23 de mayo de 2023

Cuando no existen ni el freno biológico ni el de proximidad

Los animales suelen contar con una serie de frenos biológicos que les impiden cometer ciertos excesos que podrían ir en su contra. Por ejemplo, si no existiera un freno biológico para la sed, un animal no pararía de beber; de alguna manera, el cuerpo detecta que comienza a estar hidratado, y propicia que la conducta adoptada para cubrir la sed deje de ejecutarse. Estos procesos les aseguran ante una sobreestimulación, activándose los mecanismos de saturación correspondiente. Pero no todas sus conductas responden a este esquema de activación-desactivación; hay otras en las que no hay segunda parte, de modo que siempre están prestos a ejecutarlas. Esto viene potenciado por la satisfacción alcanzada, como por ejemplo cuando se ejerce un dominio sobre otros miembros del grupo, conducta en la que se genera una gratificación que continúa en el tiempo, y que se desea que continúe.
  
Este esquema se mantiene también en nosotros, tanto unos procesos como otros. En los fisiológicos es más evidente el paralelismo, pero también nos damos cuenta de cómo, cuando alcanzamos el éxito en cualquier actividad (en una partida de ajedrez, por ejemplo), se refuerza nuestro bienestar: por lo general, queremos seguir ganando. Igual que nos gusta salir airosos de los enfrentamientos, también nos gusta mantenernos arriba en las relaciones de poder en las que, como hemos visto, no hay un regulador fisiológico como en los procesos de carácter vegetativo. Y eso es un problema: no hay freno biológico al ansia de poder. Cuando las sociedades eran pequeñas, y el grupo familiar o el clan tenían mucha presencia, se ejercía una presión eficaz para limitar excesos de este tipo, gracias a la proximidad y a la cercanía de los congéneres. Vivir en pequeños grupos era ventajoso en este sentido. Sin embargo, esto es más difícil de mantener en las contemporáneas sociedades occidentales, en las que las posibilidades de ascenso son elevadas, y las limitaciones a las excesivas ansias de poder son insuficientes. No es raro que ‘muramos de éxito’, tal y como le ocurrió a Napoleón en su día. Si en las pequeñas sociedades grupales la proximidad compensaba la ausencia de la regulación fisiológica a las ansias de éxito, de dominio y de poder, en las grandes sociedades occidentales no es así, todo lo contrario: la atomización, la competitividad y el anonimato lo ponen más fácil a la hora de ir en pos de nuestro éxito, aunque para ello tengamos que pasar por encima de otros porque, en definitiva, no hay ‘otros’ que nos importen.

Creo que es evidente que, en no pocas ocasiones, las relaciones personales se viven desde la desconfianza, desde la necesidad de ‘marcar nuestro territorio’, no se vayan a pensar… Como dice Eibl-Eibesfeldt, en no pocos encuentros ‘amistosos’, se combinan gestos de acercamiento y aproximación con ciertas muestras de poder y agresividad. Esto pasa tanto en los encuentros personales, en los que nos damos la mano mostrando la fuerza de nuestros bíceps, como en los encuentros políticos, en los que se dan muestras de paz y solidaridad con niños y palomas en un entorno militar. «Uno demuestra fortaleza para bloquear de antemano eventuales aspiración de dominio por parte del interlocutor, y al mismo tiempo amistosa disposición para el contacto».

Ello posee varias consecuencias. Una de ellas es que, conscientes de esta situación, tendemos a ocultar nuestras debilidades para evitar ser vulnerables a los ojos de los demás. Lo cierto, es que las personas despiadadas suelen ser perspicaces para saber por dónde han de atacar a los demás. No es raro, pues, que las personas tendamos a ocultar aquellos rasgos de nuestro carácter que consideremos débiles, escondiéndonos tras una armadura que con el tiempo hacemos nuestra, confundiéndonos con ella como si fuera una segunda piel, olvidándonos de quiénes somos en realidad, incluso en los ambientes más cercanos y familiares. Vivimos con las máscaras puestas, lo que en el fondo supone un modo perturbado de ser y de relacionarse. Buena parte de la actividad de los terapeutas pasa por devolvernos a cómo somos en realidad, identificando nuestras máscaras, y ayudándonos a quitárnoslas, tarea nada fácil, por cierto.

