18 de julio de 2023

Lo experiencial

Carl Spitzweg: "El ratón de biblioteca" (1850)
El concepto de experiencia ha sido un tópico a lo largo de la filosofía. A mi modo de ver se trata de uno de esos términos con una carga semántica tan inmensa, que genera vértigo siquiera acometer la ardua tarea de su clarificación. Qué duda cabe de que en la última época de la reflexión filosófica ha adquirido una relevancia inusitada, añadiéndole nuevas dimensiones o aspectos no presentes en otras épocas, lo cual no quiere decir que en esas otras épocas no fuera un concepto relevante. ¿Qué ha aportado de específico la época contemporánea? Seguramente se ha reivindicado un modo de estar en el mundo distinto al imperantemente conceptual, teórico o intelectual; no para negar la importancia que tenga este modo de relacionarse con el mundo, sino para afirmar el reduccionismo que supone olvidar el resto de dimensiones de lo humano, dimensiones abandonadas en un fondo oscuro cuya existencia permanece ignorada, inconsciente o deliberadamente. Con altibajos a lo largo de la historia de la filosofía, el modo primario según el cual el hombre se relacionaba con la naturaleza, trataba de conocerla y de comprenderla, era sin duda mediante la razón; pero una razón eminentemente teórica, reflexiva, abstracta. Tendencia cuyo culmen seguramente sea la Ilustración moderna.

Pero, tras esa ‘borrachera’ de razón, se vio su insuficiencia, comenzando a dibujarse en el imaginario filosófico decimonónico una relación con la realidad, un modo primario de estar en ella no tanto conceptual como experiencial, para lo cual era menester estar dispuesto a realizar ciertas concesiones, algo para lo que el pensador moderno no estaba debidamente preparado. Porque en este modo experiencial de estar ya no prima la univocidad sino la multivocidad, ya no se ansían las certezas sino las confirmaciones, ensanchando los pulmones en un espacio abierto por el libre juego de nuestras facultades, horizonte hacia el que ya apuntaba Kant.

La verdad no es resultado de una conquista, sino el regalo merecido por nuestro abandono sincero. El filósofo ―en categorías de Zambrano― ya no es rey, sino mendigo.

¿Qué tiene de particular este modo primario de estar en la realidad? Pues que pone en juego dimensiones humanas preconscientes, antepredicativas, prerreflexivas, descubriéndonos el ámbito en el que se da la génesis precisamente de la conciencia. Nos situamos en un ámbito diverso al del pensar, independientemente de que también pueda ser pensado. Y si puede ser pensado, es porque la experiencia se ha dado previamente, porque ha sido con anterioridad, motivo por el cual uno puede precisamente reflexionar sobre ella a posteriori, nunca a priori (¿cómo podría hacerlo?). Es más, esa reflexión nace, se origina en esa experiencia inefable previa a lo decible. Experienciar supone detenerse, dar un paso atrás, ceder el protagonismo y la iniciativa… ¿a qué?, pues al mundo, a las cosas, a aquello que nos tenga algo que decir sencillamente haciéndosenos presente en su diafanidad, presente ante un yo también reducido a pura diafanidad. La experiencia supone una relación, o mejor, un encuentro diverso con el mundo, el cual también puede ser pensado discursiva y lógicamente. Como dice Jesús Conill, «este pensamiento [experiencial] ofrece el nuevo horizonte, desde el cual puede tener sentido pensar también siguiendo los cánones lógicos y metodológicos»; pero si se puede pensar siguiendo los cánones lógicos y metodológicos, es porque previamente se ha estado experiencialmente, ámbito inaccesible desde una metodología meramente intelectual.

En este nuevo horizonte se posibilita analizar a conciencia la genealogía de la experiencia, en el que adquiere carta de naturaleza nuestro cuerpo, así como la dimensión sentiente de nuestro estar en el mundo, algo totalmente impensable desde el paradigma concipiente. Lo cierto es que no siempre se han seguido los caminos de este pensar experiencial, o de esta experiencia inteligente, todo lo contrario, lo que ha supuesto una reducción inetelectualoide de lo humano. Cómo cambia la antropología cuando se realiza no desde arriba, cuando el estudio del ser humano se realiza desde el ejercicio de las facultades superiores, hacia abajo, sino al revés, desde abajo, atendiendo a cómo lo superior de lo humano se da en su génesis desde unas estructuras (humanas) constitutivas radicadas en nuestro pasado evolutivo. Con algo de esto tiene que ver la distinción que realiza Zubiri entre inteligencia concipiente e inteligencia sentiente; o mejor, sentir inteligente. Se desconoce así hasta el extremo todas las posibilidades de este pensar experiencial, vinculado sin duda con los procesos más íntimos y profundos de la creatividad, así como de la contemplación.

