16 de abril de 2024

El signo es signo ‘para’ un pensamiento

En “Algunas consecuencias de cuatro incapacidades”, Peirce realiza una introducción a su teoría semiótica, con unas intuiciones interesantes, a mi modo de ver. Destaca allí que, siempre que pensamos, tenemos de alguna manera en nuestra conciencia alguna imagen, alguna sensación, algún concepto… es decir, algún tipo de representación. En su opinión, esta representación —la que sea¬— realiza en la reflexión un papel muy concreto: el de signo. En el signo están presentes tres referencias distintas, a saber: ‘para’, ‘por’ y ‘en’. ¿Qué se quiere decir con ello? Pues que se trata de un signo para alguien, en cuya conciencia se está dando algún pensamiento, y que lo interpreta; se trata de ‘tal’ signo por el objeto al que signa, de modo que es ese signo y no otro, motivo por el cual puede precisamente estar en el pensamiento en lugar de ese objeto; y es un signo en algún respecto o cualidad que, en definitiva, nos remite al objeto.

Cuando nos detenemos a reflexionar sobre nuestra conciencia, sobre nuestra mente, enseguida nos damos cuenta de que difícilmente hay en ella un único pensamiento; más bien lo que hay es una coexistencia de diferentes cosas, a muchas de las cuales apenas prestamos una mínima fracción de segundo nuestra atención. Podemos fijar nuestra atención en un pensamiento en concreto, pero no se sigue de ahí que los pensamientos que antes focalizaban nuestra atención hayan desaparecido por completo, independientemente de que hayan pasado a segundo, o a tercer plano. Tanto es así que ―en la opinión de Peirce― ningún pensamiento parte estrictamente de cero, sino que toda intuición o cognición se apoya o deviene de alguna manera de intuiciones o cogniciones previas, por muy fugaces o débiles que sean. Todo pensamiento se erige como un eslabón en una larga cadena de pensamientos, y nunca podrá ser algo ni independiente, ni tampoco instantáneo, «sino un acontecimiento que ocupa tiempo y que transcurre por un proceso continuo» (§21). Si esto es así, en todo pensamiento hay algo del anterior, y también algo del posterior, en un encadenamiento interminable que contribuye a la configuración de la identidad del sujeto.

Vamos con la segunda dimensión, la dimensión por. ¿En lugar de qué está el pensamiento-signo? La respuesta primera que se nos ocurre es, sin duda, en lugar de aquello en lo que estamos pensando. Pero esto no está tan claro. ¿Por qué? Pues porque raramente pensamos en el objeto en su totalidad, algo que por otra parte sería imposible; a lo sumo pensamos en distintos aspectos o rasgos suyos, los cuales se van sucediendo e integrando.

Podemos pensar en un árbol, luego en que es un pino, luego en que es grande, luego en que es muy frondoso, etc.; los distintos aspectos del árbol se van sucediendo unos detrás de otros, de modo que los pensamientos posteriores devienen de los anteriores, a los que tienen presentes de alguna manera, pero no del todo. Y, en ningún caso, tenemos todos estos pensamientos de golpe, sino que se dan sucesivamente. Por este motivo insiste Peirce que el pensamiento-signo está en lugar del objeto, pero sólo en aquel respecto en el que está siendo pensado (§22); o sea, que más que el objeto, lo que está presente en nuestra conciencia es el respecto, un respecto, de dicho objeto, que es distinto.

Es evidente, pues, que el signo no es idéntico a la cosa signada. Pero, ¿en qué sentido? No únicamente en el sentido de que el signo no agota lo que sea la cosa signada ya que tan solo es un respecto suyo, sino en el hecho de que el signo en cuanto tal es un ‘algo’ distinto al objeto y que, como tal, debe poseer algunas características que le competan intrínsecamente en cuanto signo, y que no necesariamente tienen que ver con su función representativa: es lo que Peirce denomina cualidades materiales del signo (§23), aquellas cualidades que le pertenecen por ser un signo, independientemente de a qué cosa esté signando. Por ejemplo, si pensamos en una palabra, en la palabra ‘á-r-b-o-l’, pues el hecho de ser una palabra, formada por cinco letras, ser llana, etc.; o en una señal de tráfico, el hecho de ser metálica, triangular, de tales colores, etc. El signo tiene cierta entidad como tal, por lo que posee determinadas cualidades materiales per se.

Hay otra dimensión de los signos no menos importantes desde este punto de vista, como es el hecho de que los signos deben poseer dos tipos de conexiones si es que pretenden ser útiles: con las cosas a las que signan (evidente), pero también con el resto de signos que sean análogos a él (al resto de palabras de un lenguaje, al resto de señales de tráfico de un código de circulación, etc.). Es lo que Peirce denomina aplicación demostrativa pura de un signo, es decir, la «conexión física, real, de un signo con su objeto, bien de forma inmediata, bien por su conexión con otros signos» (§23). Hay signos que tienen una conexión inmediata con lo que signan (como una veleta), pero otros no (como las palabras), y es fácil ver que una palabra poca utilidad tendría como signo si no pudiera conectarse con otras palabras. Nosotros podemos no saber qué significa una señal de tráfico en concreto, pero si es triangular con un ribete rojo, seguramente indicará un peligro.

Estas dos propiedades que acabamos de comentar de los signos (las cualidades materiales y la aplicación demostrativa pura) son propiedades que le competen en cuanto tales, pero no reside en ninguna de ellas —y aquí Peirce es muy sutil— la función representativa, porque el signo posee esta función en la medida en que su existencia está siempre referenciada a un ‘para’: para una conciencia, para un pensamiento; y estas dos propiedades pertenecen al signo en cuanto tal, independientemente de a qué pensamiento se dirijan, o siquiera de que se dirijan a un pensamiento o no.

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