El hecho de vivir desde este esquema supone una pérdida personal muy importante, en la medida en que difícilmente estamos dispuestos a asumir nuestras flaquezas o nuestros errores. Y ello bien porque no los asumimos (los hemos ocultado bajo nuestras máscaras incluso a nosotros mismos, ignorándolos), o bien porque hay miedo a mostrar debilidad, algo que a menudo adopta la forma de no asumir las propias equivocaciones. Ello nos lleva en cualquier caso a eso, a no asumir o reconocer nuestros errores, a obviarlos, a pasarlos por encima creyéndonos nuestra lectura de las cosas, dejando pasar una oportunidad para corregirnos, si es el caso. Esto es algo que en la vida política ocurre con mucha frecuencia: asumir un error es poco menos que la mayor humillación que puede sufrir un político; porque claro, naturalmente siempre hay un opositor que sabía lo que había que hacer. De ahí al engolamiento y a la soberbia sólo hay un paso. A este respecto, Adam Smith dice unas palabras muy sabias: «Para dirigir la visión del estadista puede indudablemente ser necesaria una idea general, e incluso doctrinal, sobre la perfección de la política y el derecho. Pero el insistir en aplicar, y aplicar completa e inmediatamente y a pesar de cualquier oposición, todo lo que esa idea parezca exigir, equivale con frecuencia a la mayor de las arrogancias. Comporta erigir su propio juicio como una norma suprema del bien y el mal. Se le antoja que es el único hombre sabio y valioso en la comunidad y que sus conciudadanos deben acomodarse a él, no él a ellos».

Tenemos tan asumida la necesidad de tener éxito que cuando no lo podemos tener a nivel social por el motivo que sea, nos creamos nuestros propios procesos sustitutivos en los que podamos ser los mejores. No hay mejor muestra que el libro de los récords, en el que aparece gente que es la mejor en infinidad de cosas poco menos que curiosas. O también la de aquellos que usan ciertos productos, seguramente bien manufacturados, que multiplican su valor no tanto por su calidad ―que también― sino sobre todo por llevar impresa una determinada marca, algo a lo que la publicidad nos está empujando constantemente, si queremos tener un mínimo de prestigio y no ser unos ‘don nadie’.

Estos procesos se dan en nosotros, y creo que es importante tomar consciencia de ellos, y adoptar la estrategia oportuna, so pena de ser engullidos por el monstruo que hemos creado. «El que el ansia de poder humano no disponga de frenos en forma de mecanismos de desconexión es una razón más para que las organizaciones creadas por el hombre desarrollen a menudo una dinámica propia por medio de la cual se autonomizan y se convierten en fines en sí mismas»; caso en el que tenemos la tendencia a olvidarnos de que, enfrente de nosotros, lo que hay son efectivamente personas. Las anónimas sociedades occidentales pueden ser (yo creo que de hecho lo son) espacios que se vuelvan contra nosotros, e incluso una amenaza para la misma democracia. Igual que los niños buscan seguridad en sus padres cuando sienten temor, así no pocas personas buscan el amparo de líderes que les prometen seguridad; su inseguridad les hace vulnerables a figuras demagógicas y a otros vendedores de ilusiones prometeicas, olvidándose de sí mismos. Ciertamente todo esto nos debe ayudar a pensar en qué fundamentamos nuestras vidas. Que el reconocimiento social es parte importante en ellas, ya lo puso de manifiesto Adam Smith (entre otros) hace tiempo. Conscientes del peligro que eso puede suponer cuando vendemos nuestra alma al diablo, tanto para nosotros como para los demás, creo que nos debería ayudar a pensar mecanismos de autocontrol, tanto individuales como sociales, ya que no disponemos de los fisiológicos, y los de proximidad parece que estén cada vez más lejanos; igual una solución sea reactivarlos.

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