20 de agosto de 2019

Entre el 'hacer' y el 'no hacer' (y ii)

Estaba hablando en este post sobre cómo acceder a ese nuevo modo de ser y de estar que llevaba implícito un redescubrimiento de nuestra intimidad, de nuestra profundidad, un acceso diverso a nuestras entrañas —que diría María Zambrano— para alcanzar ese sentir originario que nos armoniza con nosotros mismos y con la realidad. Pero, para ello, es preciso modificar, trascender nuestro modo habitual de conducta, nuestros modos cotidianos según los cuales nos relacionamos con nuestro entorno. Por eso decía que tenemos que dar con un modo diverso de aprehender a la realidad, más allá de la dualidad hacer-no hacer a la que estamos acostumbrados. Tanto el ‘hacer’ como el ‘no hacer’ se mueven en una misma línea, la de la acción humana que, en definitiva, pende de nosotros. De lo que se trata es de modificar esa clave, dejando hacer, dejándonos hacer, en una especie de activa pasividad, gracias a la cual alcanzamos un modo distinto de sentirnos en la realidad, y que revertirá positivamente, humanizadoramente, sobre nuestra vida cotidiana.

Es paradójico el hecho de que, para poner orden nuestros pensamientos, lo que se ha de hacer es ¡no pensar!, y que para poner en orden nuestras acciones, lo que se ha de hacer es ¡no hacer! ¿Por qué? Pues porque mientras los pensamientos y las acciones están presentes, estamos ocupados en ellos; y, mientras estamos ocupados en ellos, sencillamente no podemos acceder a nuestro interior. Las palabras y las acciones nunca se mueven en un nivel último de profundidad, por muy profundos que sean, y que lo pueden ser. Para acceder a los últimos niveles humanos de profundidad es preciso ir más allá de las palabras y de las acciones, encontrando momentos de quietud.

Es imprescindible superar ese prejuicio según el cual el no hacer nada es malo per se. Otra cosa es que, en una sociedad como la nuestra, tan activa, tan activada o tan activista, no se acabe de comprender la eficacia del dejar hacer. Siempre a la luz de que lo que se está diciendo no es un vivir sin hacer nada, sin pegar un palo al agua, sino de que es necesario para llegar a nuestra esencia encontrar espacios de paz y serenidad en nuestra vida, de silencio en el más profundo de los sentidos, silencio en el que resuena nuestro más profundo ser. Y ese acceso a nuestro interior pasa por trascender nuestras facultades, para luego volver a la vida, con energías renovadas, en armonía profunda con uno mismo y con el mundo, que es totalmente distinto.

Cuando uno empieza a tomar consciencia de todo ello, se dan dos grandes consecuencias, cada cual más importante. Una, que empezamos a darnos cuenta de cómo funciona nuestra mente habitual: cómo brotan nuestros pensamientos, cuáles son nuestros miedos ocultos, nuestros prejuicios, etc., los cuales comienzan a brotar de un trasfondo personal hasta entonces ignorado; y dos, comenzamos a atisbar un mundo diverso, un nuevo modo de aprehender la realidad, sin saber muy bien ni cómo ni cuándo, ni por qué; es una experiencia que nos sobrepasa, que no sabemos explicar, pero que ocurre. En la medida en que la persona se va haciendo transparente a sí misma, la realidad comienza a trasparecer ante él.

Pero, como digo, a ese estado no se llega ni con el ‘hacer’ ni con el ‘no hacer’, porque no es un ‘no hacer nada’. A ese estado se llega cuando uno deja hacer. Es la eficacia de, sencillamente, estar: no pensar, no sentir, no hacer, no querer… estar. Se trata, sencillamente, de ‘estar’.

Este dejar hacer se erige en un poder, pues enlaza con el modo más profundo de interiorización y de personalización, como dice Nicolás Caballero. No es ni actividad ni pasividad, sino una activa pasividad, un estar atento, un estado de advertencia amorosa, que diría san Juan de la Cruz. Cuando uno deja hacer, deja de intervenir activamente en aquello que le está ocurriendo en ese momento; dejar de pensar implica ir más allá del pensamiento, y en la medida en que uno va más allá de su propio pensamiento, deja hacer. Ese ‘dejarse hacer’ no es una realidad negativa, sino todo lo contrario, posee una potencia sorprendente, potencia que nunca podrá ser alcanzada por el más grande de los pensamientos.