11 de julio de 2023

Euclides y la geometría

El sistema euclidiano ha sido durante siglos el sistema geométrico por excelencia, el que cualquiera de nosotros puede comprender intuitivamente porque se asemeja a nuestra experiencia cotidiana de la realidad. Sin embargo, su indiscutida hegemonía quedó truncada durante el siglo XIX, debido a una especial conciencia que tuvieron los matemáticos de su propia actividad, consecuencia de lo cual aspectos consolidados del enfoque tradicional se volvieron problemáticos; seguramente, la relación entre las propias matemáticas y la realidad fue el más importante. Ello tuvo el resultado de que el correlato entre las matemáticas y la realidad de las cosas ya no era tan evidente y, por consiguiente, insuficiente para su fundamento, obligando así a investigar un nuevo fundamento para el quehacer matemático. Algo hemos dicho ya al respecto, igual que destacamos también el importante papel en este sentido del ‘quinto postulado euclidiano’, asunto al que pretendo irme acercando poco a poco.

Euclides es una figura enigmática, de la que poco se sabe, salvo que «condujo a la matemática griega a un proceso de consolidación teórica seguramente no experimentado hasta entonces por ninguna rama del saber científico», como dice Melogno. No pocos pueblos de la época tenían conocimientos geométricos sorprendentes, aunque adolecían de cierta sistematización; tal honor recaería sobre los griegos alejandrinos, principalmente sobre Euclides. Según parece fue ateniense, formado en la escuela platónica. Por Proclo se sabe de la relevancia de Euclides en la Alejandría del año 300 a.C., seguramente trabajador en su museo que, junto con la biblioteca (con más de 400.000 rollos), suponían el centro de la vida cultural alejandrina y de los estados de la época. No cabe duda de que su obra más famosa fue los Elementos, aunque también escribió otras menos conocidas, a saber: los Datos (sobre magnitudes, formas y posiciones geométricas), Sobre la discusión de las figuras (analizando las figuras geométricas), Sobre los fenómenos (relacionado con la astronomía), e incluso una Óptica.

El hecho de que trabajara en el museo de Alejandría puso a su disposición los escritos más importantes sobre la geometría existentes en la época. Seguramente en su obra Elementos, escrita entre el siglo III y IV a. C., no todo era original suyo, si bien sí que se erigió en el primer tratado sistemático de matemáticas de la historia, culminación de la tradición pitagórico-platónica. Es necesario destacar que lo importante de este trabajo no es tanto la exposición de todos los conocimientos geométricos habidos hasta la fecha, sino su disposición deductiva partiendo de unos pocos principios.

Estos principios iniciales, las nociones comunes o axiomas, y los postulados (cuyo carácter de evidencia es diverso, lo veremos en breve), no precisaban de demostración, sino que eran evidentes por sí mismos; a partir de los cuales, mediante un conjunto de reglas, se obtenían los demás por deducción lógica: eran los teoremas. Para establecer esta sistemática Euclides tuvo que introducir las definiciones de los conceptos geométricos y matemáticos empleados (punto, recta, plano, etc.), algo que no fue realizado de modo tan completo hasta la fecha.

No fue casualidad que Euclides diera tanta importancia a la geometría: en la época era considerada superior a la aritmética, dada su capacidad para poder expresar los números irracionales, cuyo descubrimiento tantos quebraderos de cabeza supuso. En el seno del carácter místico dado a los números, un número irracional no encontraba su lugar, cuando en la geometría era fácilmente expresable (por ejemplo, la raíz cuadrada de dos como diagonal de un cuadrado de lado la unidad). Sólo la geometría era capaz de aprehender el ámbito de los números mejor que la aritmética, a la par que sus expresiones eran de un carácter más general, pues la aritmética siempre se refería a casos particulares y concretos.

