20 de junio de 2023

La configuración moviente de lo sensible (2 de 2)

Decía en el anterior post que la vista se comporta de modo análogo al tacto; y ello porque, en el fondo, no es más que un modo parcial que tiene nuestro organismo de relacionarse dinámicamente con el entorno, algo que va a unido a sentir cenestésicamente su posición o sus sucesivos desplazamientos. Los ojos no son algo absoluto, entes autónomos que funcionan solos y que nos muestran el entorno ‘como es’, sino que están al servicio del cuerpo de un organismo al que pertenecen, el cual ocupa un lugar geométrico en el espacio, y que está en constante interacción con su entorno, incluso aun estando en reposo. Pues bien, consecuencia de todo ello es nuestra constitución visual del mundo, como dice Jonas: «sin este trasfondo de sensaciones corporales no visuales, y sin la experiencia acumulada de los movimientos ya efectuados, los ojos no podrían proporcionarnos por sí mismos conocimiento alguno del espacio, a pesar de la extensión inmanente del campo visual»; algo de lo que nos cuesta hacernos eco porque no acabamos de tener consciencia de nuestro papel activo en dicho proceso constitutivo y configurador de nuestro ver.

Pensemos en cómo aprende a sentir un niño pequeño: no tiene una medida de las cosas ni de sus movimientos, todo lo cual lo realiza (como es normal) torpemente; de hecho, esa torpeza no es sino expresión de que está aprendiendo, un aprendizaje que está llevando a cabo trasteando con las cosas y con su propio cuerpo, midiendo sus movimientos y comprobando su alcance entre las cosas, rebasando en no pocas ocasiones los límites. Pero es así como va adquiriendo poco a poco la ‘experiencia básica de su corporeidad’, aprendiendo a manejar las distancias y a asociarlas con sus correlatos visuales, a sentir cómo su cuerpo las salva con sus brazos o las recorre con sus piernas.

Todo ello supone una sucesión continua de ajustes de los músculos que manejan su cuerpo y sus órganos sensoriales, acciones microscópicas de las cuales la mayoría no son conscientes, pero que permiten que la vista se adecúe objetivamente a su entorno. El poder disponer de una perspectiva va a una con la previa experiencia subjetiva del desplazamiento, con la adecuación motora de unos órganos sensibles que se van ajustando según se van satisfaciendo las necesidades del organismo con su entorno en las distintas situaciones en que la vida le va colocando.

El hecho de que veamos con perspectiva está muy relacionado con ello. Si lo pensamos, no deja de ser sorprendente que veamos con profundidad; algo que se manifiesta sobre todo incluso en imágenes de dos dimensiones, como un cuadro o una foto. Hemos aprendido a ver en tres dimensiones porque es en tres dimensiones como está constituido nuestro cuerpo y cómo se desplaza en su entorno, que también aparece como tridimensional. Como agudamente dice Jonas, una semilla que se desplace flotando aleatoriamente por el aire, aunque contara con ojos, percibiría a lo sumo una secuencia temporal de multiplicidades inconexas sin perspectiva, porque no posee esa experiencia subjetiva en virtud de la cual las distancias cobran significatividad; sería una sucesión caleidoscópica de ‘imágenes’ sin mayor hilván, de modo que sus cambios de posición en ningún caso le servirían para ‘constituir el espacio’. Muy diferente es la situación de un animal vivo que se mueve, porque este último «cambia de lugar mediante un intercambio de acción mecánica con el medio que le ofrece resistencia y a través del que o sobre el que se mueve». El animal siente su movimiento realizado entre las cosas de su entorno, algo que es más que un mero desplazamiento geométrico o mecánico (como el de la semilla), es un desplazamiento dinámico en el que se encuentran presentes la intencionalidad y las fuerzas realizadas que el animal experimenta subjetivamente, aunque sea de modo no consciente: la percepción cenestésica de sí mismo y de su actividad motora contribuye a la construcción espacial de su entorno.

¡Cuánto más ocurre lo propio en nosotros! Por este motivo, sentados ante un paisaje podemos componerlo espacialmente, con todo el juego de proximidades y lejanías que nos proporciona una perspectiva adquirida cenestésicamente. Condición previa para ‘ver’ el mundo es la posesión de un cuerpo espacial que a su vez forma parte del espacio que se trata de percibir, y en el seno del cual se desplaza, todo lo cual pasa a formar parte de la experiencia subjetiva del individuo. La sensibilidad es mucho más que la mera recepción mecánica de sensaciones externas: es la integración de toda esa información a la luz de la experiencia subjetiva propiciada por la motilidad orgánica del individuo.

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