10 de octubre de 2023

La sociedad de la (des)confianza

Hay una distinción fundamental entre agresividad y violencia. La agresividad es una conducta natural, que pertenece al bagaje de posibilidades de todo ser vivo, y que en no pocas ocasiones es muy oportuna, tanto con individuos de otras especies como con los de la misma especie. Es algo fácil de ver en animales mamíferos o en primates: en situaciones de caza o de huida, de delimitación del territorio, de búsqueda de apareamiento, etc. En el caso de que la agresividad sea con miembros de la misma especie, por lo general suele estar ritualizada, llegando muy pocas veces la sangre al río, en estos casos, la agresividad biológica está programada de tal modo que ante la muestra de sumisión por parte del adversario se detenga. La agresividad en su justa medida y en el momento oportuno, es un recurso más de la vida para poder salir adelante. A la conducta agresiva se le oponen otras conductas afiliativas o prosociales, que también se transmiten tal y como se observa en la cría individualizada de los cachorros, lo que supuso superar el comportamiento social tipo de los reptiles, basado en el dominio represivo y el sometimiento; de este modo, frente a la agresividad emergía una conducta de cordialidad, simpatía, afecto.
  
En el ser humano se ha heredado todo esto. En nuestro caso, la agresividad ya no suele ser por la supervivencia (aunque en algunos casos así sea) sino sobre todo a nivel cultural, empleándola instrumentalmente para alcanzar determinados objetivos, de modo que ya no se desempeña tanto físicamente como verbalmente, incluso psicológicamente, manipuladoramente, o mediante coacciones de otro tipo (económicas, profesionales, etc.). A su vez, está presente también en nosotros conductas prosociales, fundamentadas básicamente en la compasión y en el amor. Todo grupo social se debate entre estas dos fuerzas. La especie humana, como toda especie animal, está tensionada entre la agresividad y la compasión, con una salvedad: que los estímulos que las disparan ya no son estrictamente biológicos, sino que pueden ser desconectados culturalmente de nuestras conductas mediante el adoctrinamiento. En este caso fácilmente se pasa de la agresividad a la violencia, que podría ser caracterizada por un exceso gratuito de agresividad, cuyo fin es imponerse arbitrariamente o lastimar por el hecho de uno sentirse poderoso.

Los grupos sociales en los que vivimos pueden ser clasificados en dos grandes tipos: los tutelares y los opresivos. Los grupos tutelares son familiares o cuasifamiliares, generalmente reducidos, apoyados en el conocimiento personal, en los que las relaciones de dominio, necesarias para educar a la prole, son de carácter educativo. Los opresivos se suelen corresponder con grupos más amplios, en los que se convive con personas desconocidas, grandes sociedades anónimas, en los que uno tiende a enfrentarse competitivamente al otro explotando sus debilidades para salir airoso, mediante un dominio de carácter represivo.

En los grupos pequeños prima la confianza, en los grandes la desconfianza, porque el resquemor o el temor lastran las relaciones personales, viendo en el otro no un tú, no un prójimo, sino un enemigo en potencia.

La educación no debe pasar por alto este esquema, preparándonos para vivir democráticamente en confianza. Porque si se quiere que en las grandes sociedades anónimas de este siglo emerjan comunidades solidarias, hay que educarlo adecuadamente, hacen falta vínculos que mantengan la cohesión de un grupo cuyo aumento progresivo lo disminuye. En caso contrario priman lo que Eibl-Eibesfeldt denomina sociedades de la desconfianza: las grandes sociedades occidentales contemporáneas se caracterizan por eso, por la desconfianza. Más que un odio (que se da en casos extremos de adoctrinamiento) hay un temor al otro, algo que, dadas las circunstancias en que vivimos, es razonable, y evolutivamente justificable si se quiere, pero con un riesgo muy real: la desconfianza, el temor, despierta y mantiene activa la agresividad, cuando no la violencia, poniendo en peligro las bases mismas de la democracia.

Ante el horizonte que nos abren las ciudades cada vez más populosas y cosmopolitas, nos faltan herramientas para desenvolvernos adecuadamente en ellas, y no hemos sido capaces todavía de generar los vínculos necesarios para que prime la solidaridad y la confianza, tal y como acontece en los grupos pequeños. Es más, nos sentimos expuestos y vulnerables si mantenemos nuestras actitudes y disposiciones del grupo pequeño en el grupo grande: en el anonimato de las grandes multitudes, la confianza se torna en desconfianza, el amor en temor, la generosidad en instrumentalización, modelos de dominio tutelar en modelos de dominio represivo. Se trata de un análisis sutil, pues no toda agrupación se debe a la confianza y a al amor, sino que muy bien se puede deber a la desconfianza y al temor: no podemos olvidar que las personas buscan el amparo de otras tanto por motivos amistosos como por motivos de protección: el amor y el miedo se debaten continuamente, y quien no busca amar al otro, busca atemorizarle bien para destruirlo, bien para ofrecerle acto seguido su protección.

Hay aquí un enfrentamiento entre dos fuerzas: que la conducta de grupos pequeños permee la de grupos grandes, o que la de los grupos grandes permee la de los pequeños. Lo segundo es un riesgo muy presente, minando las relaciones personales cercanas, instrumentalizándolas, anonimizándolas; en no pocos casos no se viven relaciones personales desde la cooperación, el don y la gratuidad, sino desde el interés y el egoísmo, sin ningún tipo de compromiso, sin mayor vínculo que el interés personal. La desconfianza grava los grupos pequeños, emergiendo existencias desoladas, islotes de vida en un océano de cemento cada vez más frío y hermético; hay reacciones de fuga, de huida, buscando asideros para no caer en la oscuridad de una noche taciturna, adhiriéndose a ideologías que hacen que uno se sienta vivo, apegándose a personas que ofrezcan seguridad y amparo. Si el fin de la sociedad humana no es la instrumentalización y la atomización, es preciso generar vínculos en la anónima sociedad de masas, esfuerzos educativos y relacionales mediante proyectos e iniciativas que nos lleven a consolidar vínculos sociales en grupos cada vez más amplios.

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