Como decía, junto a definiciones, axiomas y teoremas, Euclides incluyó proposiciones de un cuarto tipo: son los 'postulados'. El carácter de estos postulados es problemático. Podrían confundirse con los axiomas o nociones comunes, pero no sería correcto pues hay algo que los distingue. Quizá la diferencia pueda establecerse en su grado de evidencia; o mejor, en el carácter de lo ahí afirmado: más general en los axiomas, más específico en los postulados. ¿Qué quiere decir esto? Se observa que la mayoría de los axiomas euclidianos no son estrictamente matemáticos, sino que se imponen a la mente que puede acceder a ellos de modo inmediato mediante la razón, motivo por el cual eran denominados inicialmente ‘nociones comunes’; parece ser que fue Proclo quien los denominó como ‘axiomas’. Por ejemplo, la primera noción común: “Cosas iguales a una tercera son iguales entre sí”, afirmación que se impone por su evidencia, sin ser estrictamente de carácter geométrico. Los postulados, en cambio, sí que estarían más vinculados con lo geométrico, siendo a su vez evidentes por sí mismos, aunque quizá con menos fuerza: «Al igual que los axiomas, los postulados son afirmaciones indemostrables, pero que no poseen un valor de verdad incondicionado, ya que éste depende de su relación con el espacio», dice Pablo Melogno.

La evidencia de los postulados no se impone intuitivamente a la razón, sino que es menester una construcción geométrica para dar razón de ella. Por lo tanto, la diferencia estaría ahí: mientras que las nociones comunes son más generales, válidas para todas las ciencias, los postulados son específicos de una ciencia concreta, en este caso de la geometría: «postulados son las verdades iniciales de todo sistema axiomático y se refieren siempre a la materia concreta en la que se trabaje, mientras que noción común son verdades comunes a todas las ciencias y tomadas como obvias», concluye Espitia. Diferencia ya fue establecida por Aristóteles en los Analíticos posteriores, apoyándose en este criterio: en su grado de generalidad.

4 de julio de 2023

La experiencia hermenéutica como encuentro

Decíamos que para poder comprender en toda su profundidad lo que es una experiencia para Gadamer, era oportuno acudir a lo que ocurría en el encuentro con un tú. Gadamer evoca aquí unas ideas muy sugerentes, que no puede sino recordarnos a las preciosas reflexiones que Martin Buber nos ofrece en Yo y tú. Insiste Gadamer en que encontrarnos con un tú es algo ineludible para ser auténticamente un yo: sólo el que experimenta al tú como a un tú se sabe a sí mismo como un yo auténtico; el que objetiva al tú, en definitiva, se trata a sí mismo como a otro objeto, como a una cosa, incapaz de crear relaciones que vayan más allá de la instrumentalización, juguete en manos del mero disfrute y satisfacción.

Y para tratar al otro como a un tú es preciso estar abierto. Y al estar abierto uno entra en una dinámica diversa, en la que hay un auténtico encuentro, antesala de lo que será la experiencia hermenéutica. Porque el encuentro, si es encuentro de verdad, implica atender al otro, respetándolo, escuchándolo; encontrarse con otro implica un ‘dejarse decir’, dejar que el otro sea él, y que me diga, del mismo modo que el otro se tiene que dejar decir por mí. Y esto no es fácil: porque dejarse decir, si es en serio, puede suponer escuchar cosas con las que uno no sólo es que no esté de acuerdo, sino también cosas que vayan en contra de la forma de pensar de uno, o que no nos guste escuchar por distintos motivos. No sólo supone adoptar una actitud de escucha, tan difícil, sino de escuchar lo que nos gusta y lo que no nos gusta tanto escuchar. Lo importante aquí no es tanto que eso ocurra de hecho, sino el estar dispuesto por parte de uno mismo a dejar que ocurra cuando sea el caso.

«La apertura hacia el otro implica, pues, el reconocimiento de que debo estar dispuesto a dejar valer en mí algo contra mí, aunque no haya ningún otro que lo vaya a hacer valer contra mí»; no debo esperar aquello que yo desee, sino también aquello que no me espere, independientemente de que haya alguien que me lo diga o no; aquí lo crucial es la actitud.

Y algo análogo ocurre con la experiencia hermenéutica, en la que el encuentro ya no se da tanto con un tú (¡que también!) sino con un vosotros, con una tradición. Del mismo modo, «uno tiene que dejar valer a la tradición en sus propias pretensiones, y no en el sentido de un mero reconocimiento de la alteridad del pasado sino en el de que ella tiene algo que decir». Es esta conciencia fundamental de apertura la índole propia de la conciencia hermenéutica, no tanto para alcanzar un saber absoluto sino para alcanzar el estatus de un hombre experimentado frente al dogmático.

