19 de marzo de 2024

El desarrollo funcional del bebé

Ron Mueck: "Chico"
Decía que el entorno afectivo era fundamental para que el bebé pudiera ir construyendo ‘su mundo’, para que pudiera ir configurando una constelación de sentido con todo aquello que está percibiendo de su entorno, pero que todavía no tiene una significatividad definida para él. Esto es una tarea que debe realizar ineludiblemente, favorecida o dificultada por dicho entorno. El problema es que, por lo general, no acabamos de ser conscientes de cuál es el entorno afectivo que generamos a su alrededor, pensando que lo hacemos maravillosamente, y que ciertos rasgos del carácter de nuestros pequeños son ‘genéticos’, cuando no pocas veces son consecuencia del peor o mejor hacer de los padres o educadores.

Un ejemplo que a todos nos puede ser familiar es lo recomendable que es proporcionar al niño un espacio o un ambiente en el que pueda dormir con regularidad, bien protegido por su ‘objeto de apego’, en el que el olfato ―por cierto― suele jugar un papel determinante. Es fundamental para el funcionamiento orgánico de nuestro cuerpo, máxime en estas etapas tempranas de nuestras vidas que está en pleno desarrollo, dormir adecuadamente, con profundidad, ‘de un tirón’; ¡qué diferente es el desarrollo de este niño que el de aquél que presenta ‘dificultades’ para dormir, precisando de somníferos o extrañas estrategias por parte de los padres! Todo lo cual influye en el desarrollo de sus facultades (cognitivas, volitivas y afectivas), así como en el mismo proceso de crecimiento, como explica Cyrulnik. Que el niño duerma así, bien, no es casualidad, ni tampoco es natural del todo, sino que se debe en buena parte al buen hacer de los padres; buen ambiente que desarmarlo es más fácil de lo que parece. Cómo los padres, sobre todo la madre, se acerquen al bebé, lo miren, lo acaricien, lo cojan en sus brazos, lo manejen, lo abracen, le vayan corrigiendo… va a crear en torno a él un mundo afectivo que revertirá directamente en su modo de ser y en su modo de relacionarse con su entorno. Entornos nutritivos, padres serenos, estables, equilibrados, crearán un ambiente de calor y de proximidad, pronto a las demandas del bebé; entornos inestables, depresivos, ansiosos, dependientes, no responderán adecuadamente a sus demandas, generando en él experiencias de incertidumbre y angustia, de modo que con su ‘no respuesta’ a la sonrisa del pequeño, a sus reclamos, generarán un entorno de frialdad, carente de mimos y de atención, sin contacto.

Esta última opción deriva con facilidad en el anaclitismo, es decir, niños que sufren la patología ocasionada por ausencia de afecto o seguridad, por la falta de alguien en quien apoyarse; es un ‘no tener a nadie con quien contar’. Y no es menos frecuente que haya casos de anaclitismo en adultos ‘que lo tienen todo’ y a los que parece que la vida les sonría, pero que caen en severas depresiones cuando, a causa de la remota huella de vulnerabilidad que les queda de aquellos tiempos grabada en su personalidad profunda, si bien hasta la fecha la vida la había desactivado, cualquier circunstancia actual (una mudanza, un cambio de trabajo, un encuentro, una situación desafortunada…) despierta el dolor enterrado en la memoria.

Una persona con capacidad de vivir funcionalmente su vida no se improvisa, como tampoco ocurre en aquellas que la viven disfuncionalmente. Nuestras primeras experiencias dejan una huella que, aunque generalmente pase inadvertida por ser impresa según procesos no conscientes, no por ello deja de ser menos efectiva. Para que el bebé actúe adecuadamente, para que tenga deseo de expresarse, de comunicarse, de estar con los suyos, se requiere un entorno ‘maternal’ tanto por parte de la madre como del padre, sobre todo, pero también de los restantes miembros de la familia. Muchos problemas de los adultos (anorexias, enfermedades neurovegetativas, trastornos de la personalidad, etc.) no son sino síntomas de un problema mucho más profundo, al cual con frecuencia ocultan si sólo nos detenemos en ellos. Un problema que hunde sus raíces en los estratos arcaicos de la formación fisiológica de las personas, en las estructuras centrales de su cerebro. Querer participar sanamente en la vida, relacionarse amorosamente con las demás personas, depende de que las estructuras fisiológicas estén debidamente configuradas, para lo cual hacen falta tanto recursos biológicos como espirituales, los cuales, en estas primeras etapas de la vida, son fundamentalmente afectivos (independientemente de que, con los años, se vayan ampliando con los cognitivos, conductuales, etc.). Para poder desplegar una vida sana, es preciso que las estructuras fisiológicas estén debidamente conformadas, para lo cual el clima afectivo familiar es fundamental.

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