Con esto no se quiere negar la importancia del pensamiento, sino poner de manifiesto cómo se puede acceder precisamente a ese fondo esencial desde el cual brotan nuestros pensamientos. «El pensar emerge de un trasfondo que es la fuerza que se expresa en el acto de pensar»; y a ese trasfondo no se puede acceder pensando, aunque parezca paradójico, sino que es preciso… dejar de pensar, dejar hacer. Porque mientras no seamos capaces de acceder a ese trasfondo que subyace a todo pensamiento, nos veremos arrastrados por la corriente que nuestro mismo pensar despierta; y, si queremos, desde nuestro pensamiento, salvar esa corriente, lo único que estaremos haciendo es alimentarla todavía más. Es así como se llega a lo que san Juan de la Cruz denomina conciencia pura; y sólo así llegaremos a la auténtica realidad de las cosas.

«Hay en nuestra vida un error de apreciación, que interfiere en nuestro desarrollo: la equivocación de confundir los símbolos (las palabras) con la realidad que simbolizan. Y el pensamiento es un símbolo que en gran medida ha oscurecido la realidad, cuando al darle más importancia de la que en realidad tiene, que es mucha, hemos creado un abismo entre símbolo y realidad, y entre nosotros mismos y la realidad».

En el estado de conciencia pura nuestro entendimiento «ya no parlotea, ni analiza, ni juzga; está vigilando, observando, porque vosotros no sabéis. El estado mismo de no saber es el comienzo de la quietud», dice san Juan en la Subida. Hemos de aprender el camino de ‘vuelta a casa’, de ‘interiorización’. Porque, mientras no sea así, toda verdad no será verdad del todo, ni toda bondad será buena del todo, ni toda fruición será fruición del todo… ya que siempre estarán encadenadas a nuestra visión de las cosas, sobre todo si todavía permanece en el ámbito de la conciencia no purificada, siempre distorsionada por muy purificada que esté.

4 comentarios:

  1. Creo que lo que con tanta sensibilidad inteligente refieres se corresponde con una experiencia reveladora que me sigue rondado considerar como esencial, y que supone esa suerte de suspensión del actuar y del pensar para dejar fluir un existir que vienes a denomiar "originario","puro"...
    No creo que sea una facultad que uno controle a voluntad, sino que más bien sorprende, más o menos buscada, pero brotante de una realidad inesperada, como sucede (por prescindier ahora de los místicos) a nivel existencial en La náusea de Sartre, o en el impersonal de Simone Weil, o el neutros de Blanchot, o varias obras y cuentos (omo el titulado Amor) de Clarice Lispector, donde las perspectivas ordinarias se trastocan y se produce un acceso renovador, que no sé si será originario, puro, auténtico uno mismo u otra cosa, pero desde luego aporta una visión de nuestras habituales inercias nada complaciente o compulsiva, de lo que estamos tan necesitados en los cómunes afanes en que nos embarcamos. Saludos y gracias por esta incitación al nuevo y crítico sentir o pensar.

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    1. Efectivamente, pienso también que es una experiencia esencial, y que no podemos controlar a voluntad, algo a lo que, por cierto, estamos tan acostumbrados (a controlar, a dominar, a dirigir...). Cuando hemos de salir de esos esquemas, nos genera violencia, cuando es el único modo.
      Otra cosa es la comprensión que se tenga de ella. Como dices, tiene que ver con lo místico, pero no es algo reducible únicamente al ámbito de lo místico, sino que cabe en otras esferas. De los autores que comentas, sólo conozco a Sartre, así que poco puedo opinar. Pero soy consciente de que en el ámbito de la filosofía, del arte, etc., cabe perfectamente.
      Lo que está claro es que uno tiene la sensación de que recibe algo más de lo que con sus solas fuerzas pudiera conseguir, ¿verdad? Nada especial, nada mágico, pero que sin embargo, poco a poco, va cambiando tu vida, y nos hace distinguir con más nitidez lo prescindible de lo imprescindible.
      Un saludo, Elevi.

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  2. Es en ese estado de dejarse fluir,donde nos desprendemos de los agregados mentales que a su vez nos cosifican.
    Pero, esa experiencia requiere una iniciación a modo de contención pues al ser primaria ,pierde su nexo entre cuerpo y mente.Es a la vez luz y tiniebla...

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    1. Pues algo hay de eso... parece como que se pierde el suelo firme, y nos encontramos un poco desubicados. A mi modo de ver, es importante esa iniciación que dices, pues es fácil dar con experiencias similares (o no) que nos desorientan más que nos orientan. Siempre en un contexto que, por su propia naturaleza, es difícil de definir. Supongo que el camino de cada uno se va clarificando conforme se transita.
      Un saludo.

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