Se comprende así, en este contexto de una razón experiencial, de una razón hermenéutica, que Gadamer hable de la historia efectual y de su poder sobre nosotros, independientemente de su reconocimiento. Porque de hecho ocurre que la historia posee una influencia efectiva en nuestro modo de pensar, en tanto que permea o configura la tradición en la que vivimos y desde la cual comprendemos, independientemente de que no seamos conscientes, o no lo queramos aceptar: «tal es precisamente el poder de la historia sobre la conciencia humana limitada, que se impone incluso allí donde la fe en el método quiere negar la propia historicidad». Lo que va a tratar de elucidar Gadamer es cuál es la estructura de esta apertura. Para responder a ello acudirá a la pregunta.

No quisiera acabar este jugoso apartado sin dejar de destacar una limitación de este planteamiento. Ciertamente Gadamer hace una exposición genial de su concepto de experiencia, pero creo que no es tan primaria como a Gadamer le gustaría; se le echa de menos el momento de realidad en la experiencia, algo que da por supuesto y que es fundamental en su planteamiento, pero él no lo trata temáticamente. El problema no es tanto discutir qué racionalidad es la mejor, por mucho que ensanchemos el concepto de razón, sino aquello que late por debajo de toda razón, una experiencia originaria que no puede ser sustituida por otra cosa, y que, en su carácter originario es previo a toda razón y a toda palabra. Gadamer ofrece una ‘teoría de la experiencia real’, que aporta una analítica hermenéutica de la experiencia, como dice el profesor Conill, la cual parece que no llega a ‘tocar’ la realidad. El investigar esta vía nos abriría el horizonte hacia otros modos de fundamentar el ejercicio racional en los que no nos podemos detener aquí.

27 de junio de 2023

Lo público no es lo estatal: un espacio para el debate

Vimos hace ya tiempo en este post la postura que adoptaba Paul Ricoeur sobre la tolerancia en primera instancia y cómo, a partir de ella, llegaba a lo que él denominaba laicidad, como propuesta para el encuentro entre posturas diferentes en el ámbito de lo religioso y lo laico, lejos de radicalizaciones ideológicas: frente al confesionalismo y al laicismo, la laicidad, término con el que quiere recoger una postura constructiva, tal y como entiende la tolerancia. Frente al confesionalismo, las convicciones religiosas no tienen por qué suponer un obstáculo para la construcción del ámbito moral que necesita toda vida democrática; frente al laicismo, las cosmovisiones no religiosas no tienen por qué suponer una amenaza a las creyentes. La laicidad aparece así como una opción de un interés real en las sociedades democráticas por lo que tiene de aceptación de la diversidad, lo cual no quiere decir que aporte de por sí ninguna solución, pero quizá sí que establece un marco más propicio para poder llegar a soluciones en la sociedad, más allá de los conflictos entre distintas formas polarizadas de pensar o de ideologías.

La vinculación entre ‘tolerancia’ y ‘laicidad’ es evidente, si se piensan desde la convivencia de pareceres diversos sin la necesidad ni la pretensión de nivelarlos ni anularlos, ni tampoco obviarlos, sino presentándolos en el espacio público de debate para su discusión y confrontación, desde la convicción del enriquecimiento que ello supone para la sociedad. Como dice el mismo Paul Ricoeur, «esta laicidad de vida y no de muerte es la realidad misma de la conciencia moderna, que es una encrucijada de influencias cruzadas y no una plaza desierta».

Lejos de pretender llegar a soluciones de libro, su intención es crear espacios de deliberación pública, para lo cual los distintos interlocutores han que estar a la altura de las circunstancias. Surge el problema de cómo situar esta lectura de la laicidad en las administraciones públicas. ¿Qué le corresponde al Estado, apoyar una u otra postura religiosa, o rechazar cualquiera de ellas, o ser neutral? Partiendo de la dificultad (o imposibilidad) de que un sistema político sea neutral, en el sentido de que la no creencia ya es una toma de posición, es razonable pensar que lo que le corresponde a las administraciones públicas es lo que Ricoeur denomina un agnosticismo institucional, lo cual no supone ni negación ni indiferencia, ni en un sentido ni en otro, sino más que nada una delimitación de ámbitos. En esta delimitación, hay una tendencia creciente a relegar lo religioso al ámbito de lo privado, pero no es por ahí por donde nos invita Ricoeur a pensar; él argumenta que ―en su opinión― lo religioso no tiene por qué ser relegado únicamente al ámbito de la esfera privada, sino que muy bien puede estar presente en el ámbito de lo público (de hecho, lo está); aunque, para comprender bien su idea, es preciso tener claro que ―en su opinión― no necesariamente lo público ha de ser identificado con lo estatal, con las administraciones y poderes del Estado.

