13 de junio de 2023

La configuración moviente de lo sensible (1 de 2)

Thilo Frank; "Ekko"
El título de este post parece un poco estrambótico, pero el caso es que se trata de la descripción de un fenómeno orgánico básico, en virtud del cual los seres vivos, también las personas, aprendemos a realizar algo tan propio como es percibir, ejercer nuestra sensibilidad de modo que ofrezca una información coherente y significativa para el individuo. Ya estuvimos hablando de esto en un par de posts en referencia a las reflexiones de Merleau-Ponty y Helen Keller; en éste me voy a apoyar en unas inspiradoras páginas que Hans Jonas escribió en El principio vida. Como decía, el asunto de este post tiene que ver con cómo se va configurando nuestra percepción, con cómo nuestros órganos sensibles ‘aprenden’ a hacerse eco de lo que está en torno, algo que ―en su opinión, en la de Jonas― está íntimamente vinculado a nuestra capacidad de desplazarnos por el entorno. No se trata de que podemos movernos con cierta fiabilidad porque nuestros sentidos nos abren esa posibilidad al ayudarnos a identificar nuestro entorno y a situarnos adecuadamente en él, que también, sino que la configuración de dichos sentidos va a una con nuestra dimensión moviente, con la capacidad de movimiento que poseemos en tanto que entes corpóreos. Idea que no puede dejar de llamar la atención: ¿qué tiene que ver nuestro comportamiento con la percepción sensible del entorno?, ¿por qué y de qué modo nuestra actividad contribuye a la organización de la información que nos presentan los sentidos fisiológicos?

La posición dominante durante la historia de la filosofía ha sido la de mantener estos ámbitos bien diferenciados: es decir, lo primero sería la constitución (perceptiva) del mundo, en virtud de la cual el sujeto se puede desenvolver en ese mundo ‘ya’ constituido. La consolidación y configuración de nuestro sistema perceptivo (en general) vendría dado de fábrica (análogamente en cualquier otra especie), consecuencia de lo cual nos haríamos eco de nuestro entorno y realizaríamos las acciones oportunas. Como es fácil pensar, este planteamiento ha repercutido relevantemente en la teoría del conocimiento, estableciendo un puente, o un abismo, entre lo percibido y la realidad.

No será hasta finales del siglo XIX que algunos autores ya comenzaron a poner en entredicho este esquema, tratando de evidenciar el papel que posee la motilidad en la constitución del mundo, específicamente en la constitución visual del mundo, seguramente la más significativa.

Esto es algo que se advierte diáfanamente en la dimensión espacial de nuestra percepción visual. Porque tal y como percibimos el espacio no es resultado únicamente de la percepción visual, sino que en ello interviene activamente la experiencia subjetiva de nuestro movimiento en él; y no de cualquier movimiento, sino de un movimiento dirigido, orientado, en virtud del cual organizamos (en el sentido de organización perceptiva, no de ordenación o clasificación) las cosas en torno. Algo que, si bien no es patrimonio exclusivo de la visión, en ella alcanza una relevancia singular; y no sólo no es patrimonio exclusivo de la visión, sino que es gracias a esa dimensión moviente que la información de los sentidos confluye hacia una armonía globalizante y significativa para el individuo: «Se puede decir ―afirma Jonas― que el auto-movimiento es el principio de organización espacial de cada sentido, así como el instrumento de la síntesis de todos ellos hacia el logro de una objetividad común».

Esta idea es muy interesante, pues pone de manifiesto que el mundo percibido no es algo que está ahí, como una caja de zapatos, en la cual cada uno despliega su vida (tal y como se suele pensar) sino que el mundo queda constituido y organizado en función de nuestro desplegarnos en él, en función de nuestra experiencia subjetiva de movernos en él. Para comprenderlo mejor, se puede establecer un paralelismo entre esta constitución visual del mundo y cómo reconocemos una figura mediante el tacto. Cuando tratamos de reconocer algo mediante el tacto, se produce aquí una exploración, de modo que mediante sucesivos tanteos nos vamos haciendo una imagen espacial (sin verla) del objeto que tenemos entre manos, imagen que surge en virtud de los movimientos que hacemos, y que sentimos, con los brazos, con las manos, con los dedos, etc. Es tomando como referencia nuestro cuerpo que establecemos un marco de coordenadas en el que situamos los sucesivos tanteos que vamos haciendo, los sucesivos contactos que realizamos con el objeto. Los desplazamientos de nuestros miembros no los vemos, pero sí los sentimos, y en función de esa percepción cenestésica, en función de los movimientos que describen esas partes de nuestro cuerpo y de la amplitud de los mismos, nos vamos haciendo eco de la forma del objeto, lo vamos dibujando táctilmente. Este aspecto cinestésico es fundamental para construir la imagen percibida táctilmente de ese objeto, ya que sin ella no habría lugar a esto que estoy explicando. Pues bien, algo parecido ocurre entre la vista y el mundo visual: nuestra configuración del mundo visual debe mucho a la experiencia subjetiva de habernos desplazado antes por él, de haber contrastado lo que está cerca y lo que está lejos, de sabernos ‘junto a’, o ‘distante de’ las cosas; la constitución del mundo visual no sería para nada la misma si no tuviéramos capacidad de movimiento.

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