2 de mayo de 2023

La inducción como una deducción invertida

Es frecuente que en los tratados de lógica se atienda más a la deducción que a la inducción, seguramente porque la inducción sea más complicada de tratar ‘lógicamente’. Quizá por este motivo es por el que a Peirce le interesa. ¿Cómo se podría definir la inducción? Peirce la define de un modo un poco espeso; dice él: inducción es «un argumento que procede sobre el supuesto de que todos los miembros de una clase, o agregado, tienen todas las características comunes a todos aquellos miembros de esta clase en relación con los cuales se la conoce, tengan o no estas características»; esto es, se trata de la presuposición de que es verdad para todo un conjunto de individuos lo que es verdad para algunos casos concretos del mismo, tomados aleatoriamente. De la verdad de unos pocos casos conocidos, se infiere la verdad de todo el grupo o de toda la clase. Pero siempre nos quedará la duda de si todos esos individuos restantes del grupo, tal y como Peirce finaliza su definición, poseerán o no esas características que sí poseen los individuos seleccionados. Por ejemplo: viendo que unos cuantos cuervos son de color negro, podemos inferir que todos los cuervos lo son, sin saber a ciencia cierta que efectivamente sea así; ¿podrá haber algún cuervo de otro color? Incluso aunque hasta la fecha no hayamos visto ninguno, y a pesar de haber visto miles y miles, nunca podemos estar seguros completamente de que no haya cuervos de otro color. A estos es a lo que se refiere Peirce.

Sabemos que en un silogismo típico la conclusión es obtenida a partir de las premisas. Pongamos uno típico:
a) Premisa mayor: Todos los hombres son libres.
b) Premisa menor: Sócrates es un hombre.
c) Conclusión: Sócrates es libre.
En este silogismo se ve claramente. Se parte de las dos premisas, la mayor y la menor, para llegar a la conclusión. Démonos cuenta de que para afirmar la verdad de la conclusión no basta que el silogismo esté bien planteado, sino que también es necesario que las premisas sean verdaderas, lo que implica ya un conocimiento empírico de lo que en ellas se afirma. Pero si éstas son verdaderas, y el silogismo es correcto, la conclusión necesariamente lo es. Muy bien podría ocurrir que el silogismo fuera correcto pero las premisas no; por ejemplo, si sustituyéramos ‘ser libre’ por ‘volar’, la conclusión sería que Sócrates vuela, ya que todos los hombres vuelan y él es un hombre; a la vista está que Sócrates no vuela, o no volaba, como tampoco lo hace ningún hombre porque la premisa mayor es falsa. La conclusión es falsa porque, en este caso, una de las premisas es falsa.

Pero en el caso de la inducción no sucede así, no se obtiene la conclusión a partir de las premisas, sino que la conclusión se asume como una de ellas. Es un dato interesante porque efectivamente, se da por presupuesta la conclusión que no ha sido demostrada, sino que se asume para poder dar validez precisamente a la inferencia inductiva, que no deja de ser una inferencia estadística. La verdad que nos ofrece la inducción siempre será de carácter probable, estadístico.

Supongamos que cogemos un texto escrito en inglés de cierta extensión, y observamos que la letra ‘e’ aparece en una proporción del 11’25%; supongamos que hacemos esta comprobación con distintos textos largos, y en todos ellos obtenemos la misma proporción. Pues bien, podemos inferir inductivamente que los textos largos (con un mínimo de palabras) escritos en este idioma poseen ‘en general’ una presencia de la letra ‘e’ en una proporción del 11’25%. Si nos fijamos, el proceso es totalmente opuesto al de la deducción: en ésta, la verdad de la conclusión es algo a obtener, partiendo de la verdad de las premisas y de la validez del silogismo lógico; en la inducción, es la presuposición de que la conclusión es cierta la que dota de validez a la inferencia inductiva.

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