Creo que Ricoeur es muy fino en esta distinción entre lo público y lo estatal. Hay instituciones sociales que son públicas, que ejercen una función pública, pero que no son estatales, sino civiles: una asociación de vecinos, un colegio concertado (cuyos titulares no son necesariamente órdenes religiosas, sino también asociaciones laicas), un club deportivo, una asociación cultural, etc. Todas estas instituciones sociales son públicas, y no estatales. No son estatales porque son de iniciativa privada, pero es indudable la función pública que desempeñan.

Y es aquí, en este ámbito, en el que según Ricoeur cabe situar lo que entiende como laicidad, ya que, en el seno de la dinamicidad interna a las fuerzas y tensiones propias de la sociedad civil, cabe perfectamente el debate, el diálogo, entre distintas creencias y formas de pensar. Se podría afirmar que, si bien al Estado le compete generar un marco neutral en el que las distintas actitudes ante la vida se puedan dar, no desde la diferencia sino desde la tolerancia tal y como había explicado, a la sociedad civil le corresponde crear esos espacios de diálogo y de debate públicos desde un marco de atención y respeto que propicie la creación de relaciones sociales más sólidas y constructivas. Una sociedad sólida no se construye desplazando al diferente, cuando no sometiéndolo o anulándolo, sino creando lazos de diálogo y relaciones de encuentro entre distintas posturas y formas de pensar, siempre en el seno del marco legal y moral general que prevalece en una sociedad.

A este respecto John Stuart Mill posee una idea muy interesante, de la que Ricoeur se hace eco (aunque no explícitamente). Para no pocos sectores de la sociedad es incómodo que se hagan presentes ideas o formas de pensar contrarias a las de uno, o a las de la mayoría; cuando esto no está bien gestionado, suelen generar crispación y malestar, de modo que, para evitar el problema, pues lo mejor es silenciar al ‘disidente’. Sin embargo, para Mill esto es una gran pobreza. Primero, porque todo el mundo tiene derecho a expresar su opinión y a ser escuchado, siempre en un clima de respeto y honestidad por pensar las cosas y alcanzar la verdad. Segundo, porque el hecho de que una opinión sea defendida por los poderosos, o incluso por la mayoría, para nada implica que esa opinión sea la verdadera; muy bien puede ser la minoritaria. Tercero, porque renunciar a escuchar una opinión distinta de la nuestra es perder una oportunidad para crecer en la verdad: si nos convence lo que escuchamos, para modificar nuestra opinión; y si no nos convence lo que escuchamos, argumentar nuestra postura nos ayudará profundizar en ella y a consolidarla; e incluso el mismo hecho de debatir ya sería una riqueza para ambas partes.

Dice Mill que, aunque toda la población del mundo tuviera una misma opinión, y una sola persona pensara diferente, sería obligado escucharla. Como comenta también Ricoeur, es una necesidad que los contenidos de distintas formas de pensar aparezcan en el debate público, para que se confronten, y crezcan ambas partes con ello. ¿Dónde estamos nosotros?

20 de junio de 2023

La configuración moviente de lo sensible (2 de 2)

Decía en el anterior post que la vista se comporta de modo análogo al tacto; y ello porque, en el fondo, no es más que un modo parcial que tiene nuestro organismo de relacionarse dinámicamente con el entorno, algo que va a unido a sentir cenestésicamente su posición o sus sucesivos desplazamientos. Los ojos no son algo absoluto, entes autónomos que funcionan solos y que nos muestran el entorno ‘como es’, sino que están al servicio del cuerpo de un organismo al que pertenecen, el cual ocupa un lugar geométrico en el espacio, y que está en constante interacción con su entorno, incluso aun estando en reposo. Pues bien, consecuencia de todo ello es nuestra constitución visual del mundo, como dice Jonas: «sin este trasfondo de sensaciones corporales no visuales, y sin la experiencia acumulada de los movimientos ya efectuados, los ojos no podrían proporcionarnos por sí mismos conocimiento alguno del espacio, a pesar de la extensión inmanente del campo visual»; algo de lo que nos cuesta hacernos eco porque no acabamos de tener consciencia de nuestro papel activo en dicho proceso constitutivo y configurador de nuestro ver.

