1 de marzo de 2022

Casualidades, sí, pero no del todo: el caso de Becquerel

Henri Becquerel (1852-1908) es el perfecto ejemplo de cómo en ocasiones la casualidad se alía con la ciencia, y el éxito depende de situaciones fortuitas que nada tienen que ver con ella. En su caso, el hecho de dejar un paquete con sales de uranio ―material todavía poco conocido en la época― en un cajón, junto con una placa fotográfica; lo que le llevó, allá por 1896, a uno de los descubrimientos más importantes de cara al siglo XX, que se denominó radiactividad. Es conocida por muchos esta anécdota; lo que no lo es tanto es por qué Becquerel guardó en un cajón oscuro con una placa fotográfica un trozo de uranio. No parece que sea algo muy común; es decir, no es muy frecuente que tengamos en casa placas fotográficas y trozos de uranio, que puedan coincidir casualmente en un cajón, ni aun siendo científicos. De hecho, nunca había ocurrido hasta la fecha o, si ocurrió, nadie le dio la lectura adecuada, pero él sí. ¿Por qué?

Becquerel fue un estudioso de los fenómenos de fluorescencia y fosforescencia, siguiendo la tradición familiar. Una sustancia fluorescente es aquella capaz de emitir energía visible mientras absorbe energía ultravioleta, y una fosforescente es capaz de mantener la emisión en ausencia del fenómeno de la absorción. A causa de esta investigación, Becquerel se interesó por el descubrimiento de los rayos X por Roentgen; o, mejor dicho, por un fenómeno asociado al mismo, a saber: el de que los rayos X obtenidos eran emitidos por una pared de la misma ampolla de vidrio en la que chocaban rayos catódicos; es decir, que la pared de vidrio actuaba como una sustancia fosforescente una vez habían incidido en ella rayos catódicos, emitiendo acto seguido rayos X.

Lo que se planteó Becquerel era si el fenómeno de la fosforescencia estaba asociado generalizadamente a la emisión de rayos X, de modo que materiales fosforescentes que emitían energía visible por estar expuestos a la luz, emitían también rayos X.

Para estudiar esto empleó un material común en su laboratorio, unas sales de uranio con propiedades fluorescentes y fosforescentes. Así, «guiado por una idea que debía finalmente revelarse como falsa, el hábil físico se puso a investigar una hipotética emisión de rayos X por sales de uranio hechas fosforescentes por una exposición previa a la luz solar», explica de Broglie. Lo que hizo fue exponer a la luz solar sales de uranio para, posteriormente envolverlas en papel negro y encerrarlas en un cajón junto con una placa fotográfica, con la esperanza de que dicha radiación X fuera emitida por el cuerpo fosforescente y, atravesando el papel negro, impresionara a la placa. Comprobó felizmente que la placa había sido afectada, con lo que pensó que su experimento fue un éxito, comunicando sus resultados a la comunidad científica el 24 de febrero de 1896.

Y es aquí donde entró la casualidad, para hacerle ver a Becquerel que su interpretación no era adecuada; casualidad que, como suele ser en estos casos, debe ir asociada a un espíritu laborioso y trabajador. Cuando se dice que la suerte sonríe a los sabios, no es ‘por casualidad’. Ilusionado por su ‘éxito’ siguió preparando muestras para continuar investigando; el caso es que se sucedieron unos días en los que no brilló el sol, por lo que Becquerel no expuso las muestras; a la espera de un día más indicado para poder hacerlo, Becquerel las guardó en el cajón de siempre, esperando el día en que podría emplearlas. El día 1 de marzo, escasos días después de su anterior experimento, el sol salió y Becquerel cogió las muestras del cajón para ponerlas a su luz; como buen profesional, repasó todo el material y, al repasar las placas fotográficas, se dio cuenta de que estaban veladas. ¿Por qué podría ser, si no había lugar a la presencia fosforescente de los rayos X?

Pero no sólo es que las placas fueron impresionadas por un material no expuesto a la luz solar, sino que su impresión era exactamente igual a las anteriores. ¿Qué quería decir esto? Becquerel postuló la única hipótesis posible: que «el uranio debía emitir continuamente, y sin que ninguna exposición previa a la luz fuese para ello necesaria, radiaciones muy penetrantes de una naturaleza desconocida, que serían completamente diferentes de la de los rayos X», fenómeno que Becquerel dio a conocer al día siguiente, el 2 de marzo de 1996, y al que denominó radiactividad. Acto seguido, Becquerel compartió su descubrimiento con una colega joven, recién graduada, una polaca desconocida: una tal Marie Curie.

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