22 de marzo de 2022

Hannah Arendt según Karl Jaspers

El motivo de este post son unas páginas que he leído en la Autobiografía filosófica (que publicó el año pasado la editorial Ygriega) de Karl Jaspers, un filósofo contemporáneo al que quizá no se le ha otorgado la atención que se le debiera. Conocido es el enfoque existencialista de su pensamiento con el que, recogiendo el hilo de Kierkegaard, supo establecer horizontes de sentido y esperanza en un contexto tan complejo como la Alemania de la primera mitad del siglo XX.

Es sobrecogedor leer los testimonios de personas que vivieron enfrentados al régimen en el drama de la Alemania nazi. Un testimonio privilegiado es sin duda el de Karl Jaspers, un intelectual que no sucumbió a ‘lo normal’, tal y como hicieron no pocos compatriotas suyos; algo de lo que tampoco se vanagloria, pues reconoce que muy bien pudo hacer más de lo que hizo. Según nos cuenta, esos largos doce años se redujeron a «impotente espera basada en cautela meditada, cuidadosos en nuestros contactos con la Gestapo y las autoridades nacionalsocialistas, resueltos a no hacer ni decir nada incompatible con la integridad moral, pero aviniéndonos, sí, a pasividad culpable». De hecho, honestamente admite que no dudó en echar mano de algunos contactos nacionalsocialistas para reivindicar algunos derechos como alemán, aunque también es cierto que en varios casos renunció tácitamente a la ayuda, sobre todo cuando algún colega o miembro de la administración justificaba lo que se estaba haciendo con las personas judías. A mi modo de ver, creo que no se puede dejar de poner en valor esa integridad, insuficiente para él, pero meritoria en su contexto; más allá de una resistencia activa, ejerció esa resistencia moral ‘pasiva’, en un ambiente en el que el gobierno, consciente del valor político y social que posee la filosofía, la censuraba fuertemente; como muy bien nos dice, ya más mayor, «no es una casualidad que el nacionalsocialismo y el bolcheviquismo hayan considerado a la filosofía como su enemiga mortal en el plano espiritual». Toda coacción al libre pensamiento y a su libre expresión dentro de los márgenes razonables que dicta la legalidad cívica, es una estrategia totalitaria.

Según parece, estaba previsto que él y su mujer fueran deportados el 14 de abril de 1945, suceso que no ocurrió gracias a la providencial entrada de los aliados en Heidelberg dos semanas antes. Jaspers destaca el hecho de que tuviera que ser salvado por los americanos: «un alemán ―dice en su autobiografía― no podrá olvidar nunca que él y su mujer deben a los americanos su vida amenazada por alemanes que querían darles muerte en nombre del Estado alemán nacionalsocialista». Por desgracia, algo que sigue siendo frecuente en otros lugares.

Pues bien, en estas páginas ―que es a lo que iba― cuenta cómo, tras el final de la IIGM, toma contacto con Hannah Arendt, con la idea de recomponer la universidad alemana. Y le dedica unas líneas que no tienen desperdicio, y que paso a transcribir literalmente, aunque sean unas cuantas. Dice en referencia a ella:

«En esos años siguientes a la contienda, su solidaridad filosófica y humana fue para nosotros el hecho más grato. Vino ella, que pertenecía a la joven generación, a aportarnos a nosotros, los viejos, sus pasadas experiencias. Habiendo emigrado en 1933 y desde entonces rodado por el mundo, sin que las adversidades sin cuenta consiguieran abatir su ánimo, sabía ella de los terrores elementales que rodean nuestra existencia cuando, cortada del Estado de origen y desamparada, se halla reducida a la condición subhumana de apátrida. No obstante su siempre renovado y logrado intento de rehacer su vida en un nuevo medio, en ninguno había llegado a arraigar hasta el punto de aceptarlo sin reservas. Su íntimo sentimiento de independencia había hecho de ella una ciudadana del mundo, su fe en la fuerza única de la Constitución americana (y en el principio político que se había mantenido como el mejor de todos), una ciudadana de Estados Unidos. Gracias a ella adquirí una noción más clara que antes había sido posible de ese mundo del máximo ensayo de libertad política y, por otra parte, de las estructuras del totalitarismo; si ocasionalmente experimenté una leve vacilación, fue porque ella aún no había asimilado los modos de pensar, los métodos de investigación y las comprensiones de Max Weber [a quien Jaspers siempre consideró su maestro]. A partir de 1948 nos visitó de vez en cuando para mantener conversaciones intensivas con nosotros y cerciorarse de una coincidencia que escapaba a toda fijación racional. Con ella podía yo, una vez más, discutir en la forma que toda la vida he anhelado pero que, en rigor, desde mis años juveniles ―abstracción hecha de las personas más estrechamente unidas a mí por comunidad de destino― sólo me ha sido deparada en el trato de algunos hombres: e sea con la absoluta franqueza que veda segundos pensamientos; con la libérrima despreocupación de quien sabe que no debe tener cuidado de no equivocarse, porque el error será corregido e indicará algo que vale la pena; en la tensión de discrepancias, acaso hondas, pero envueltas en una confianza a toda prueba que permite que incluso ellas se manifiesten, sin que por ello se resienta el afecto, en un radical mutuo brindarse y el cesar de demandas abstractas por cuanto se extinguen en la lealtad de hecho».

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