Pensemos en cómo aprende a sentir un niño pequeño: no tiene una medida de las cosas ni de sus movimientos, todo lo cual lo realiza (como es normal) torpemente; de hecho, esa torpeza no es sino expresión de que está aprendiendo, un aprendizaje que está llevando a cabo trasteando con las cosas y con su propio cuerpo, midiendo sus movimientos y comprobando su alcance entre las cosas, rebasando en no pocas ocasiones los límites. Pero es así como va adquiriendo poco a poco la ‘experiencia básica de su corporeidad’, aprendiendo a manejar las distancias y a asociarlas con sus correlatos visuales, a sentir cómo su cuerpo las salva con sus brazos o las recorre con sus piernas.

Todo ello supone una sucesión continua de ajustes de los músculos que manejan su cuerpo y sus órganos sensoriales, acciones microscópicas de las cuales la mayoría no son conscientes, pero que permiten que la vista se adecúe objetivamente a su entorno. El poder disponer de una perspectiva va a una con la previa experiencia subjetiva del desplazamiento, con la adecuación motora de unos órganos sensibles que se van ajustando según se van satisfaciendo las necesidades del organismo con su entorno en las distintas situaciones en que la vida le va colocando.

El hecho de que veamos con perspectiva está muy relacionado con ello. Si lo pensamos, no deja de ser sorprendente que veamos con profundidad; algo que se manifiesta sobre todo incluso en imágenes de dos dimensiones, como un cuadro o una foto. Hemos aprendido a ver en tres dimensiones porque es en tres dimensiones como está constituido nuestro cuerpo y cómo se desplaza en su entorno, que también aparece como tridimensional. Como agudamente dice Jonas, una semilla que se desplace flotando aleatoriamente por el aire, aunque contara con ojos, percibiría a lo sumo una secuencia temporal de multiplicidades inconexas sin perspectiva, porque no posee esa experiencia subjetiva en virtud de la cual las distancias cobran significatividad; sería una sucesión caleidoscópica de ‘imágenes’ sin mayor hilván, de modo que sus cambios de posición en ningún caso le servirían para ‘constituir el espacio’. Muy diferente es la situación de un animal vivo que se mueve, porque este último «cambia de lugar mediante un intercambio de acción mecánica con el medio que le ofrece resistencia y a través del que o sobre el que se mueve». El animal siente su movimiento realizado entre las cosas de su entorno, algo que es más que un mero desplazamiento geométrico o mecánico (como el de la semilla), es un desplazamiento dinámico en el que se encuentran presentes la intencionalidad y las fuerzas realizadas que el animal experimenta subjetivamente, aunque sea de modo no consciente: la percepción cenestésica de sí mismo y de su actividad motora contribuye a la construcción espacial de su entorno.

¡Cuánto más ocurre lo propio en nosotros! Por este motivo, sentados ante un paisaje podemos componerlo espacialmente, con todo el juego de proximidades y lejanías que nos proporciona una perspectiva adquirida cenestésicamente. Condición previa para ‘ver’ el mundo es la posesión de un cuerpo espacial que a su vez forma parte del espacio que se trata de percibir, y en el seno del cual se desplaza, todo lo cual pasa a formar parte de la experiencia subjetiva del individuo. La sensibilidad es mucho más que la mera recepción mecánica de sensaciones externas: es la integración de toda esa información a la luz de la experiencia subjetiva propiciada por la motilidad orgánica del individuo.

13 de junio de 2023

La configuración moviente de lo sensible (1 de 2)

Thilo Frank; "Ekko"
El título de este post parece un poco estrambótico, pero el caso es que se trata de la descripción de un fenómeno orgánico básico, en virtud del cual los seres vivos, también las personas, aprendemos a realizar algo tan propio como es percibir, ejercer nuestra sensibilidad de modo que ofrezca una información coherente y significativa para el individuo. Ya estuvimos hablando de esto en un par de posts en referencia a las reflexiones de Merleau-Ponty y Helen Keller; en éste me voy a apoyar en unas inspiradoras páginas que Hans Jonas escribió en El principio vida. Como decía, el asunto de este post tiene que ver con cómo se va configurando nuestra percepción, con cómo nuestros órganos sensibles ‘aprenden’ a hacerse eco de lo que está en torno, algo que ―en su opinión, en la de Jonas― está íntimamente vinculado a nuestra capacidad de desplazarnos por el entorno. No se trata de que podemos movernos con cierta fiabilidad porque nuestros sentidos nos abren esa posibilidad al ayudarnos a identificar nuestro entorno y a situarnos adecuadamente en él, que también, sino que la configuración de dichos sentidos va a una con nuestra dimensión moviente, con la capacidad de movimiento que poseemos en tanto que entes corpóreos. Idea que no puede dejar de llamar la atención: ¿qué tiene que ver nuestro comportamiento con la percepción sensible del entorno?, ¿por qué y de qué modo nuestra actividad contribuye a la organización de la información que nos presentan los sentidos fisiológicos?

