2 de abril de 2019

La maravilla de aprender a sentir (i)

Hemos estado hablando en otros posts sobre las diversas formas que hay de ejercer nuestra sensibilidad: hablamos de sensaciones, percepciones, emociones, sentimientos… Decíamos que en todas ellas hay una dimensión cognitiva presente, a mi modo de ver más relevante conforme avanzamos en esa relación que acabo de escribir. Otra cosa es cómo articular esa combinación sensación-cognición. En el ejercicio más avanzado de nuestro entendimiento o de nuestra razón, es más fácil de ver la presencia de la cognición, evidentemente. Pero en esos procesos en los que ejercemos una sensibilidad más primaria —digámoslo así— es más complejo de ver. Quisiera detenerme en este punto, en dos aspectos: en el primero, reflexionando someramente sobre el proceso según el cual aprendemos a sentir; y en el segundo, sobre el modo de ejercer esa sensibilidad. Vamos con el primero, y dejaré el segundo para el siguiente post.

Creo que un buen punto de partida para aproximarnos a este asunto sea reflexionar un poco sobre cómo es el hecho de que, sencillamente, ejercemos nuestros sentidos fisiológicos de modo adecuado. Por lo general, y en un organismo sano, no solemos tener mayor problema para que lo que nuestros ojos ven, oídos oyen, etc., se corresponda con una representación adecuada de la realidad. Pero este ejercicio normal de nuestra sensibilidad no es algo que siempre haya sido así, sino que es preciso haber realizado un largo recorrido de aprendizaje; no nacemos ‘sabiendo’ ver, oír… sentir en definitiva; y es difícil hacernos eco de los procesos que se dan desde que nacemos hasta que nuestros sentidos son ejercidos de modo maduro, así como de la complejidad de los mismos. Y ya no sólo para ejercer bien un sentido fisiológico: para hacernos cargo del entorno que nos rodea, no sólo cada sentido debe funcionar correctamente, sino que hay que saber integrar adecuadamente todos los estímulos que nos llegan desde el exterior para ofrecer una sensación de conjunto, de unidad, todo lo cual es ciertamente una tarea descomunal.

Porque claro, cuando nacemos no tenemos ni los ‘conocimientos’ ni las ‘estrategias’ para hacernos cargo de nuestro entorno. Tenemos unas facultades que todavía no están facultadas, es decir, que todavía no pueden ejercer adecuadamente su función. Y para poder hacerlo, para que nuestras facultades puedan ser facultadas, necesitan primariamente dos ingredientes: sus potencialidades fisiológicas (que vienen de fábrica, con el código genético que se despliega en el seno de un organismo, que propicia la aparición del órgano en cuestión más su maduración para que pueda desempeñar su función) y el ambiente (desde el cual se reciben los estímulos necesarios para que dichas potencialidades puedan convertirse en ‘actualidades’). Porque el desarrollo de nuestros órganos sensitivos no depende únicamente del desarrollo del organismo, que también; precisan ser estimulados adecuadamente por el entorno. Y no sólo ser estimulados adecuadamente por el entorno, en el sentido de no ser ni sobre ni infra-estimulados, si no de ser estimulados en el momento preciso, justo cuando las células y los tejidos que forman parte y conforman dicho órgano se encuentran en el período adecuado para realizar ese ‘aprendizaje’. En el proceso de maduración de un organismo, los órganos sensitivos cuentan con una ventana en el seno de la cual pueden desarrollarse adecuadamente, contando con la estimulación adecuada; pasado ya el tiempo correspondiente a esa ventana, por muy estimulados que estén dichos órganos ya no podrán desempeñar normalmente su función, pues quedarán atrofiados. Por ejemplo, si nuestros ojos no son estimulados lumínicamente de modo adecuado y en el momento adecuado, se atrofiarán, y ya no podrán ver (de modo natural), por mucho que sean estimulados con posterioridad.

Pues bien, como decía el niño no nace sabiendo sentir; será con el tiempo que se irán desarrollando sus estructuras sensibles, ‘aprendiendo’ a sentir y a percibir en su interacción con el entorno. Y esto es un dato muy importante, pues el entorno que posea el niño se convierte así en una escuela de aprendizaje, que va a influirle notablemente en su futuro.

Los niños están en continuo diálogo con su entorno, contrastando su lectura del mismo (realizada gracias a la información recibida) con su modo de relacionarse con él, comprobando continuamente la validez o no de la misma. Si en un primer estadio este aprendizaje es más de carácter fisiológico —por decirlo así—, más adelante esta dimensión se irá enriqueciendo con la dimensión cognitiva, en la medida en que el desarrollo neural se lo vaya permitiendo. Tener esto presente es fundamental para comprender la importancia de qué ambientes propiciamos a nuestros hijos en los primeros momentos de su vida. Porque en función de qué ambiente seamos capaces de gestar alrededor suyo, sus aprendizajes serán unos u otros: vivirán abiertos confiadamente al mundo, o encerrados en una cárcel de la que sólo penosamente podrán salir. Su capacidad para percibir el mundo dependerá en gran medida de sus experiencias, de sus relaciones, de sus recuerdos y de los procesos cognitivos que hayan adquirido en estos primeros momentos de su vida. Nunca podremos determinar el modo en que cada niño gestione este aprendizaje, pero sí que podemos trabajar para proporcionarles un entorno adecuado (de serenidad, seguridad, confianza, estabilidad, razonablemente estimulante…) para que ellos acometan por sí mismos esa maravillosa tarea que es aprender a relacionarse con el mundo.

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