sea un discurso adecuado, un buen hablar, un bene dicendi; para poder identificar que algo está mal dicho es preciso tener una idea de lo que es decir algo bien, tarea por otro lado harto complicada. Pero a pesar de su complicación, esta tarea se erige inevitablemente en una empresa a considerar para no dejarse llevar por la palabrería imperante en las sociedades occidentales en las que prima el discurso tecnocrático, la presencia calculada, la imagen premeditada,… con el único fin de atraer prosélitos a las filas del orador. Porque la retórica no es solamente el arte de hablar bien, sino también el arte de escuchar bien. El paradigma contemporáneo de la racionalidad retórica está caracterizado por una única posibilidad de acuerdo articulada alrededor del consenso. Este paradigma se explica desde la postura claramente post-moderna (o tardo-moderna, como ya comienzan a afirmar algunos autores) de desencuentro esencial entre retórica y metafísica. Hoy se da por hecho generalizadamente que toda retórica es de por si anti-metafísica, y que toda metafísica es de por sí anti-retórica; y ello apuntalado relevantemente por la dificultad de hablar de un ‘concepto metafísico de verdad’.

La pregunta que cabe hacerse es si es suficiente ese concepto de ‘verdad’ por consenso, o podemos aspirar a otro tipo de verdad fundamentada de modo diverso. ¿Sólo es viable en una sociedad democrática el acuerdo por consenso? Ésta es la cuestión.

Quizá, si se replantease la relación entre ambas disciplinas no sólo se podría dar lugar a un entendimiento entre retórica y metafísica, sino que posiblemente se propiciaría un auténtico auto-entendimiento de la propia disciplina retórica. A lo mejor resulta que lo retórico no es independiente de lo metafísico, ni una herramienta más o menos necesaria para poder hablar de ella, sino un aspecto fundamental de su propia esencia. En este sentido, este acercamiento sería la vía para poder iniciar un cambio de mentalidad discursiva, con implicaciones directas en los conceptos actuales de cultura y Estado, según el cual podría superarse esa visión endógena de la retórica que se alimenta de los topoi consensuadamente aceptados en un mundo fluido que resbala sobre sus propios fundamentos. Porque, ¿puede una retórica endógena generar un discurso capaz de ofrecer conclusiones no deducibles de las meras opiniones, mejor o peor formuladas?

El problema que aparece manifiestamente es el de plantear siquiera la posibilidad de que el lenguaje apunte a algún tipo de realidad que trascienda lo ‘decible’, lo ‘que se puede decir’. ¿Cómo se puede siquiera pretender decir lo metafísico, si por su propia esencia se presenta como algo indecible? Ya se encargó Wittgenstein de poner sobre la mesa tal dificultad. Pero en vez de desistir en el empeño, ello nos puede llevar a otra consideración: cuando hablamos de lo que se puede y no se puede decir, se hace desde una pre-comprensión del tipo de lenguaje que manejamos. Será en base a este tipo de lenguaje que nos plantearemos si algo es ‘decible’ o no. Todo dia-logos está condicionado por el logos. Y qué duda cabe de que nuestro logos está muy condicionado por nuestra capacidad lingüística; pero condicionado no quiere decir limitado o determinado. ¿O sí?

Efectivamente, parece que no podemos conceptuar, hablar, pensar algo que no esté mediatizado por nuestro lenguaje; todo aquello que concibamos y pretendamos expresar debe realizarse desde él, como ya decía Fichte. Parece evidente que con el discurso demostrativo lógico-lingüístico no es posible siquiera apuntar a una realidad de carácter diverso; no es planteable siquiera la cuestión de si se puede decir la metafísica o no. Parece un sinsentido. Y si nos fijamos, este tipo de discurso también posee otra limitación manifiesta, menos metafísica y más vital, pero de una índole análoga. Las limitaciones del lenguaje conceptual-discursivo se evidencian también a la hora de expresar una vivencia personal o un estado emocional interior. Cualquiera de nosotros habrá experimentado ese sentimiento de ansiedad o angustia al darse cuenta de que con las palabras que dice no acaba de explicar esa intensa vivencia interior, o ese sentimiento recién experimentado. Solemos apelar a frases del tipo ‘es como si…’, ‘¿nunca te ha pasado que…?’, ‘es lo que sientes cuando…’. En estos casos, el lenguaje meramente conceptual se torna insuficiente, viéndonos en la necesidad de superar ese modo de expresión acudiendo a recursos retóricos tales como la tautología, el pleonasmo o el oxímoron que generan un efecto paradójico que, en el desconcierto subsiguiente da pistas (no perfectamente definidas) de aquello que se quiere transmitir. Los recursos líricos, poéticos, retóricos, nos permiten aproximarnos a otros tipos de realidad que se sitúan allende lo lógico-conceptuable, difícilmente expresables mediante las herramientas lingüísticas cotidianas; no se trata de representar fidedignamente sino de evocar, invitar, sugerir,… Algunos dirán que estas experiencias personales carecen de realidad precisamente por no ser expresables mediante el lenguaje lógico-conceptual, o bien las reducirán a combinaciones de elementos que puedan expresar así. Pero otros no.

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