La posición dominante durante la historia de la filosofía ha sido la de mantener estos ámbitos bien diferenciados: es decir, lo primero sería la constitución (perceptiva) del mundo, en virtud de la cual el sujeto se puede desenvolver en ese mundo ‘ya’ constituido. La consolidación y configuración de nuestro sistema perceptivo (en general) vendría dado de fábrica (análogamente en cualquier otra especie), consecuencia de lo cual nos haríamos eco de nuestro entorno y realizaríamos las acciones oportunas. Como es fácil pensar, este planteamiento ha repercutido relevantemente en la teoría del conocimiento, estableciendo un puente, o un abismo, entre lo percibido y la realidad.

No será hasta finales del siglo XIX que algunos autores ya comenzaron a poner en entredicho este esquema, tratando de evidenciar el papel que posee la motilidad en la constitución del mundo, específicamente en la constitución visual del mundo, seguramente la más significativa.

Esto es algo que se advierte diáfanamente en la dimensión espacial de nuestra percepción visual. Porque tal y como percibimos el espacio no es resultado únicamente de la percepción visual, sino que en ello interviene activamente la experiencia subjetiva de nuestro movimiento en él; y no de cualquier movimiento, sino de un movimiento dirigido, orientado, en virtud del cual organizamos (en el sentido de organización perceptiva, no de ordenación o clasificación) las cosas en torno. Algo que, si bien no es patrimonio exclusivo de la visión, en ella alcanza una relevancia singular; y no sólo no es patrimonio exclusivo de la visión, sino que es gracias a esa dimensión moviente que la información de los sentidos confluye hacia una armonía globalizante y significativa para el individuo: «Se puede decir ―afirma Jonas― que el auto-movimiento es el principio de organización espacial de cada sentido, así como el instrumento de la síntesis de todos ellos hacia el logro de una objetividad común».

Esta idea es muy interesante, pues pone de manifiesto que el mundo percibido no es algo que está ahí, como una caja de zapatos, en la cual cada uno despliega su vida (tal y como se suele pensar) sino que el mundo queda constituido y organizado en función de nuestro desplegarnos en él, en función de nuestra experiencia subjetiva de movernos en él. Para comprenderlo mejor, se puede establecer un paralelismo entre esta constitución visual del mundo y cómo reconocemos una figura mediante el tacto. Cuando tratamos de reconocer algo mediante el tacto, se produce aquí una exploración, de modo que mediante sucesivos tanteos nos vamos haciendo una imagen espacial (sin verla) del objeto que tenemos entre manos, imagen que surge en virtud de los movimientos que hacemos, y que sentimos, con los brazos, con las manos, con los dedos, etc. Es tomando como referencia nuestro cuerpo que establecemos un marco de coordenadas en el que situamos los sucesivos tanteos que vamos haciendo, los sucesivos contactos que realizamos con el objeto. Los desplazamientos de nuestros miembros no los vemos, pero sí los sentimos, y en función de esa percepción cenestésica, en función de los movimientos que describen esas partes de nuestro cuerpo y de la amplitud de los mismos, nos vamos haciendo eco de la forma del objeto, lo vamos dibujando táctilmente. Este aspecto cinestésico es fundamental para construir la imagen percibida táctilmente de ese objeto, ya que sin ella no habría lugar a esto que estoy explicando. Pues bien, algo parecido ocurre entre la vista y el mundo visual: nuestra configuración del mundo visual debe mucho a la experiencia subjetiva de habernos desplazado antes por él, de haber contrastado lo que está cerca y lo que está lejos, de sabernos ‘junto a’, o ‘distante de’ las cosas; la constitución del mundo visual no sería para nada la misma si no tuviéramos capacidad de movimiento.

6 de junio de 2023

El hombre como habitante de la frontera

Los límites y las fronteras suelen ser unas líneas, más delgadas o más gruesas, que conllevan cierto carácter problemático. Estamos acostumbrados a entender estos límites o fronteras en sentido social, o quizá mejor, geopolítico, pero no quisiera detenerme en estos aspectos sino en otro que es menos común a la hora de hablar de límites, como es el sentido antropológico. Es en este sentido en el que lo emplea Trías, tal y como explica el profesor Vilarroig en un interesante artículo publicado hace algún tiempo en la revista de mi facultad, Scio. La verdad es que, bien considerado, el límite puede ser una realidad fascinante y atractiva, pues sirve no sólo para separar ámbitos o espacios diferentes, sino también para unir. Los límites, en sentido amplio, enfocados desde una razón que está dispuesta a dialogar, a reflexionar, y a desafiar sus sombras y sus limitaciones, no dejan de ser un auténtico reto. Y, ¿acaso no es ese el cometido de la filosofía, ‘estirar’ sus fronteras hasta el máximo que ella sea capaz, sin desvirtuarse? Es por esto que afirma este autor que al hombre le conviene transitar por ámbitos próximos a los limítrofes, le conviene ser un habitante de la frontera.

Más allá de conformismos o complacencias en el propio pensamiento, Trías entiende que la razón no ha de acostumbrarse a lo acostumbrado, sino que continuamente tiene que estar autoexigiéndose para no caer en conformismos que, a la larga, fácilmente se convierten en dogmatismos. Pero tampoco se debe convertir en una rebelde, no debe apelar al desafío gratuito, a hacerse notar, ya que ello le impide gozar del mínimo arraigo que le permite ser razonablemente argumentativa. El equilibrio entre ambas posturas se encuentra precisamente en el límite; la filosofía del límite nos permite reflexionar desde el lado de acá sobre el lado de allá, pero sin olvidarnos del acá por ir demasiado allá; es decir, manteniéndonos próximos al límite, sin dogmatismos y sin excesos desmesurados.

¿Cómo se puede ir más allá del límite, si el límite precisamente nos indica que más allá está lo desconocido, lo indeterminado, aquello de lo que no se tiene noticia, aquello de lo que no se puede decir nada? Trías no habla de esto gratuitamente, pues era buen conocedor de la crítica wittgensteniana, por ejemplo, y de su famoso aforismo del Tractatus “de lo que no se puede hablar, es mejor callar”. En opinión de Trías, ello es posibilitado, aunque no de cualquier manera, por el propio límite. Porque el límite es lo que une y lo que separa; no sólo separa, sino que también une; es a la vez disyunción y conjunción, diferencia e identidad. ¿Y qué es aquello que une? Pues el espacio de lo conocido y el espacio de lo desconocido, lo que nos abre al misterio.

Este tránsito no se realiza fácilmente; para poder transitar por él límite, para poder ser un habitante de la frontera, el hombre ha de ejercer también una razón de la frontera. Inicialmente esta razón ha de ser ejercida desde dentro, desde el ámbito de lo conocido. ¿Cómo salir, pues? ¿Cómo cruzar el límite? A juicio de Trías, son las mismas cosas que hay en el ámbito de lo conocido las que nos generan esa inquietud; esas cosas están ahí, y la razón se encuentra continuamente con ellas, con cosas que existen, que están puestas en el mundo, y que no tienen ninguna necesidad de existir, muy bien podrían no estar. ¿Por qué están ahí? Será la constatación de este hecho primario (¿por qué hay algo y no más bien nada?, se preguntaba Heidegger) un trampolín que lleve a la razón a indagar más allá de la noticia que primariamente le ofrecen las cosas. Sabemos que las cosas están ahí, pero su existencia nos abre al misterio; pero no de cualquier manera, no imprudentemente, sino a caballo entre la inmanencia y la trascendencia, entre el ámbito del aparecer y el ámbito del misterio. El hombre, en tanto que habitante de la frontera, tiene el privilegio de poder estar en los dos lados a la vez. Y, mediante su razón de frontera, puede captar la verdad de la trascendencia no como patencia, al modo del ámbito de acá, sino como transparencia: la verdad, sencillamente, deja ver lo que hay. Lo verdadero, a veces es tan obvio, que no somos capaces de verlo, precisamente por ser tan obvio.

Ser habitante de la frontera no es fácil, pues genera vértigo. Es precisamente este sentimiento de vértigo el que nos dice que nos estamos acercando al límite, que estamos abandonando nuestro espacio conocido, en el que nos sentimos tan cómodos, para emprender una aventura en la que hemos de soltar todas las precomprensiones que solemos llevar, muchas de ellas seguramente sin ser conscientes. Heidegger hablaba también de la angustia que nos genera salir a ese otro modo de conocimiento que tiene que ver no con las cosas y los conceptos, sino con lo formal e intangible. Pero, a juicio de Trías ―también de Heidegger― la personalización pasa por esta tensión, por vivir apuntando hacia el ámbito de lo desconocido, sin olvidarnos que venimos del de lo conocido; siempre en esa tensión, siempre en el límite, siempre en la frontera.